Mientras la ciudad avanza, el transporte público rueda en reversa. Dejando de lado el milagroso Transmilenio, el resto del transporte colectivo -que cubre la mayor parte de la ciudad y mueve más pasajeros- sigue en manos de chóferes de volqueta y de empresarios millonarios y anacrónicos.
La primera dificultad de tomar un bus en Bogotá es subirse. Cuando en Bogotá se levanta el brazo con ese gesto universal para pedir una parada, aquí el bus sólo disminuye la velocidad. Usted tiene que tomar impulso y agarrarse de una varilla o un pedazo de puerta y encaramarse. Para ello se necesita no sólo coordinación y velocidad sino empuje: el primer peldaño de la escalerilla es casi tan alto como el de un tractor. Por eso uno siempre agradece la fortuna de que a veces el bus se orille hasta el andén.
Una vez logra uno izarse hay que pasar por una registradora que contabiliza el número de pasajeros. Ese conteo no se hace para estadísticas de demanda y oferta de rutas que puedan mejorar el servicio, sino para que el conductor robe con dificultad al empresario. A mi esas registradoras siempre me han parecido una maravillosa metáfora de la aventura se transportarse en Bogotá. Las registradoras son como ruedas de la fortuna donde uno pasa, paga y acepta entregar su destino al azar. Que el conductor cumpla con la ruta es una apuesta que no está garantizada. Hoy en día los buses toman atajos por barrios residenciales donde las calles no están hechas para soportar su peso. Las casas trepidan, el pavimento se raja.
Después, una vez adentro, viene el dilema de escoger el puesto menos sucio: cuando no es uno de esos asientos en tapiz de lana con costras de grasa o chicle, es el que no tenga los residuos de un almuerzo a las carreras o lo devuelto por las vísceras de un viajante matutino sometido al hipo del arranque y el frenazo. Una vez ubicado, usted se sienta, respira como un héroe, y contempla el paisaje por una ventana esmerilada en polvo. Afuera se ven las caras felices de quienes viajan caminando o pedalean en la bicicleta.
El viaje puede transcurrir de dos formas: o el conductor está haciendo pereza mientras se fuma un cigarrillo y llena el bus con parsimonia, y usted llega tarde a su cita; o el conductor viene haciendo carreras con otro bus que cumple la misma ruta, y en ese caso usted llega temprano pero asustado. Esta última modalidad es la más frecuente. Y la más peligrosa.
A mucha gente le molesta que el bus exceda los límites de velocidad de la ciudad y del sentido común, y en otras épocas algunos pasajeros se arriesgaban a protestarle al conductor. Hoy en día eso es imposible. Los empresarios blindaron las cabinas con chapas, vidrios y rejas, dejando apenas un orificio por donde solo caben las monedas del pasaje. Se dice que esa precaución es para proteger al conductor del hampa que, haciéndose pasar por pasajera, se llevaba “el producido” a punta de revolver y cuchillo. Viendo el comportamiento de muchos chóferes, yo opino todo lo contrario: la cabina se hizo para proteger al pasajero del conductor.
Cómo el conductor ya no escucha los temores de sus pasajeros, las empresas añadieron al ajuar decorativo de toda buseta (carritos en miniatura, luces destellantes, fotos de mujeres desnudas y CDs colgantes) una calcomanía con una línea de servicio al cliente en la que no se lee sino que se adivina un supuesto numero para recibir las quejas. “-ómo –onduz-o? -el: 235-6-9.” La mayor parte de las letras y los números han desaparecido por efecto de una uña ociosa. ¿Será acaso la uña del pulgar del conductor?
Otra de las calcomanías que recientemente adornan el interior de los buses es ese logo universal que muestra un hombrecito en silla de ruedas sobre un fondo azul y que señala el puesto reservado a los discapacitados. No se si a la empresa que se lo ocurrió este alarde de civilización lo hizo por ignorancia o por una suerte de humor macabro. No creo que jamás un discapacitado logré superar los obstáculos ya señalados (las escaleras anti-ergonómicas, el paso de la registradora, etc.) para llegar hasta uno de los puestos. Ni siquiera los capacitados lo logramos sin dejar parte de nuestra dignidad en el camino.
Sin embargo tanta barbarie en el transporte público bogotano tiene un inesperado efecto civilizador. Arriesgar la vida en comunidad despierta un sentimiento que no se ve en los sistemas de transporte de Estocolmo, Londres, París o cualquier otra capital del llamado primer mundo. Ese sentimiento se llama solidaridad. En Bogotá la solidaridad entre pasajeros es abundante y se expresa de diferentes formas.
Cuando una mujer con un bebe de brazos o una anciana timbra para bajarse, suele acompañar el descenso del clamor “¡un momento, por favor!” Esto, porque con frecuencia el chofer acelera antes de que el pasajero haya puesto los dos pies en tierra firme. Cuando esto ocurre, los demás pasajeros se solidarizan y chiflan o golpean las latas de la carrocería para que el bus se detenga por completo.
En otras ocasiones, los que van incómodamente sentados se ofrecen solidariamente a cargar los paquetes, maletas y carteras de los desconocidos que viajan de pie. Esto no sólo para aligerar la carga de quién no consiguió un cojín, sino sobre todo para liberarle las dos manos -insisto, las dos- que deben ir siempre bien agarradas de las varillas de aluminio o de las cabeceras de los asientos. Si aún tuvieramos el rabo de los micos, lo recomendable sería enroscarlo en algún tubo. De lo contrario el pasajero se expone a salir expulsado por el corredor en uno de los zarandeos que ocasionan los frenazos imprevisibles o las maniobras abruptas.
Por último está la solidaridad vestida de galán. Cuando por fin el bus se detiene para que se baje la carga, y una fila de pasajeros evacuan como mejor pueden, casi nunca falta el caballero que después de bajar se voltea rápidamente para ofrecer su mano a una dama, usualmente en tacones, que trata de posarse delicadamente en el asfalto. El caballero la sostiene mientras ella alarga la pierna y da ese paso que la ponga por fin en el piso, a salvo. Un paso que cualquiera que haya montado en una buseta, sabe que no pude ser menos que una victoria.
Todos rezamos para que Transmilenio siga creciendo. Pero mientras tanto los ciudadanos que nos movemos todos los días en el otro transporte público, en el precario e indigno mundo de buses, buseta y colectivos, esperamos que alguien, tal vez un alcalde o un secretario de tránsito, se apiade de nosotros.