“Hágame el favor y me respeta”, gritaba Ana. Pero Natalia parecía no escucharla. Seguía saltando, bailando, diciendo:
-Vea profesora, ahí vienen los ladrones.
-¿Ladrones? ¿Cuáles ladrones, Natalia? Aquí no hay ladrones por ninguna parte.
Los demás estudiantes aprovecharon la ocasión para burlarse de la nueva profesora. “Sí, profe, los ladrones, ¿no los ve?”. Ana no aguantó el caos. “Me rindo”, les dijo con voz entrecortada y salió a buscar ayuda.
–No vaya a llamar al coordinador-, la interrumpió uno de los alumnos– Lo que pasa es que Natalia está drogada.
Ese día de julio de 2011 Ana Judith Castilla supo que sus años de maestra en la provincia no la habían preparado para serlo en Bogotá, la ciudad más grande y poblada de Colombia y con el sistema de colegios públicos más complejo y diverso del país. Natalia había llegado drogada a su clase: por eso alucinaba, decía incoherencias y los demás trataban de ocultar lo que pasaba siguiéndole la cuerda.
No llamó al coordinador ni buscó ayuda. Decidió que lo correcto sería avisar a la mamá de Natalia, hablarle de la situación e intentar encontrar las razones que llevaban a una niña de sexto grado y doce años a consumir drogas. Cuando vio llegar a la mamá decidió no preguntar nada. Con solo mirarla entendió que a Natalia le hacía falta amor en su hogar y que la señora no tenía cara de querer tener una conversación sobre su hija.
Ana no pudo evitar extrañar a sus antiguos estudiantes. “En Cúcuta la situación con los muchachos también era difícil pero nunca había tenido alumnos drogados en mi clase”, cuenta Ana. Ahora estaba en Bogotá porque en Cúcuta, su ciudad natal, un estudiante amenazó con matarla por haberlo rajado. La Secretaría de Educación la trasladó a la capital intentando protegerla. Llegó a trabajar en un colegio ubicado al sur de la ciudad, en la localidad Rafael Uribe Uribe. Este primer incidente con Natalia la dejó llena de temores y sólo era el principio.
El problema empezó a crecer. Notó que otras tres niñas tenían actitudes muy extrañas. Luego ya no eran tres, sino diez las que bailaban, saltaban y hasta veían monstruos en medio de la clase. Todas giraban alrededor de Natalia. “Eran como una red, se pasaban papelitos y se cuidaban entre ellas”, recuerda Ana. Desesperada, le pidió asesoría a sus compañeros de trabajo quienes le dijeron que era normal, que lo mejor es que se mantuviera al margen. La sorpresa de la recién llegada por lo que ocurría en el colegio les pareció inusual.
Como Ana insistió en lo preocupante del asunto, el coordinador la nombró directora suplente del curso de Natalia. Desde su nueva posición, Ana le dedicó más tiempo a hablar con las niñas sobre la importancia de la auto-estima. Pronto algo empezó a cambiar. Las jóvenes empezaron a buscarla para contarle muchas cosas que retratan de manera cruda el pasado con el que cargan muchos niños en el sistema escolar público.
La primera fue Valentina. Le dijo que le iba a contar algo y le advirtió que era un secreto. Se sentó, cruzó las piernas como si fuera a hacer yoga y habló. Parecía una adulta disfrazada de colegiala. Valentina, de 11 años, no conoció a su papá sino hasta cumplir seis años, cuando él se presentó en la casa y dijo que quería acercarse a su hija. Días después volvió por ella y le dijo a la mamá que la llevaría a conocer a la abuela. Llegaron a la casa, pero no había nadie. La acostó en la cama y empezó a tocarla.
-Y me violó, profe.
–¿Te tocó solamente o fue una violación-violación?- preguntó Ana con torpeza.
–Violación-violación- contestó Valentina agachando la cabeza-. Pero yo estaba bien hasta que le conté a mi mamá.
La niña nunca le había confesado a la mamá lo que el papá le había hecho, porque después de ese día el señor no había vuelto a aparecer. El problema fue que regresó y la mamá pretendía obligarla a acercarse a él. Por eso tuvo que contarle, pero no le creyó.
La situación con la mamá llevó a Valentina a acercarse cada vez más a su amiga Natalia y a consumir droga como ella. Al final de la charla, Ana, llorando, solo fue capaz de preguntar si le podía dar un abrazo. Valentina asintió con la cabeza.
Luego fue Erika quien le habló a Ana. Le contó que su mamá vendía pasteles y que el dinero no le alcanzaba para casi nada. La única forma de tener lo necesario para subsistir en la casa era seguir aguantando que la explotaran. Eso le decía la mamá, que desde que su hija cumplió diez años, sale de la casa para que la niña se prostituya con tipos que pagan todo. Uno de ellos está esperando que Erika crezca un poco para irse a vivir con ella.
–Profe, Natalia y ahora usted son las únicas que saben esto–, enfatizó Erika durante la conversación.
En los días siguientes, Ana siguió escuchando historias de niñas con familias descompuestas. Historias protagonizadas por madres erráticas y ausentes. Ana sentía que las palabras se escapaban cada vez que las necesitaba para las niñas. Nunca supo si dijo lo que debía o si actuó correctamente. Escuchó mucho, pero nunca escuchó a Natalia. De todas las niñas que parecían consumir drogas, ella fue la única que jamás quiso acercarse. La razón la supo algún tiempo después.
Natalia era quien vendía la droga a sus amigas. El padrastro y la mamá le asignaron ese oficio. Por eso nunca hablaba, todas la cuidaban, le temían y la respetaban.
El año escolar terminó y Ana, al despedirse de sus estudiantes, se sintió impotente. “Uno no debería ser mamá y profesora al mismo tiempo”, afirma Ana. Ser mamá la hace temer por su hija con cada historia que escucha. En todas ve a “su nena” pidiéndole ayuda.
Afuera del salón de Ana, el ruido ha sido una constante. Los profesores se la pasan en pugnas permanentes. Cuando no es por la implementación de la jornada única, es una batalla con la rectoría. La alcaldía, preocupada por la preparación de los docentes, se inventa casi a diario capacitaciones de mil cosas: matoneo, construcción de paz, arte en contra del conflicto o pedagogía del amor. Y mientras los profesores se capacitan, los estudiantes están solos en las aulas, en los pasillos, en las calles.
Natalia y algunas de sus amigas fueron expulsadas del colegio. Hoy, ni Ana, ni el sistema educativo, saben qué pasó con la vida de esas niñas. De las diez quedaron cinco. Cinco que siguen ahí, por ahora. Ellas cuentan que las que salieron se acuestan con cualquiera a cambio de droga. Algunas ya están embarazadas.
Ana quisiera escucharlas de nuevo.
Nota del editor: Los nombres de las estudiantes han sido cambiados para proteger su identidad.
*Mariángela Urbina Castilla es estudiante de Comunicación social con énfasis en periodismo en la Universidad Javeriana.