Lo de Barranquilla –lo de Soledad y lo de Santa Rosa del Sur, en Bolívar– duele.
Me duele a mí.
Acá.
Me duele acá en ese lugar que no se puede señalar con el dedo.
Me duele porque fue la ciudad en la que viví la vasta mayoría de mi vida. Donde fui al colegio. Donde hice amigos. Donde viven mis padres y donde nació mi hermano. Al final la verdadera patria es donde te raspaste las rodillas al caer de tu bicicleta.
Me duele porque en los noventa, cuando en las otras ciudades «grandes» de Colombia llovían bombas, Barranquilla vivía una paz extraña. Barranquilla, la ciudad de mi infancia, fue un paréntesis dentro del que supo ser el país más violento del mundo.
Me duele porque salir de Barranquilla en esos años violentos me llenaba de pavor. Bogotá y sus noticias de bombas y atentados. Cali y los secuestros y los muertos. Medellín y las motos asesinas y los capos y la guerras de gatillo. En Barranquilla tuve una infancia como la de mis padres: una infancia que viví en los parques y en las que lo más miedoso que podía pasarle a cualquier niño era intoxicarse con un raspao comprado en la calle.
Barranquilla –la mía, la de mi abuelo y la del suyo– es una nostalgia.
Hablo por supuesto desde el privilegio, desde los recuerdos del niño clase media que fui. Decir que Barranquilla no ha tenido problemas sería insensato: en Barranquilla se ha enquistado la política dañina, ha sido tierra de caciques, de tres o cuatro apellidos que la han gobernado a su conveniencia. Barranquilla, en fin, sigue siendo una ciudad en la que los ricos son tan ricos y los pobres mueren en las calles. Barranquilla, digo, vive con una violencia urbana que, según cifras de la Fip, en 2015 superó el promedio nacional de muertes violentas con 35 seres humanos asesinados por cada cien mil habitantes. La cifra apenas bajó a 32 el año siguiente. El 64 % de esos asesinatos estuvieron concentrados en un 9 % del territorio de la ciudad. Podríamos hablar de dinámicas violentas propias de pandillas, de violencias asociadas al narcotráfico.
Y hoy, en cambio.
Este artículo de la Red Caribe de la Silla Vacía es claro: “se hace necesario aceptar que en Barranquilla sí hay presencia de Grupos Armados organizados”. Y continúa: “a pesar de que en Barranquilla la guerrilla y los paramilitares operaron activamente por medio del Frente Urbano Kaleb Gómez Padrón del ELN, la red Urbana José Antequera de las FARC-EP y el Frente José Pablo Díaz de las AUC, (…) organizaciones de narcotraficantes han llegado a la ciudad por su dinamismo económico y comercial (fundamental para la captura de rentas y acceso a bienes y servicios) y también por su privilegiada condición de puerto marítimo y desembocadura del río Magdalena”.
El problema es que la primera víctima de una bomba, de un atentado, es la certeza de un pueblo.
Barranquilla –la mía, la de mi abuelo y la del suyo– es una nostalgia. Una foto del barrio El Prado envejecida. Un recuerdo de una ciudad que pudo haber sido cosmopolita. Una ciudad con mar y río que hoy empieza a llenarse de todo lo que no había sido.
Este fin de semana murieron cinco policías y 38 más están heridos. Murieron como víctimas del terrorismo. Los atentados de este fin de semana no son un esfuerzo por eliminar individuos particulares sino de herir a toda una ciudad, de cicatrizarla y doblegarla ante el poder superior de la violencia.
El problema es que la primera víctima de una bomba, de un atentado, es la certeza de un pueblo. Y dentro de esos escombros aparecerá el miedo y el oportunismo político y los mercaderes del terror que trinarán acusaciones rabiosas en busca de votos despavoridos. Llegarán los dedos acusadores y las desconfianzas. Llegará, en fin, el estupor del terrorismo: la contaminación de la calma.
Barranquilla me duele.
Me duele a mí porque tambien le duele al resto de los barranquilleros.
Me duele acá en ese lugar que no se puede señalar con el dedo.
Pero porque me duele renuncio a la calma. Renuncio al estado eterno de la lamentación y renuncio a la idea de que no hay nada que podamos hacer.
En cambio me acojo al rechazo activo por esas cinco muertes y esos 38 heridos.
En cambio prefiero entregarme a la indignación.
Lo hago porque hoy más que nunca me duele Barranquilla.