[N. de E.] Esta historia hace parte del especial Abortar en Colombia: cinco historias, que recoge las historias y visiones de cinco mujeres en torno al aborto. Son una muestra, pequeña, de lo difícil que es abortar, empezando por tomar la decisión, de las luchas que se están dando para legitimarlo como derecho y de las barreras que persisten para garantizarlo.
En agosto de 2016, con 20 años recién cumplidos, Andrea iba en la mitad de la carrera de Trabajo Social. Había sido la primera de su familia (su mamá, su padrastro y sus cuatro hermanos) en entrar a la Universidad. Por eso, con mucho esfuerzo, ellos le ayudaban a pagar los 5 millones que costaba el semestre. Siempre había sido la más juiciosa y el orgullo de su casa.
Julián era su novio de toda la vida. El primero y el único. Luego de cinco años de relación, seguían muy enamorados. Tenían planes, incluido, en algún momento y con las condiciones económicas adecuadas, tener un hijo. Pero por ahora, su meta era terminar la universidad. Ya el tiempo les daría la posibilidad para alcanzar todos sus sueños. Sin embargo, y pesar de contar con toda la información necesaria para hacerlo, nunca planificaron y pasó lo inevitable: Andrea quedó embarazada.
“Mi mamá me había advertido que, si estaba embarazada, no me pagaban más la universidad. Tenía que tomar una decisión difícil: Julián era mi novio de toda la vida, era algo que, quizá en el futuro, queríamos, pero ahora no estaba segura de qué hacer”, dice. “Si no lo hacía me iba a joder la vida. Estaba entre lo que quería y lo que tenía que hacer. Me quedé con lo segundo”, recuerda.
No supo si decirle a su novio. Él siempre había insistido en que tuvieran un hijo, por lo que creyó saber qué le iba a decir. Sin embargo, le ganó la necesidad de sentirse acompañada. No funcionó. “Que no, que no, que no”, fue su respuesta.
Practicarse un aborto con pastas es lo más doloroso que existe, es una experiencia horrible
Siguió con su decisión, aunque sola. Sus amigas le habían contado, tiempo atrás, algunas opciones. Sabía que había tres causales para hacerlo legalmente, pero las descartó de inmediato. Pensaba, erróneamente, que si acudía a su EPS para hacerlo su familia terminaría por enterarse, algo que no se podía permitir.
Buscó otras opciones. Fue a Teusaquillo donde, todo el mundo sabe, hay clínicas en las que se practican abortos. Después de averiguar en varias de ellas, lo descartó. “El sueldo de estudiante no daba para eso”, asegura. En medio de la angustia, buscó por internet y encontró que podía comprar las pastillas abortivas Cytotec. Se comunicó a un número de WhatsApp que encontró en una página. Le preguntaron cuántas semanas de embarazo tenía, ella calculaba que eran seis. Le dieron el precio: $80.000 por cuatro pastillas y acordaron una cita. Se encontraron por Chapinero, ella pagó y le entregaron el paquete con un pequeño folleto con instrucciones básicas.
Andrea se fue para su casa. Dejó pasar la tarde en un intento desesperado por simular que nada estaba pasando. En la noche, se despidió de su familia un poco antes de lo normal y fue al baño con su paquete. Se tomó dos pastillas con un poco de agua y las dos restantes las introdujo lo más al fondo que pudo de su vagina, siguiendo las instrucciones al pie de la letra. Luego se fue a dormir.
Fue una noche horrorosa, tal vez la más larga de su vida. Los dolores en su vientre y en la espalda baja eran incontrolables. Sentía contracciones que la hacían revolverse dentro su cama. Se paró al baño un sinnúmero de veces, se sentaba en la cisterna y sangraba copiosamente. Tenía miedo. Se mordía los labios y apretaba con todas las fuerzas que le quedaban los pulgares dentro de las palmas de sus manos. Intentaba no hacer ningún ruido que la pudiera delatar mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro sin cesar.
“Practicarse un aborto con pastas es lo más doloroso que existe, es una experiencia horrible”, recuerda. Por fortuna, comenzó a amanecer.
Era un viernes. Aún con unos los dolores terribles, esa mañana, Andrea siguió la rutina de siempre. Se levantó a la hora de siempre, se duchó como siempre, se arregló como siempre, se comió completo el desayuno que su mamá le sirvió y salió, como de costumbre, un poco apurada para la universidad.
Su destino, sin embargo, era otro: la casa de su hermana, alguien que, por fin, le ayudaría a aliviar su dolor. Atravesó toda la ciudad en un taxi. Pasó todo ese día postrada en una cama, con una hemorragia anormal y un dolor que se hizo apenas soportable gracias a los cuidados que recibió. En la noche, lo más tarde que pudo, regresó a su casa. Pasó dos días más sin poder levantarse en una agonía a la que no le encuentra palabras para describir.
El sangrado intenso y los dolores incontrolables siguieron. Aunque pensó en la posibilidad de ver un médico, se acordó de haber leído en internet que existía un examen con el que podían detectar si una mujer había abortado con pastillas. Tenía mucho miedo. Pasó una semana completa resistiendo estoicamente la avalancha de dolor, malestares e inapetencia que la aquejaban, pero al final no aguantó más. El dolor la derrotó y temerosa, se fue a un hospital. Como ocurre casi siempre, luego se enteró de que su sufrimiento había sido en vano: el examen que la aterraba era muy costoso y en este país no se lo hacen a nadie.
Aún así siguió mintiendo. “Dije que desde la noche anterior había empezado a sangrar y que había ido aumentado”, recuerda. La ingresaron a urgencias y después de que varios médicos y estudiantes le hicieron uno tras otro tras otro un tacto vaginal, le diagnosticaron una amenaza de aborto. Entró en pánico: eso significaba que aún podía estar embarazada.
Para estar seguros, los médicos remitieron a Andrea a una ecografía transvaginal en la que descubrieron que ya no estaba embarazada pero que su cuerpo estaba muy lastimado. Y, para completar, “me formularon más pastas de esas, de las que yo me había tomado para descartar cualquier eventualidad”, dice. “Yo me negué a tomarlas, dije que no quería ese tratamiento, no quería sangrar más”. Entonces, le dieron unos medicamentos para el dolor, una cita al psicólogo, a la que nunca fue, y la enviaron a su casa.
Los meses que siguieron tampoco fueron nada fáciles para Andrea. “Es un proceso demasiado largo, no es que abortas y ya, lleva meses de recuperación tanto física como emocional”, asegura. Tuvo que faltar más de un mes a la universidad, el dolor abdominal y el sangrado continuaron por algo más de tres meses, y todo eso terminó ocasionando que perdiera las materias más importantes que por entonces cursaba.
A raíz de esa decisión igual abandoné la universidad, me fui de la casa, terminé con anemia y dejé a mi novio. Todas las cosas que se suponían que iban a estar bien al abortar terminaron estando mal
“No tuve quien me dijera ‘mira no estuvo mal’ o cualquier cosa que no me hiciera sentir culpable. Uno queda con su raye”, dice. No soportaba su casa porque le recordaba lo que había sucedido, “sentía que no podía estar en un lugar donde nadie sabía y como pasó en mi cuarto, en mi baño, sentía que no podía estar ahí”, afirma.
A los dos meses, Andrea se fue de su casa.
“A raíz de esa decisión igual abandoné la universidad, me fui de la casa, terminé con anemia y dejé a mi novio. Todas las cosas que se suponían que iban a estar bien al abortar terminaron estando mal”, concluye Andrea.