«La ligera avioneta descendió casi verticalmente sobre las ruinas del edificio que minutos antes de la explosión elevaba su mole sobre las aguas obscuras del Magdalena»
José Antonio Osorio Lizarazo, Barranquilla 2132.
El problema de leer en el 2012 un libro escrito en 1932 sobre el 2132 es que uno no sabe de qué lado ponerse. Barranquilla 2132 narra la aparición de un hombre del pasado en en una ciudad futura presa de una crisis terrorista. Mientras se pasea por las calles de la Barranquilla del futuro y por el asombro de su protagonista, la mente de un lector contemporáneo, al que Hollywood le ha instalado un sistema de entendimiento binario (buenos y malos, terroristas y héroes), lucha por aferrarse a algo de esta novela de ciencia ficción escrita hace 80 años por el bogotano José Antonio Osorio Lizarazo y reeditada en 2011 por la pequeña editorial Laguna Libros, junto a otros dos textos colombianos del mismo género.
Por instinto, un lector contemporáneo querrá ponerse del lado del Dr. Juan Francisco Rogers en el momento en el que aparece en escena en el imaginado puerto sobre el Caribe, dormido (¿congelado?) dentro de una cápsula del tiempo y sepultado en un edificio antiguo: «me he sepultado voluntariamente para comprobar un experimento extraordinario», asegura el Dr. Rogers, «permaneceré en mi sepulcro durante un tiempo indefinido, hasta que en una edad cualquiera, alguien descubra mi refugio». Esa edad cualquiera es el año 2132; una era marcada por la austeridad y el ascetismo (es decir, el tipiquísmo futuro que todos imaginaban antes de que George Lucas popularizara el futuro sucio y decadente que prima hoy en el imaginario colectivo).
Uno, como lector, no lo piensa dos veces, confía en la bondad de los extraños y se aferra a la mano del Dr. Rogers como un niño que ha leído demasiadas veces el cuento de Hansel y Gretel se aferra a la mano de su padre en lugares públicos. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Para uno, la Barranquilla de 1932 (de donde viene el Dr. Rogers) está a la vuelta de la esquina. Al menos más cerca que la Barranquilla del 2132, en la que la gente habla justamente lo necesario, donde la razón prima sobre cualquier cosa y donde comer es un acto burdo que debe hacerse a escondidas. Por supuesto que uno quiere conocer ese extraño mundo de la mano de Rogers: y es que si alguien, en 1932, es capaz de encontrar la manera de congelarse para ser revivido en el futuro, seguro será un guía asombroso.
Pero Rogers –eso hay que apuntárselo a Osorio– es humano. Aunque al principio lo posee un interés científico casi de caricatura que propicia párrafos eternos sobre el sistema de ondas a través de las cuales se puede enviar una carta desde una máquina de escribir o de como las avionetas que han reemplazado a los carros tienen mecanismos que las hacen efectivas y silenciosas; pronto, Rogers se empieza a sentir solo y un poco aberrado por el futuro. «Jamás había una simple expresión metafísica,» nos asegura Rogers, «ni alusiones al espiritualismo, ni al más allá, ni a religión alguna (…) El arte se había rebajado al suprimir de su interpretación toda tendencia puramente contemplativa. El amor era ahora el más trivial de los contratos, la más vulgar de las amistades: y como consecuencia de ella, la capacidad admirativa había desparecido». Rogers le aterra que las mujeres ya no sean adoradas –»como si ya no estuvieran un pedestal»– y la idea de que trabajen y se vistan como los hombres le parece absurda. Y está bien que lo haga. Uno, eventual visitante del futuro, también estaría confundido y aturdido. El problema es que uno, lector contemporáneo, está en la mitad del camino entre Rogers y el 2132; y no necesita a un humano desactualizado y medio godo como guía en el futuro.
Es entonces cuando uno se aferra a J.Gu., una de las personas que descubre a Rogers en su cápsula del tiempo y que se convierte en su confidente (algo tremendamente extraño en la impersonal Barranquilla del 2132). Uno siente que debe estar de lado de J. Gu., a quien uno poco conoce gracias a los privados modales de los barranquilleros del 2132, cuando habla con desencanto y terror de los excesos del siglo XX, de las guerras, de los absurdos sociales, de las enfermedades anacrónicas… En teoría, la buena ciencia ficción es la que coge algo del presente y lo proyecta en el tiempo. Si eso es verdad, J. Gu. es uno, lector, pero en el futuro. Y debe ser: la forma en la que habla del siglo XX es claramente lo mismo que diría cualquier persona del siglo XXI, pero con más conocimiento de causa. Son las mismas preocupaciones del hombre moderno, solo que decantadas. Pero justo cuando J. Gu parece estarle hablando a uno al oído, cuando uno siente que él es uno en la historia de Osorio, justo entonces empieza a disculparse para poder ir a encerrarse a comer a un lugar oscuro. Y es que otra cosa que hay que apuntarle a Osorio es que, si eso de que en la ciencia ficción el futuro es una proyección del presente es cierto, entonces ese futuro debe ser igual de ridículo a nuestros tiempos.
¿Pero entonces que hace uno si no puede identificarse con ninguno de los dos protagonistas? ¿Hay algún plan B? Una opción sería tratar de encontrarse a uno mismo en el alma de Barranquilla, pero una terrible crisis en el año 2000 la destruyó casi por completo. Otra opción es ponerse de lado de Osorio Lizarazo. Entonces uno googlea su nombre y se encuentra con que este bogotano nacido en 1900 fue primero un gaitanista aguerrido, redactor del gaitanista periódico La Jornada. Sobre la muerte de su gran amigo Jorge Eliecer escribió un libro llamado Los días del odio y sobre la Bogotá de bajo registro (de bares, putas y borracheras) escribió muchas columnas. Este cuentista, crítico, escritor y periodista, que trabajó como redactor y director de varios periódicos (El Heraldo, La Prensa), por cosas de la vida, terminó viviendo algún tiempo en Buenos Aires en donde se convirtió en un colaborador del gobierno de Perón. Y más aún, algunos años más tarde, el gaitanista luego peronista terminó aterrizando en República Dominicana, donde se volvió colaborador y redactor del periódico oficial del régimen del pérfido dictadorsísimo dictador Leonidas Trujillo. Luego de esa corta googleada uno se de cuenta de que Osorio Lizarazo estuvo más confundido que uno. Luego de conocer sobre el autor de esta novela, uno prefiere hacerse el bobo y barrerlo debajo del tapete. Porque incluso Lizarazo empieza a ser parte de la confusión…
Pero esta confusión es precisamente lo que hace que uno recorra, lleno de curiosidad, las páginas de este libro. Osorio logra que su lector contemporáneo –es difícil adivinar cómo habrá sido la lectura de un lector de 1932– no tome partido y pueda quedar ensanduchado entre una cosa y la otra. El libro produce un corto circuito del sistema binario en el que pensamos hoy en día y lo deja a uno flotando en el gris de la mitad. Uno pasea por los pasajes de este libro y lo ve todo un poco igual, como se vería una ciudad del futuro vista desde una avioneta común que recuerda a los antiguos y restrogrados carros de cuatro ruedas.