La mayoría de las personas que sufren de Alzheimer en el mundo son mujeres. Y son también las mujeres de sus familias quienes quedan a cargo del cuidado de quienes sufren esta enfermedad. Esta es la historia de Ana Luisa, sus hijas y nietas y su lucha en contra del tiempo.
por
Maria Alejandra Rico
Periodista
12.06.2019
¿Cómo pasa el tiempo en la cabeza de mi abuela?
Pienso en una grabadora antigua y sus botones: rewind, retrasar; forward, adelantar; record, grabar. La mente de Ana Luisa apenas graba unos minutos. Luego hace un salto.
Y de repente ha retrocedido hasta un punto al azar en la cinta.
Salta de nuevo y está en el presente. Entre salto y salto, la cinta se enreda, se desgasta, se deteriora, se pierden varios tramos de película. A Ana Luisa, a mi abuela, le quedan pocos recursos para habitar un presente con una historia extraviada: leer y preguntar.
Ana Luisa no lee novelas o periódicos. Nunca le gustó. Quizás un par de veces la vi leyendo La Biblia, nada más. Ahora, entre el ir y venir de su memoria, entre reconocer y olvidar, lee lo que tiene a la vista, y en esas letras intenta reconstruir lo que pasa a su alrededor.
“Acuerdo pone fin a bloqueo de la Panamericana”, dice. Estamos sentadas en el sofá de la casa de mi tía Patricia. Frente a nosotras hay una mesa de centro con un ejemplar del periódico El Tiempo. “Sí, abuelita, ¿no ha visto noticias?”, le respondo. Ella hace una mueca: “Sí, a veces veo”.
Después de unos minutos de silencio lee: “Domingo. El Tiempo”, y pregunta: “¿Hoy es domingo?”. “Sí, hoy es domingo”, responden varias voces, entre ellas la mía. La escena no tarda en repetirse. “Acuerdo pone fin a bloqueo de la Panamericana”. “Sí, abuelita”. Silencio otra vez. “Domingo. El Tiempo. ¿Hoy es domingo?”. Ahora nadie responde. Yo me demoro un poco más: “Sí, abuelita”.
El tiempo de los ancianos es como un domingo, como una espiral lenta. Es el tiempo de recordar, de esperar sin esperar nada, de ver todo lo que sucede alrededor con un gesto que parece pensar que nada sucede, al menos, nada nuevo. El periódico frente a nosotras dice que sí, que hubo un acuerdo, que hubo un bloqueo, que hay algo “panamericano”. Cada vez que mi abuela lo repite me parece menos nuevo, menos obvio su significado.
Hoy, además, es domingo. Sí, es domingo.
Ana Luisa hace varias veces la misma pregunta, pero casi nadie está dispuesto a responderle más de una vez. Ella insiste hasta que alguien responde con una expresión de cansancio o fastidio, quizás con un monosílabo perezoso. Esa no es la respuesta que ella quiere, pero de algún modo entiende y se calla.
¿Pero qué es lo que entiende? A veces, quizás desde el deseo, adivinamos un brillo de lucidez en los ojos de mi abuela. ¿Cómo es comprender que tu memoria se está desmantelando, que por eso te sientes confundida, triste y con frecuencia sola? Durante los primeros años de la enfermedad, Ana Luisa lloraba mucho, se quejaba, protestaba.
Casi en cualquier parte del mundo es más probable que te dé Alzheimer si eres mujer. Y casi en cualquier parte del mundo, si te da Alzheimer —no importa si eres hombre o mujer—, es más probable que te cuiden una o varias mujeres.
Juliana, mi hermana, una de sus cuidadoras, me cuenta que una noche mi abuela dijo que quería irse a dormir. Mi hermana puso en sus manos una piyama y le dijo que la dejaba sola unos minutos para que se vistiera. Tras ese lapso mi hermana entró al cuarto. Mi abuela estaba debajo de las cobijas, desnuda. “¿Qué pasó, abuelita? ¿Por qué no te pusiste la piyama?”. Mi abuelita empezó a darse pequeños golpes en la cabeza. “Es que estoy como tonta, no sé qué me pasa. Estoy como tonta y nadie me ayuda”. Mi abuela se quedó mirando al suelo con los ojos húmedos. “No es cierto”, dijo mi hermana. “Acá hay muchas personas que te cuidan”. La cinta, por un momento entera y desenredada, dio un salto.
Mi abuelita olvidó lo que estaba diciendo, se puso el pantalón y la blusa de dormir, y le pidió a mi hermana que apagara la luz.
Pausa: el cuidado y las mujeres de mi familia
Casi en cualquier parte del mundo es más probable que te dé Alzheimer si eres mujer. Otros factores incrementan el riesgo, como los bajos niveles de escolaridad, la escasa actividad intelectual y física, y la dedicación a labores de cuidado. Casi en cualquier parte del mundo, si te da Alzheimer —no importa si eres hombre o mujer—, es más probable que te cuiden una o varias mujeres.
En mi familia ocurrió hace 4 o 5 años, cuando Ana Luisa empezó a tener accidentes cerebrovasculares (ACV) que le ocasionaban desmayos. En ese entonces mis abuelos vivían en el occidente de la ciudad. Como si se tratara de un conducto regular, así suele ocurrir con los roles más arraigados que se les adjudican a las mujeres, mis abuelos se fueron a vivir con mi tía, la única mujer entre cinco hijos varones.
La decisión la tomaron los seis hijos y mis abuelos tuvieron que vender la casa de toda su vida e irse a vivir al otro extremo de la ciudad. Aunque mi abuela ya había empezado a olvidar algunas cosas, el traslado aceleró la enfermedad. A mi abuelo, el cambio de espacio lo separó de sus amigos. Fue una desconexión, un desarraigo. Es curiosa esta sociedad nuestra, siempre en guerra con la muerte, que amplía la esperanza de vida y la mantiene por múltiples medios artificiales, pero no sabe qué hacer con los ancianos.
En todo caso, mi tía se ha hecho cargo de su cuidado, principalmente de mi abuela. Los ACV se agravaron durante un tiempo y tuvo que ser operada. Desde entonces su corazón ha funcionado mejor, pero su cerebro no dejó de inundarse de esa sustancia de olvido que, dicen, está hecha de proteínas y placas. De modo que los cuidados han cambiado.
¿Qué significa cuidar a alguien con Alzheimer? En principio, encárgate de la atención médica: pide las citas, lleva a la persona de ida y vuelta del centro médico, compra las medicinas y asegúrate de que las consuma. Luego, los médicos te recomendarán que apoyes el tratamiento con ejercicios guiados de la memoria y alguna actividad física, como caminar. Con el tiempo la persona necesitará acompañamiento en las actividades más elementales como la alimentación, el baño y el vestido. Más adelante será tu responsabilidad mantener aseada a la persona, por ejemplo, bañarla y limpiar su caja de dientes. Por supuesto, no olvides el acompañamiento psicosocial y afectivo, que es el acompañamiento de un estado de confusión constante. Responde, aclara y contextualiza de forma repetitiva y circular. Sé paciente, muéstrale que estás ahí, aunque no recuerde tu nombre.
Es imposible hacer todo eso y además trabajar, y ser mamá, esposa y tía. Por eso, mi tía contrató a Margarita como apoyo en los cuidados de mis abuelos. Su trabajo es muy valioso, pero esta ni siquiera es una labor que puedan hacer dos personas, por lo que mi tía acudió a dos de mis hermanas, quienes viven relativamente cerca al nuevo hogar de mis abuelos. Así las cosas, cuatro mujeres cuidan a mi abuela: Patricia, Margarita, Juliana y Sofía.
Patricia asumió la tarea con generosidad pero, al mismo tiempo, con cierta negación con respecto a la enfermedad. Es un drama doméstico: ninguno de los hijos de Ana Luisa habla abiertamente de la enfermedad y, particularmente los hombres, incluido mi papá, no saben cómo enfrentarla. Se mueven entre la indiferencia, la presencia estoica y unas muestras de cuidado exageradas. Mi tía critica estas últimas porque ha aprendido que cuidar es ayudar a la persona a mantener la mayor independencia —aunque marginal— que sea posible.
Margarita es un soporte constante: cocina para mis abuelos casi todos los días; camina con mi abuela y la acompaña a un grupo de oración (el último espacio de socialización que conserva Ana Luisa), y la acompaña a tejer y a trabajar con sus guías de memoria. El agradecimiento es colectivo. Juliana dice que sin ella se sentirían mucho más saturadas, más cargadas. Todas distribuyen su tiempo para que mi abuela nunca esté sola. Además, Margarita está allí para recordar que cuidar es un trabajo, con todas sus letras.
Juliana es psicóloga y dice que la paciencia viene de aceptar la enfermedad y entender sus consecuencias en mi abuela. Lo opuesto, —negarla—, implica desesperarse, no saber cómo actuar, tal como les pasa a mis tíos y a mi papá. Para ella el cuidado de la higiene de mi abuela ha sido lo más impactante. Al principio lo evitaba. Luego tuvo que limpiar la caja de dientes de mi abuela y sintió asco. Cuando empezó a bañarla, no la miraba a la cara, no quería que sintiera vergüenza. Con el tiempo se ha acostumbrado, ha construído una relación de mayor naturalidad con el cuerpo de Ana Luisa, pero no es fácil.
Sofía es mi hermana menor. La terquedad con la que siempre insiste en hacer su voluntad me provoca admiración y resistencia, pero cuidar a mi abuela la transformó en modos que nos sorprenden a todos. La veo madura y responsable. Ella dice que hasta su forma de hablar ha cambiado. Tal vez porque creció mientras la enfermedad de mi abuela progresaba, para ella los cuidados han sido normalizados. Ella dice que en esos momentos no piensa en cuánto la afecta el ver a su abuela así, sino en lo que Ana Luisa necesita. Una vez mi abuela estuvo hospitalizada. Sofía pasó varios días y noches con ella. Cuando pudo volver a su casa, mi papá la recogió y le preguntó cómo estaba. “Cansada”, dijo, y por fin pudo llorar.
La enfermedad ha estrechado los lazos de solidaridad entre mi tía y mis hermanas. Para Patricia, Juliana y Sofía son un soporte incalculable, que ella retribuye apoyándolas en sus proyectos, procurando que no dejen de disfrutar su juventud debido a las labores de cuidado. Mis hermanas son muy críticas con el contexto familiar, con el comportamiento de mis tíos hombres, pero saben lo necesario que es para mis abuelos el cuidado que ellas dan y sienten un gran compromiso con mi tía.
Esta enfermedad tiene toda la impronta de lo que significa ser mujer para tres generaciones de mi familia y, a su vez, ha aliado sus historias de manera inextricable.
Cuando le conté a mi abuelo que estaba estudiando periodismo, me dijo: “Entonces necesitamos que haga un escrito para que todo el mundo sepa cómo es su abuela”. Eso intento, abuelito, aunque presiento que hay partes de su historia que están perdidas de manera irrenunciable.
Pausa: mis abuelos, el olvido y el difícil amor
Ana Luisa era casi una adolescente cuando conoció a Hernando, mi abuelo. Tenía 14 o 15 años. Mi abuelo empezó a cortejarla y un día le pidió “su mano” a mi bisabuelo. “¡Cuál mano! ¿Usted cree que mis hijas son animales que le puedo entregar?”. A mi bisabuelo no le gustaba para nada mi abuelo, así que un día Ana Luisa tomó una bolsa y la llenó con todas sus cosas. Sus siete hermanas la ayudaron, emocionadas.
Se fue.
Esa decisión iba a ser para toda la vida y quizás era muy joven para saberlo. Se iba para ser esposa, mamá y abuela, desde entonces y hasta el último día. Esos roles consumirían poco a poco a la Ana Luisa que no conocí: sus gustos, sus pasiones, sus sueños. Con el tiempo, ella iría marcando, como en una lista de chequeo, cada una de las condiciones para padecer Alzheimer. No habría tiempo para estudiar, leer o ejercitar su mente. Se haría mayor entre atender a su marido, a sus hijos y a sus nietos. En muchos tramos, fue una historia hostil y violenta.
Forward. Hoy, en medio de su desorientación, mi abuela siempre pregunta por mi abuelo, a lo que sigue otra pregunta sobre si la dejó otra vez o si se está emborrachando. Eso no lo olvida. Mientras tanto, desde que mi abuela tuvo los episodios de ACV, mi abuelo ha estado muy pendiente de ella, la cuida, le habla. Ana Luisa siempre responde con algún nivel de agresividad. Hernando se ríe y continúa haciéndole chistes.
A veces, Hernando se desespera y les pregunta a mis hermanas: “¿Qué hacemos? ¿A dónde vamos para que ayuden a su abuela?”. En una reunión familiar, uno de mis tíos le preguntó a mi abuelo por qué ahora era cariñoso con mi abuela, si toda la vida había sido tan tosco. Mi abuelo, con unos cuantos vasos de whisky en la cabeza —como si el alcohol deshabilitara una aplicación de patriarcado.exe— respondió: “Porque ahora la quiero más”.
Cuando le conté que estaba estudiando periodismo, me dijo: “Entonces necesitamos que haga un escrito para que todo el mundo sepa cómo es su abuela”. Eso intento, abuelito, aunque presiento —o presentimos, mis hermanas y yo, y nos dolemos— que hay partes de su historia que están perdidas de manera irrenunciable, porque Ana Luisa era más que la abuela y la mamá, y nunca preguntamos por ella más allá del borde de sus cuidados.
Hace muchos años, cuando era una niña, mi abuela era como un reportero en la época del telégrafo. Tenía una libreta en la que anotaba todo: números, fechas, nombres. Luego, cada día, pasaba un número indeterminado de horas en el teléfono. Allí actualizaba las noticias familiares y recordaba fechas importantes. Pasaba la información de línea en línea hasta que cumplía su misión informativa y memoriosa.
Puede decirse que no hay tiempo sin memoria, pero memoria y tiempo no son lo mismo. Si se recuerda de un modo distinto, si el olvido fragmenta el recuerdo en lugares impredecibles, ¿hay otro tiempo? ¿Es el mismo? Al igual que mi abuela, yo adelanto y retrocedo, pregunto y leo, vuelvo de manera repetitiva a los mismos lugares de la memoria. No sé qué tan distintas seamos o qué tanto nos parezcamos.
Hoy comparto toda la tarde con ella y siento el tiempo pasar más despacio, entre silencios y frases repetidas: “Está bonita”, “¿Ya terminó el bachillerato?”, “¿Usted es Patricia?”.
Una, dos, tres veces.
Mis respuestas ya no importan. Importa estar a su lado, compartiendo la misma cobija. “Puede recostarse en mi hombro”, me dice. Lo hago y las dos miramos juntas la primera página de El Tiempo, y brevemente todo se detiene. Stop.
***Esta nota se produjo en la clase de Crónica de Mariana Serrano Zalamea de la Maestría en Periodismo del CEPER.