El mito del Galeón: oro, política y un patrimonio que Colombia prefiere ignorar

Mientras el Galeón San José vuelve a enarbolarse como caballito de batalla, el verdadero patrimonio cultural colombiano se degrada.

por

Mario Omar Fernández

Científico de la conservación de patrimonio cultural. Profesor del LEAP.


29.11.2025

Portada: Isabella Londoño

El discurso oficial insiste con vehemencia en que el Galeón San José no debe considerarse un tesoro. Afirma que su recuperación no responde a fines económicos, sino que es un acto de memoria histórica, de ciencia aplicada y de reafirmación soberana.

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Pero esa insistencia, repetida hasta la saciedad, resulta sospechosa. Cuando un Estado repite demasiado una idea, suele ser porque desea encubrir la motivación verdadera. Y en este caso, lo que mueve al aparato estatal es tan transparente como incómodo: el valor económico del naufragio, real o imaginado, y la utilidad política de dicho imaginario. No hay arma más eficaz para agitar emociones colectivas que la promesa de una riqueza escondida, de una epopeya patria, de una “reparación histórica” que conmueve en los titulares pero se desvanece en el análisis riguroso.

La historia reciente del San José exhibe un patrón reiterativo y revelador: cada gobierno adapta el discurso a sus intereses coyunturales, pero ninguno ha logrado sustraerse al hechizo del oro sumergido. “Patrimonio” es el término comodín que permite enmascarar la obsesión: se emplea para hablar de ciencia sin laboratorios, para prometer conservación sin infraestructura, y para disfrazar improvisación con imágenes espectaculares captadas por drones y robots submarinos. Tras ese ropaje de solemnidad técnica se mantiene viva una mentalidad arcaica, casi infantil: la del cazador de tesoros decimonónico que se fascina con el botín, con la riqueza súbita, con la fantasía de que el pasado puede convertirse en una caja menor para financiar el presente. Es el espectáculo de un país que se proclama moderno pero actúa como pirata con lenguaje académico.

El origen mismo del naufragio desmonta con facilidad la narrativa nacionalista que Colombia ha tejido en torno al galeón. El San José no pertenece a la historia cultural del país: fue un navío de guerra español, hundido en 1708 durante una batalla entre potencias europeas en el contexto de la Guerra de Sucesión Española. Transportaba bienes que, si bien pasaron por el virreinato, no eran producto del trabajo colombiano: plata y oro de Perú y Bolivia extraídos bajo condiciones coloniales, textiles europeos, mercancía asiática intercambiada en Manila, insumos de un comercio imperial que apenas tocaba Cartagena como escala logística. Sin embargo, el Estado colombiano ha decidido elevarlo a símbolo patrimonial, mientras ignora —o deja morir— el verdadero patrimonio que le pertenece: aquel que narra la historia de sus pueblos originarios, de sus movimientos libertarios, de sus culturas regionales y de su proceso republicano. Se erige así un falso héroe patrimonial para encubrir el abandono sistemático de los verdaderos héroes invisibles del país.

Esa incoherencia no es producto de errores puntuales: es estructural. También explica por qué Colombia, a pesar de los pronunciamientos públicos, se ha negado durante más de dos décadas a firmar la Convención de la UNESCO de 2001 sobre Patrimonio Cultural Subacuático. La firma de ese tratado implicaría asumir compromisos ineludibles: proteger el sitio in situ, renunciar a su explotación comercial, garantizar que toda intervención sea mínima, científica y con supervisión internacional. En otras palabras, firmar significaría desmontar el relato del tesoro, desactivar la ambigüedad que permite al país presentarse como heredero legítimo de un botín imperial. La negativa persistente de Colombia no responde a razones técnicas, como a veces se argumenta: es profundamente política. El país necesita seguir orbitando en torno a la idea de riqueza sumergida para sostener una épica que le confiera identidad en medio de la precariedad institucional.

A este panorama se suma un entramado legal espeso y conflictivo. Las autoridades han preferido presentarlo como un pleito resuelto, como una página cerrada. Pero la verdad jurídica es más compleja. La empresa Sea Search Armada, que asegura haber entregado las coordenadas del naufragio hace más de treinta años, mantiene demandas activas en tribunales internacionales con reclamos millonarios. España, amparada por el derecho internacional, sostiene argumentos sólidos basados en el principio de inmunidad soberana para buques de Estado hundidos en combate. Incluso Perú podría alegar derechos históricos sobre la carga, al haber sido extraída de su territorio colonial. Cualquier acción precipitada, con motivaciones electorales o carente de rigor técnico, podría detonar litigios internacionales que, además de costosos, dejarían al Estado colombiano en una posición humillante ante la comunidad jurídica global.

Archivo de Ambalema, Tolima,  destruido y desaparecido poco tiempo después de haber tomado esta imagen. Foto: Mario Omar Fernández, 2017.

Esa dimensión del problema rara vez aparece en los comunicados oficiales. En las transmisiones institucionales, Colombia se muestra como propietario absoluto del galeón; en los expedientes legales, aparece como un actor rodeado de incertidumbres, contradicciones normativas y amenazas judiciales. Es la imagen de un Estado que posa de firme ante las cámaras, pero que camina con pies de barro sobre un terreno jurídico inestable.

Mientras todo esto ocurre, el verdadero patrimonio cultural colombiano se degrada. El deterioro es lento, silencioso y no genera titulares, pero es mucho más grave. Las bodegas del ICANH —custodias precarias de la historia material del país— no cumplen normas mínimas de conservación: humedad fluctuante, filtraciones, embalajes obsoletos, ausencia de inventarios actualizados y falta de monitoreo ambiental. Colombia no cuenta con un laboratorio especializado en conservación subacuática, ni con capacidades técnicas para estabilizar maderas arqueológicas, desalinizarlas o conservar metales corroídos por siglos de inmersión. Sin embargo, insiste en que está preparada para intervenir el naufragio más complejo del hemisferio. La contradicción raya en lo absurdo: un Estado sin infraestructura científica que finge solvencia tecnológica con videos editados y conferencias de prensa.

Bodega del Instituto Colombiano de Historia y Antropología en Boyacá Real  Foto: Mario Omar Fernández, 2024.

El panorama no mejora fuera de las bodegas. Sitios arqueológicos de enorme valor —desde Tumaco hasta Tierradentro, pasando por la Sierra Nevada, La Mojana y los llanos orientales— enfrentan amenazas permanentes sin recibir ni una fracción del presupuesto ni de la atención mediática que se asigna al San José. El patrimonio indígena está desprotegido, el afrodescendiente subfinanciado, los archivos republicanos carecen de políticas serias de preservación, y los paisajes culturales se degradan sin monitoreo ni planificación. Es un colapso institucional frente al cual el Gobierno responde con imágenes de buzos explorando las profundidades, como si la técnica pudiera reemplazar a la política pública.

Porque el San José cumple una función precisa: sirve para construir una épica. Para vender la idea de que Colombia recupera un secreto ancestral, un símbolo de resistencia nacional, una riqueza arrebatada por imperios coloniales. Pero nada de eso es cierto. El San José no es un símbolo nacional: es un naufragio extranjero transformado en fetiche político. Lo que sí es nacional, y profundamente revelador, es la necesidad del Estado de fabricar grandeza simbólica allí donde no existen las instituciones para sostenerla.

Y ahí aparece un punto crucial que rara vez se menciona: el mito del San José funciona porque permite a cada entidad institucional usar el naufragio como pantalla para ocultar su propia crisis. El Ministerio de Cultura lo utiliza para simular protagonismo. El ICANH, debilitado y sin personal suficiente, lo convierte en cortina de humo. La Armada lo emplea como escaparate para mostrar su equipamiento técnico —buceadores, robots, cámaras— que, aunque costoso, no suple la ausencia de políticas patrimoniales. La Presidencia lo transforma en espectáculo cuando necesita mejorar su imagen pública. Todos ganan visibilidad; nadie asume responsabilidad.

Pero la realidad es terca: Colombia carece de infraestructura, de planes continuos, de protocolos específicos, de laboratorios adecuados. No tiene personal interdisciplinario capacitado, ni programas sostenibles de formación ni de investigación. Tiene, eso sí, videos impactantes, discursos altisonantes y promesas grandilocuentes.

El Galeón San José no es la joya del patrimonio colombiano; es el símbolo más elocuente de su abandono institucional. Mientras el Estado convierte un barco español en el centro de su discurso cultural, el verdadero patrimonio —indígena, afro, mestizo, republicano, arqueológico— se cae, se parte, se pierde. Y, sobre todo, se olvida.

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Mario Omar Fernández

Científico de la conservación de patrimonio cultural. Profesor del LEAP.


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