Delirio: Amores, traumas y el hipopótamo en la habitación
Inspirada en la novela de Laura Restrepo, Delirio retrata el lado más íntimo de una época marcada por la violencia, el silencio familiar y verdades ocultas. Un drama que nos recuerda que los grandes conflictos sociales nunca se quedan fuera de casa.
por
Álvaro Serje Tuirán
crítico de cine y TV
14.08.2025
Toda familia tiene secretos. Temas de los que no se habla, nombres que han sido borrados del álbum familiar y preguntas que sólo se responden con silencios incómodos y miradas esquivas.
Esas verdades ocultas nunca desaparecen, se vuelven cargas que van pasando de una generación a otra, se transforman en deudas o castigos que los más jóvenes heredan sin saber, se filtran en los gestos cotidianos, en las ausencias, en los miedos. Hasta que un día cualquiera, estallan de la forma menos esperada, llevándose todo lo que encuentre a su paso. Delirio, la serie colombiana basada en la novela homónima de Laura Restrepo, es la historia de uno de esos secretos y una de esas familias.
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Delirio cuenta la historia de Agustina y su esposo Fernando, conocido por todos como Aguilar. Él es profesor en una universidad pública colombiana en los años ochenta, con un gran compromiso con las luchas estudiantiles del momento. Ella es un alma libre que ha renunciado a los privilegios de su familia y se dedica a leer el tarot aquí y allá. Cuando se conocen, el flechazo es inmediato y se casan rápidamente. Son una pareja feliz hasta que, luego de un breve viaje, Aguilar regresa a casa y su vida se pone de cabeza cuando encuentra a su esposa en un cuarto de hotel, acompañada de un hombre desconocido y en medio de lo que parece un brote psicótico. A partir de allí, decide hacer todo lo posible por ayudarla a recuperarse pero, para lograrlo, debe esclarecer, no sólo lo que le ha ocurrido en los últimos días, sino los traumas ocultos en el pasado de Agustina y su familia que podrían ser la causa de su estado.
En este punto, la narración se fragmenta y se bifurca, por un lado, seguimos a Aguilar en su ruta por saber lo ocurrido, mientras intenta ayudar a su esposa y, por otro, seguimos los confusos recuerdos y las alucinaciones de Agustina, que nos van revelando el entramado de penas familiares que, poco a poco, vamos entendiendo como el origen del “delirio”. La serie se mueve entonces entre el thriller psicológico, el drama familiar y un comentario social a la Colombia de los ochentas. Al final, nos plantea una reflexión sobre el peso del pasado y lo que pasa cuando se corre el velo de la intimidad de la que podría ser cualquier familia “de bien”.
Esta producción, dirigida por el colombiano Rafael Martínez, director de El piedra, y el chileno Julio Jorquera, quien ya había trabajado en Colombia dirigiendo varios episodios de Noticia de un secuestro, fue coescrita por Andrés Burgos, autor de series nacionales como Primate y Cochina Envidia, y Verónica Triana, que escribió algunos episodios de El secuestro del vuelo 601 y la telenovela La luz de mis ojos. Está protagonizada por Juan Pablo Raba, Juan Pablo Urrego y Estefanía Piñeres. Ellos encarnan las tres esquinas de un triángulo amoroso que funciona como el corazón del relato. Precisamente, uno de los aciertos de Delirio está en su elenco protagónico. El carisma en pantalla de los tres actores y la química entre ellos logran sostener muy bien la historia. Tal vez, el desafío actoral más complejo recae en Piñeres, que debe interpretar un personaje que camina por una frontera difusa entre la lucidez y el desvarío. Actuar estados mentales alterados es una tarea especialmente delicada, es fácil caer en la exageración o la caricatura. Sin embargo, Piñeres logra hacerlo muy acertadamente, con una interpretación cargada de fragilidad, ternura y misterio. Su presencia conmueve y nos lleva a empatizar con el personaje sin caer en convencionalismos.
Otro aspecto destacado de Delirio es su propuesta visual. El arte y la fotografía saben integrarse con la narrativa, creando imágenes que logran transmitir el mundo interno de los personajes. Los paisajes espectrales y las imágenes oníricas retratan los estados alucinatorios de Agustina, claroscuros para mostrar la intensidad de las emociones de Aguilar y Midas o cierta calidez en los momentos de felicidad e intimidad, así como marcadas texturas para dar forma a la persistencia de la memoria. El diseño de arte y el vestuario, reproduce una Colombia de los 70 y 80 bastante convincente y familiar, se siente como mirar el álbum de casa y eso, sin duda, hace que la serie conecte mejor con el espectador. Sin embargo, el relato puede decaer por momentos debido a la reiteración de algunas metáforas visuales, como el uso de los insectos que, aunque son muy potentes, se vuelven repetitivas y agotadoras. Esto, sumado al montaje fragmentado, los saltos temporales y algunas líneas narrativas que no cierran del todo, hacen que la narración pueda resultar confusa por momentos. Sin embargo, esto no afecta la fuerza del relato y el resultado sigue siendo entretenido, especialmente por la intensidad de sus personajes, más que por el desarrollo de la trama.
Delirio nacional
Finalmente, uno de los elementos más interesantes de Delirio es la manera en que funciona como un retrato del país. El drama social de la época, los inicios del narcotráfico y la violencia en las calles, son el marco perfecto para la historia. Al igual que Agustina, en esa época, el país tuvo que lidiar con decisiones de las que preferimos no hablar, centenares de familias de todos los estratos sociales abrieron sus puertas a la economía ilegal, aprendiendo a convivir con la violencia y la oscuridad del negocio, como si fueran parte de la vida cotidiana.
Otras producciones como Pájaros de verano o The Smiling Lombana ya han explorado cómo esa economía de lo prohibido se filtró en los hogares y negocios de la clase media colombiana. Y aun así, queda mucho por decir. Todavía hay páginas ausentes en el álbum familiar, y la narrativa, ya sea en tv, cine o literatura, encuentra allí un terreno fértil para contar y confrontar al país y sus fantasmas del pasado. Queramos o no, tal vez el narcotráfico se ha convertido en nuestro gran relato de nación, y escapar de eso se hace cada vez más difícil. En ese sentido, Delirio, logra mostrar otro lado de esa violencia, uno más relacionado con la manera en la que los conflictos sociales afectan la intimidad personal y familiar, un drama menos estruendoso, si se quiere, pero igual de desgarrador.
El escritor cartagenero Gerardo Ferro, en su ensayo La muerte del obrero y la literatura de la neo-violencia, analiza la representación de la violencia en la novela de Paul Brito y otros títulos. En su texto, antes de entrar en el análisis de la obra, Ferro describe con detalle una foto publicada en el diario El Espectador en 2014: la foto es de una niña que hace tareas en la sala de su casa, mientras a su lado, a menos de un metro, un hipopótamo bebé la observa. La imagen, comenta Ferro, podría inspirar ternura al verla por primera vez, “pero cuando la mascota resulta ser la cría de los hipopótamos que Pablo Escobar mantenía en Nápoles, dados a la fuga tras la muerte del capo y el consecuente deterioro de la hacienda, el idilio inicial se transforma. ¿Pasa a ser entonces una fotografía de nuestra violencia?”, se pregunta el autor. “Y en ese caso, –agrega– ¿dónde está la sangre, dónde los cuerpos desmembrados y abaleados?”. En Delirio, el narcotráfico, y la violencia, funcionan como ese hipopótamo que entró a casa sin avisar, que se plantó en medio de una familia con su presencia imponente y silenciosa, afectando todo lo que le rodea, volviéndose parte del paisaje emocional y doméstico, aunque sepamos que no pertenece allí o decidieramos mirar hacia otro lado.
En la serie, esa presencia persistente de lo no revelado, se vuelve casi literal, el abuelo de Agustina escucha todo el tiempo un murmullo invisible que lo desgasta hasta el borde de la locura. Ese sonido, incesante, funciona como una metáfora de un país que no puede apagar el ruido de su propia historia. Porque al final, el delirio no es solo de Agustina, es un síntoma colectivo, una memoria que desborda las paredes de las casas y los álbumes familiares, un síntoma de secretos que se han guardado por mucho tiempo y de un pasado que no se revisa, ni se elabora. Como ella, seguimos viviendo atrapados en los ecos del trauma y la repetición del “de eso no se habla”. Un país que intenta seguir adelante, pero que aún debe aprender a lidiar con el peso de un animal imposible, apostado en la sala de la casa.