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El cazador de infieles

Con cámaras ocultas, satélites y cuatro pares de zapatos diferentes trabaja un ex detective del DAS que ahora se dedica a componer y descomponer matrimonios.

por

Carolina García Arbeláez


16.12.2011

Foto: laverrue

“Esto es una cámara de video y fotografía”, explica Juan Carlos mientras me muestra un lente que se camufla debajo de las manecillas de su reloj. Lo miro asombrada. ¡Estoy frente a un hombre que dedica su vida a desenmascarar infidelidades! “Yo le arreglo su matrimonio o se lo acabo”, presume con tono imponente. La semana pasada lo llamé todos los días hasta que por fin accedió a verme. “Estoy en un parqueadero en la 19 con 4ta”, me dijo misteriosamente, “cuando llegue, móntese en mi camioneta que ahí la estoy esperando”.  No sabía con quién me iba a encontrar. Fantaseé con la imagen de un hombre anacrónico disfrazado de Sherlock Holmes. Pero no: Juan Carlos es un hombre moreno, de 42 años, estatura mediana.

“Yo nací para ser detective privado. Desde chiquito supe que quería serlo y lo seré hasta la muerte”, se jacta. Juan Carlos hizo el curso de inteligencia en la escuela Aquimindia en Cota y después trabajó 9 años para el DAS, la policía secreta colombiana. Luego de esta experiancia decidió formar su propia agencia de investigadores privados. Infieles Colombia lleva funcionando 6 años y la dirección de sus oficinas permanece en secreto. “No estamos registrados porque tenemos que ser clandestinos”, me confiesa mientras charlamos en su camioneta. Sus clientes lo contactan a través de su página web y después se reúnen en lugares públicos para sellar el negocio. “Nosotros hacemos estudios de seguridad, levantamiento de huellas, investigamos la desaparición de personas, robos corporativos, homicidios. Pero sobretodo, trabajamos casos de infidelidad”.

Lo llaman hombres y mujeres que se sienten engañados y quieren que los ayude a salir de la incertidumbre. Sacar a sus clientes de la duda no es un trabajo fácil. Los resultados pueden ser sorprendentes. “A veces, una mujer me llama pensando que su esposo está con otra y resulta que sale con un muchacho”,  dice con desconcierto, “ya hemos tenido dos casos similares”. Esta es su forma de ayudar a la gente y por eso a sus clientes les guarda absoluta lealtad. Sólo tiene dos políticas: no investigan casos de novios ni de motociclistas. “A los novios no los seguimos porque los novios no son de nadie” asevera, “sólo lo aceptamos si nos prueban que se van a casar”. Con los motociclistas el problema es diferente. Juan Carlos explica que son muy difíciles de perseguir porque si los siguen en carro se pierden rápidamente y si los siguen en moto se dan cuenta fácilmente.

Cada caso tiene su técnica y para cada uno hay que desarrollar una maniobra diferente.  “Ahorita tenemos un caso complicado.  Estamos persiguiendo a un ciclista”, me confiesa. Entonces tienen que ser ingeniosos, impredecibles, hacer seguimientos esporádicos, coger al blanco desprevenido. “Si la  estrategia no funciona, les ponemos el aparatico”, dice señalando una cosa negra, cuadrada y sin ninguna gracia aparente. El aparatico se llama Track y es un dispositivo GPS que cuesta 700 mil pesos y le permite tener localizados a los infieles.  “Se lo damos a nuestro cliente y él lo coloca en el carro de su pareja”, murmura buscando complicidad. Es por esto que siempre sabe las coordenadas exactas de sus perseguidos. “Antes la profesión era más difícil”, afirma, “le hacíamos seguimiento a una persona con carro, y si se nos perdía en un semáforo, no lo volvíamos a ver. Teníamos que volver a empezar al día siguiente”. En su camioneta hay toda suerte de aparatejos, desde cámaras espías, linternas, binóculos y varios pares de zapatos. Al parecer, los detectives del siglo XXI han cambiado la lupa y los disfraces por chips y satélites.

Juan Carlos empieza a hablar y de repente lo interrumpe un vallenato. Es el timbre de su celular. “Alo…Qué hubo mijito ¿guardó el carro? Ah bueno dejémoslo ahí listo, aguántelo unos quince minuticos a ver si de pronto le sale a pie porque él tiene la manía de dejar el carro ahí y salir para allá. Hágale video, fotografía y le decimos a la ‘profe’ que ahí quedó. ¿Listo?”. Lo llamó uno de los cuatro ex funcionarios del DAS que trabaja con él en su agencia de espionaje. Cada uno se encarga de un caso distinto y se van rotando para no aburrirse.

“¿Cuánto cuestan sus servicios?”, le pregunto con curiosidad. “Nosotros tenemos tres opciones de trabajo: por horas, días y por resultados positivos”, explica Juan Carlos. Los detectives de Infieles Colombia cobran 50 mil pesos la hora, 450 mil pesos el día y la tarifa por resultados positivos varía caso a caso. “Si es en Bogotá cobramos 600 mil pesos por adelantado y después otros 300 cuando entregamos las pruebas” me informa mientras hace los cálculos. Normalmente trabajan en Bogotá o en los pueblos aledaños. Lo más lejos que se han ido es hasta Puerto López, Meta, persiguiendo a  uno de los infieles.

Sus clientes han traspasado las barreras geográficas. “Nos han llamado desde España, Nueva York,  Miami, Londres y Ecuador” señala el detective. La mayoría de estos clientes los buscan para saber cómo se comporta su pareja colombiana pero también para saber quién es esa pareja. “Una vez nos llamó un gringo para saber si su novia que había conseguido por chat era realmente quien decía ser”, me cuenta, “pensaba que era una niña de 18 años y realmente se trataba de una señora de 60”.

Juan Carlos está lleno de anécdotas y cada caso le recuerda a uno anterior. Todos son distintos pero tienen algo en común: “siempre salen positivos”, sentencia el detective. Según su experiencia, cuando se cree que son infieles, efectivamente lo son. Me cuenta que normalmente le pregunta a sus clientes sobre los comportamientos de su pareja: “¿Se peluquea cada ocho días?, ¿Nunca usaba loción y ahora lo hace?, ¿llega con camisas nuevas?” Según él, estos cambios suelen ser un indicio de que algo está pasando.

Llevamos más de una hora en el parqueadero y ya oscureció. “¿Vamos por un café?”, me propone el detective y yo acepto. Llegamos a un bar de tapas en el centro llamado Marandúa. No hay mesas, en las paredes hay estanterías llenas de vinos y en el techo cuelgan jamones ibéricos. “Qué mas, Don Capi”, lo saluda el vendedor. Pedimos dos tintos y continuamos con la conversación. “Hola Don Diego”, lo saluda un señor que va de salida. Yo quedo un poco confundida. “Me gusta cambiar de nombre”, me susurra,  “los detectives siempre tenemos que pasar desapercibidos”.

Para no ser descubiertos, tienen que trabajar con cautela: “yo me cambio de zapatos cuatro veces al día”, cuenta, “acá la gente es muy detallista, muy observadora; uso tenis rojos para empezar el seguimiento pero a la hora me los cambio, si no lo hago la gente empezaría a preguntarse ¿Por qué el tipo de zapatos rojos sigue ahí?”. Juan Carlos es precavido y es consciente de los riesgos que existen en un país como Colombia donde hay muchos personajes peligrosos. “Nosotros somos muy cuidadosos y siempre estamos buscando que den papaya”, afirma, “si vemos que entra a una discoteca nosotros entramos y lo grabamos, pero no llegamos con cámaras grandísimas ni con flash, nosotros llevamos cámaras espías que tienen luz infrarroja”. Todo se trata de aprovechar la oportunidad y de ser paciente.  “Lo más difícil es trabajar con gente que no es detective”, dice, “no les gusta esperar y a los 20 minutos ya se quieren ir. Si tú eres detective, y te gusta la investigación, te quedas hasta la hora que sea”.

* Carolina García es estudiante de derecho y de la opción en periodismo del CEPER. Esta nota fue producida en el curso Laboratorio de medios de la Opción en periodismo de la Universidad de los Andes.

[09.10.12]: Ésta nota fe republicada por la edición web de la revista Cromos.

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Carolina García Arbeláez


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