Ciudad Bolivar crece bajo la sombra y el olvido del resto de Bogotá. Un periodista español fue hasta la localidad más violenta de la capital para entender como viven sus habitantes.
Bienvenidos a Ciudad Bolívar, Bogotá. Una ciudad dentro de otra, donde la vida y la esperanza se abren paso entre los homicidios violentos como el que protagonizó El Mosco hace 22 años, cuando apenas tenía 13. Él hoy es un “man bien” y me ha invitado a pasar el día con su mujer, sus tres hijos y sus vecinos.
Más de la mitad de los predios son de estrato 1, de extrema pobreza y necesidad. Y el 40% son de estrato 2, de clase baja. Es el caso de Sauces, donde llegamos. Frente a su casa, rodeado de vecinos, surgen risas de camaradería:
—¿Únicamente le llaman El Mosco por Óscar? Porque dicen que los moscos van como haciendo…
Mosco es un apodo típico en Bogotá para los que se llaman Óscar. En este caso, el primer nombre de la partida de bautismo, aunque en el registro viene como Anulfo —escrito así, sin la r entre la a y la n—.
Accedemos. Las viviendas aquí son de grandes ladrillos y sin empaletar, con el cemento a la vista. El suyo es un bloque de una altura y cinco apartamentos, donde la separación entre unos y otros es imperceptible. El baño y el comedor se comparten. Dora, su mujer, me guía por los tres cuartos de la casa. Entramos a una habitación pequeña, donde se amontona el reguero de los niños.
—Aquí tenemos los juguetes —señala la hija menor, Jari Jassel, de 6 años.
A ella se suma el hermano, Jhonattan Felipe, de 7 años, camino de 8.
—¿Usted es francés? Habla un español muy raro —dice el chico.
La segunda habitación tiene el espacio justo para dos camas infantiles y un armario. En la pared cuelgan letras de colores. En el techo, una mancha de humedad, sobre una de las camas. Finalmente, el dormitorio de los padres: con una cómoda, cama de matrimonio, televisor, y ventana a la calle. Aquí al final del día El Mosco relatará cómo fue su niñez, marcada por un ambiente de pandillas, droga y violencia. En aquellos años, los mayores le usarían para guardar las armas de fuego, aprovechando que a él, tan chiquito, la policía no le iba a registrar.
—¿Va a querer tomar un jugo?
—Sí, muchas gracias Dora.
Volvemos a la zona de acceso. Ahí la conversación fluye bajo la atenta mirada de la vecina, apoyada en la barandilla de la escalera.
—Es mi comadre. Ayuda con la cena de los niños.
—Cuando los papás no están —responde ella, pues Dora trabaja noches alternas como enfermera y El Mosco sale con el taxi todos los días de 3 de la tarde a 3 de la mañana, salvo cuando hay pico y placa—. Después de cenar los niños se quedan aquí juiciosos en el dormitorio, viendo la televisión.
Subimos a la azotea. Desde aquí se ve Cazucá, una de las zonas más deprimidas, donde han recalado todo tipo de refugiados. Luego iremos. La estampa evoca sus orígenes, en un país con 3,8 millones de desplazados por culpa de la violencia —entre la guerrilla, los paramilitares, el crimen organizado de las bacrim… y el Ejército; entre todos, forzando la huida de numerosos civiles, que no aguantan la presión del fuego cruzado —. Son 100.000 desplazados sólo en Ciudad Bolívar.
Colombia es una nación donde sobrecoge el discurso que habla de reducción en la cifra de homicidios —como si las personas no contaran, como si los muertos no se sumaran siempre—.
—Mis papás fueron los desplazados de Santander —explica El Mosco—. Ahora justo pudieron regresar al municipio de Chipatá, a una casa con parcela.
En este punto llega Jessica Alejandra, la hija mayor, de 18 años, que acaba de emanciparse y vive a cuatro cuadras, junto a una amiga.
—Acabó el bachillerato y está pendiente del curso de enfermería, que no acaba de rematar.
—Todavía me puedo graduar en unos meses —objeta al padre.
El Mosco, pendiente de la comida, le pide a Dora, que va y viene, que le dé la vuelta a las papas por él. Alejandra prosigue.
—Dentro de 10 años me veo trabajando de fisioterapeuta. O igual debería estudiar para comunicadora social.
La mayor de los hijos está en una edad difícil, pero tiene aspiraciones y cuenta con apoyo de sus padres. Dora introduce un nuevo factor:
—Muchas de sus amigas quedaron embarazadas y dejaron los estudios. Se volvió habitual que las chicas fueran con el bombo a la escuela. Alejandra se ha librado.
Según las cifras del distrito, si el 12% de las adolescentes de Bogotá ya son madres, esta tasa sube al 22% en el caso de Ciudad Bolívar.
—¡Auuu! —se queja Jhonattan, tras caer al suelo.
—Es muy inquieto —dice la madre.
Recientemente le han diagnosticado asma, pero eso no le frena.
—Mire lo que llevo colgado bajo la camiseta —un remedio casero, una bolsa llena de pelos de animal que le da confianza.
Continuamos platicando y tocamos el problema de la violencia. Colombia es una nación donde sobrecoge el discurso que habla de reducción en la cifra de homicidios —como si las personas no contaran, como si los muertos no se sumaran siempre—. El último fue hace un par de días, cuando un sicario mató a balazos a Miller Reynel, profesor de instituto.
—Y sin contar que siempre se compara el periodo que más les interesa.
—Ciento treinta y cuatro asesinatos en Ciudad Bolívar en apenas siete meses. Más que en ninguna otra parte de Bogotá —le digo a Dora.
—Uisss. Y Acá como vengan policías pasan como 20 para que no les ocurra nada. Aveces es que pasan haciendo ronda.
La conversación transcurre con el contrapunto de la música que tienen puesta en la calle sus vecinos. Tenemos banda sonora gratis.
—Hoy la tienen más bajita. Andan ahí, tomando unos tragos. Bueno. ¡Listo! Ya es hora de almorzar, dentro de la casa.
Comemos pollo asado, ensalada con mango y otras frutas troceadas, y papas fritas.
***
Llueve, pero de esa manera en que lo hace a veces en Bogotá, que ni compensa sacar el paraguas. Y aunque hoy es día festivo, la actividad nunca para en Ciudad Bolívar. Carlos Arturo Callejas, vecino de El Mosco, es un emprendedor:
—Esta es mi microempresa: fabrico salas y basecamas—afirma.
Está con su hijo, Hamilthon Jair.
—Yo ayudo a mi papá.
—¿Pero qué edad tiene usted?
—Tengo 15. Estudio y trabajo.
Deciden salir del taller y sumarse al recorrido por el barrio. Una expedición en toda regla, de un grupo de ocho vecinos ya.
—Acá en Ciudad Bolívar hay harto jugador bueno de fútbol: ¡Buenísimos! —dice Hamilthon—. Jugamos con unas canchas chiquitas, las banquitas, que se tapan sólo con el pie. Es que en Bogotá sólo apoyan es a los ricachones.
El Mosco señala con la mano a los viciosos, que, aunque es temprano —son como las 2pm— ahí están, consumiendo droga, en una vereda con todo tipo de residuos.
—Mire. Bien chinos —refiriéndose a los niños—. Muchos pelaos.
Nadie se sorprende. Y seguimos. Mucha gente joven. En una localidad donde el 54% de la población es menor de 25 años, tener 30 para muchos ya es ser viejo. Estamos como a 12 grados y llovizna. Los Callejas van en pantalón corto, camiseta y chanclas, cuando otros van con pantalones largos, calcetines, zapatillas, doble camiseta, suéter y chaqueta.
—Y mis basecamas se llaman basecamas Champion. La europea del descanso.
—No le mostró los ganchos —añade el hijo.
—Luego intentamos hacer una y ahí vea cómo queda de bonita.
—¿Sabe como apodan a mi papá? ¡Tragasopas!
—Siempre he sido gordo desde pequeño. Trabajaba en un restaurante, y yo decía: Bienvenido, muy buenas tardes, hay carne, hígado, bagre, sobrebarriga… Llegó un empleado de la empresa telefónica y me preguntó: ¿Cómo viene el bagre? Y le dije: muerto. Y me sancionaron —risas de todos en el grupo—. Zancudo relleno, huevos de avión… —continúa.
DESDE LOS ANDES...
Recomendamos este artículo sobre los contextos sociales de la jóvenes que viven en Ciudad Bolivar, publicada en la revista de Estudios Sociales de la Universidad de los Andes.
Paramos y se forma un grupo de chavales. A salir de marcha, más que rumbear, aquí se le dice farrear. Salir a beber es salir a jartar.
Deja de llover y se incorpora una mujer con apariencia de anciana, María Susana López. Es la primera persona mayor que sale al paso.
—Yo vivo unos barrios para arriba, y me dicen que es zona de alto riesgo. Entonces… yo quiero que me saquen de allí. Todos los políticos proponen y no cumplen nada. Todos reciben plata.
—Eso no hacen nada —añade otro vecino.
— Sólo sudor y fríos. —apunta doña María— Nadie cumple con lo que promete. Todos son lo mismo y no hacen nada por el pueblo. Sólo lechona en las elecciones.
Es un clásico: Cuando hay comicios, los políticos se acercan a Ciudad Bolívar, hacen campaña y regalan de comer platicos de lechona, un marrano al que por dentro le echan arroz y carne. Y así se los ganan por el estómago.
—Luego pasan las elecciones y ¿quién se acuerda? No más para comprar a la gente. ¡No hacen un chorizo!
—¡Sólo proponen cosas y cosas! —ratifica otro vecino.
—¡Uiiiih! Debería probar la lechona. Sí… es rerrico. ¿Y ya probó el tamal? —pregunta Hamilthon, cansado del tema de los políticos.
***
Ponemos rumbo a casa de doña María, que hace de guía, sentada en la parte de atrás de un pequeño auto coreano. A su izquierda viene Hamilthon; encima de él, la pequeña Jari. Al otro lado, detrás de mí, está Dora. Y encima suyo, Jonathan Felipe al volante, El Mosco.
Comienza Villa Gloria, en la zona de El Lucero. Acá, previene El Mosco, es donde están los pillos más duros. Nos dirigimos hacia San Pablo. Pasamos por parqueaderos de buses, de esos que muchos bogotanos ni saben de dónde parten. Y vemos mucha basura. Hasta llegar a un lodazal con restos de vidrios, plásticos, una llanta…
—Hace años veníamos aquí a nadar —a lo que era un arroyo, recuerda Dora—. Había además unos pozos y el agua iba hasta arriba y limpia.
Llegamos a la casa de doña María, en la cola de la montaña, con mucha humedad. El olor es intenso. El Mosco accede al interior. Fuera se quedan los niños y Dora, viendo desde lo alto la ciudad y a unos muchachos que, a lo lejos, izan cometas.
—Vea esta pared cómo es por dentro. Todo esto, cuando llueve, se pone bien feo. No he hecho sino rellenar formularios, pero nada. Nadie ha hecho nada por mí. El único que ha hecho es mi Diosito.
Al subir, por una escalerita, se escucha un televisor —siempre presente, así falten suministros como el gas, o el agua caliente; a la TV no se renuncia aquí—. Al fondo, una mujer acostada, con unos gatos, en una cama grande: Sandra Real. Al principio es reacia a hablar. Tiene 38 años, está sin trabajo y con una carta de desplazada, en espera de alguna ayuda. Tiene dos hijos de 14 y 15 años.
—De uno no sé nada. Se fue para las calles, a consumir. El otro está mejor en Bienestar Familiar, del Gobierno, porque me quería coger las calles igual. Mejor así, antes de que pase lo peor. De todas maneras si se vuela, llegará a mi casa.
—¿De dónde tuvo que salir?
—Del departamento del Meta, allá por los llanos, al lado de Villavicencio —huyó de la guerrilla de las FARC, por un lado, los exintegrantes de la EPARC, de otro; y en tercer lugar, del Ejército—. Tengo la columna desviada tres discos y esperaría ayuda humanitaria. Nunca tuve estudios y toda la vida he sido una manteca. Y a uno le ponen a hacer fuerza: que cargar una olla, por ejemplo.
De pronto viene otro tipo, joven, con ojos vidriosos: el Ketchup. Y la charla gira hacia España por el fútbol, el Real Madrid y el Barcelona. Y el tema de las chicas.
—Venga para acá que yo sé que usted no me va a despreciar una cosa —dice Sandra, para ofrecer unos tragos de ron.
—Dime con quién andas y te diré quién eres. Usted está acá muy recomendado o sea que nada le va a pasar —dice el Ketchup, a la vez que señala a El Mosco mientras nos despedimos.
—Ahí viven en una vaina infrahumana muy verraca. Uno, gracias a Dios… pues bien gracias a Dios —musita El Mosco.
Antes de partir, subimos a una pequeña ladera, que nos coloca a los pies del barrio El Paraíso, con una vista espectacular de la ciudad.
***
De vuelta a Sauces. Los Callejas, pese a los cortes de luz mediantes en su garaje, muestran, como prometieron, cómo se hace una basecama. Sacan una ya terminada y, de noche en la calle y a la luz de las farolas, se suben en ella para mostrar su resistencia. Hasta hay quien pide precio. Acto seguido, me vuelvo para la casa de El Mosco.
—Uisss, es que mi vida ha sido bien dura.— me dice El Mosco— Abandoné los estudios a los 11 años. Trabajé de ruso desde bien chiquito y estuve mezclado en drogas. Luego ya fui conductor de bus y taxi.
E incide en que me fije en su mano derecha, cuyos dedos tienen movilidad parcial. La cicatriz es casi inapreciable, pero sí: tuvieron que coserle los dedos cuando era niño.
—¿Esto es de cuando trabajó como ruso?
—No, más bien de antes de huir a Santander, adonde mis tíos.
—¿Cómo así?
—La cagué —silencio—. Maté a un tipo y tuve que huir.
Un crimen por el que nunca fue condenado. Nunca la familia del asesinado reclamaría. Ni se buscó el cadáver.
—Me pusieron café en las manos llenas de sangre y mi mamá limpió el reguero por el camino, toda la noche, gota a gota. Me llevaron al hospital y me cosieron la mano.
—Mató a uno echado a perder, que vendía droga y consumía de manera descontrolada —apunta Dora—. Un chirrete.
—Le decíamos El Burra. Le había pegado a un amigo mío conocido como El Botas. Me lo contó y le dije que nos íbamos a vengar. Esa noche fui donde El Burra, disque a comprar bichas para el bazuco —las papeletas donde se empaca la droga, en este caso, un derivado de la cocaína— y al llegar a la quebrada, junto al arroyo, le di dos cuchilladas. Se devolvió y me cortó. Cayó unos metros… y bajé y le rematé. Luego desaparecí como año y medio.
Siguió un relato muy intenso, acerca de cómo, en aquellos tiempos, soportaría todo tipo de humillaciones donde sus tíos, lejos de Bogotá.
—A los 14 años, era un niño que no valía para nada. Manicruzado. Y tenía que andar escondido. Intenté quitarme la vida con una escopeta.
Fue entonces cuando decidió volver a Ciudad Bolívar.
—Aunque me pudieran coger.
El Mosco regresó y se reformaría con ayuda de sus padres, que vivían donde él ahora. Retomó su relación con Dora, de quien ya era novio cuando salió para Santander. Y fue papá a los 17 años.
—De Alejandra. Luego, con 21 años fui parte de un equipo local y soñé con ser futbolista profesional.
Sin ayuda, sin recursos, trabajaría de conductor de bus y hace unos años pondría su propio negocio… que salió mal. Desde hace cinco años, conduce un taxi.
—¿Qué fue de los coqueros?
—De aquella pandilla, nada. Fueron años muy duros.
Según me cuentan, acabaron matándose entre ellos durante el tiempo que El Mosco estuvo en Santander. Esos que le hacían guardar los revólveres y le pagaban de pronto con una cadena de oro. La familia del asesinado, que vive a unas casas, nunca pidió revancha. Ni tiene malas palabras. Quizá por alivio y una mezcla entre temor y respeto a El Mosco.
***
Hoy en San Francisco Sauces hay mucho más que droga y delincuencia. Hay grupos culturales. Y jóvenes deportistas. Y hay mucha gente trabajadora. Uno sale a las 4:30am y es un hervidero. La gente se colabora. Se ve cómo alistan a los niños, o se ocupan de los almuerzos, o ponen rumbo hasta el trabajo, en muchos casos, a hora y media. Aunque tengan menos policías al mes que los que hay en una sola estación de Transmilenio cualquier día. Y a pesar de que no tienen ni una sola cancha en condiciones. Y ni un solo parque. Y aunque aquí toque bromear con que, comparado con los agujeros en las calles de Bogotá, acá hay auténticos cráteres.
El suyo es un estado de las cosas extraño. El de una ciudad sin ley. En una Ciudad Bolívar ubicada en el corazón de Colombia y, sin embargo, dejada a su suerte. Donde pase lo que pase, parece que nada importa. Pero donde la gente sorprende.
En cuanto a El Mosco, han pasado muchos años. Bastantes más que la edad que tenía cuando cometió el crimen. Verdugo y víctima a la vez, sin infancia. Ahora el tipo, como dicen aquí, es un man bien, un buen tipo. Padre de familia. Trabajador. Y su preocupación es que el pequeño Jhonattan no repita su historia.
*Millán Berzosa es periodista económico y consultor con diez años de trayectoria en prensa escrita y digital. Actualmente es Director de Comunicación y Comm. Manager en ideas4all y miembro de su comité de dirección. Profesor de Periodismo en la Universidad Francisco de Vitoria.