Por: Fiuri*
“Enano, busca un disco como blanquito con azul y negro. Es de una banda inglesa que se llama Radiohead. Estoy seguro de que te va a encantar. Ponlo desde la segunda”.
Recuerdo vívidamente cuando escuché por primera vez una canción de mi banda de rock favorita. Mis papás acababan de divorciarse y, como siempre cada 15 días, estaba pasando el fin de semana en el apartamento de Papá. Estábamos probando la última receta que había aprendido en las clases de cocina en las que se había inscrito para lidiar con su tusa. Mientras se encargaba de la carne, yo cortaba las verduras y ocasionalmente me acercaba al equipo de sonido para adelantar canciones o cambiar de disco. En ese momento los iPods todavía eran una novedad carísima.
Me acerqué a la enorme biblioteca en la que guardaba cuidadosamente sus tesoros musicales, saqué el disco, lo metí, le puse play desde la segunda canción y me senté en la sala a esperar a deleitarme, como siempre sucedía cuando Papá me recomendaba algo nuevo.
“Ush, ¿cómo se llama esta canción? ¡Está increíble!”
“Paranoid Android. Es buena, ¿no?”
“Sí… No entiendo muy bien lo que dice el señor, pero me encantan las guitarras y ese ritmo todo encontrado de la parte en la que entra el piano eléctrico. ¡Gracias por mostrarme esta banda, Pa! De mis amigos, soy el que oye la música más chévere. Eso es porque toda es tuya”.
“Tú eres mi fotocopia”, respondió después de besarme la cabeza.
Él fue mi héroe hasta hace muy poco. Siempre lo vi como el Papá más chévere, el que escuchaba de todo, el que manejaba carros viejos, el que velaba por la salud de los trabajadores para que el país fuera mejor, el que hacía la mejor pasta, el que cantaba lindo, el divertido, el librepensador, el más culto. Cuando era pequeño –o incluso adolescente– y pensaba a futuro, decía que quería ser como él.
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Recuerdo muy bien el día en el que me di cuenta de que había matado a mi padre.
Acababa de llegar a su casa para almorzar. La ocasión era especial porque, después de semanas de no vernos ni hablarnos, había escuchado los consejos de mi hermano y Mamá y me había propuesto hacer las paces. Llevábamos más de un año de incomodidad porque peléabamos mucho, según él “por bobadas”. Y yo, hasta cierto punto, estaba de acuerdo. Por lo que había podido sacar de mis reflexiones de ducha, el problema se reducía a que me incomodaba que no entendiera que estaba muy ocupado con mis últimas materias de la universidad y, después del grado, con el reto de mi primer trabajo serio, y que siguiera insistiendo en que nos viéramos “como cuando nos amábamos”.
Mientras su esposa hacía el almuerzo, nos sentamos en la sala a escuchar música, adelantar rulo y comentar lo que había salido en el periódico de ese domingo.
“¿Viste que el viernes drogaron y violaron a una vieja? ¡Malparidos!”
“Sí vi. Lo leí esta mañana. Terrible. Pero, no sé, por ahí escuché que estaba como pasada de copas y, además, ligera de ropas”, dijo mientras me pedía con la mirada que aprobara su chiste.
“¿Y eso qué tiene que ver? Eso no es chistoso, pa”
Pues, enano, que dio papaya. Nada justifica una violación. Pero, no sé, me parece que las niñas de hoy en día se están tomando su sexualidad muy a la ligera y están excediéndose con las drogas y el trago. Es increíble que una universitaria se ponga a sí misma en una situación como esa. Uno entiende que eso pase en Ciudad Bolívar o en Kennedy, ¿pero en el norte?
En ese momento el almuerzo estuvo listo. Nos sentamos y vaciamos los platos rápido y casi sin musitar palabra. Él supo que su comentario me había molestado muchísimo, pero no se disculpó. Al fin y al cabo, no quería pelear “por bobadas”.
Cuando terminamos de apilar la loza en la máquina lavaplatos, me inventé cualquier excusa, agarré mis cosas y salí corriendo para que no me viera llorar.
Ya sentado en el SITP, después de haber ignorado la pestaña de Whatsapp que insistentemente me pedía perdón, me quité los audífonos que estaban toteando el último disco de Radiohead y me puse a pensar.
***
No soy psicólogo, ni filósofo, ni médico, pero siempre me causó curiosidad lo que Freud decía sobre la etapa del adolescente en la que este deja de ver a sus padres con ojos de niño y, desde su fresca adultez, devela sus defectos y los racionaliza. Se supone que en algún momento de mi adolescencia me di cuenta de que mis parientes eran de carne y hueso y que, de hecho, eran capaces de errar, de hacer daño, de no tener una respuesta para todo. Sin embargo, no fue sino hasta hace muy poco que vi con claridad que me faltaba el golpe de gracia, que la idealización de mi papá había estado agonizando en mi cabeza durante años.
Yo, de hecho, sí soy su fotocopia. Hablo igual, tengo sus ojos, comparto con él muchos gustos y aficiones que me han construido como persona y, en gran medida, he formado mi autoestima a partir de nuestro parecido intelectual (todavía considero que él es la persona más inteligente que conozco). Matarlo fue muy difícil, sobre todo porque también implicaba matarme a mí mismo y reinventarme. Fue como romper un espejo a mano limpia y que no me dolieran las manos, sino la cara.
Ese día hablé con mi Mamá de lo que había pasado y le pregunté, desorientado, por qué me daba tan duro. Después de un par de horas y varias lágrimas, concluimos que era muy importante y curativo verme en el espejo roto y tratar de “matar”, a través de acciones cotidianas, a ese macho que llevo dentro. También concluimos que, a pesar de que los individuos actúan y piensan, en gran parte, por motu propio, no todo lo que piensan y dicen es su culpa, no lo hacen “de malos”.
Puede que sea igualito a mi papá, pero eso no significa que vaya a replicar en mi vida los micromachismos en los que él incurre.
Al fin y al cabo, yo tengo la fortuna de haberme encontrado con el feminismo, de haberlo entendido, de tener una Mamá y una novia que me empujan a ser un mejor hombre. Él, en cambio, tiene el infortunio de haber nacido hace décadas en un país tan machista como Colombia y de vivir en su contradicción, creyendo ser un librepensador y, al mismo tiempo, reproduciendo lo que en ocasiones él mismo critica.
Todavía sigo sin poder hablar con él. Llevo meses sin siquiera mandarle un mensaje por Whatsapp, pero creo que haber escrito esto me va a dar las fuerzas necesarias para aparecérmele con algo rico de comer, un buen disco y la voluntad para limar asperezas. “Yo sigo amándote y admirándote profundamente, pero no con ceguera”: eso es lo primero que quiero decirle a Papá.
* Fiuri es un machista en proceso de deconstrucción y un feminista en proceso de construcción. Estudió antropología, pero francamente le parece que lo que uno estudió no importa para nada. Uno articula su discurso con lo que tiene, y es igual de válido. Todo feminismo es bienvenido.