Yo imaginaba que el infierno consistía en un tiquete de ida sin regreso a Miami. Pensaba que su locación geográfica era la sala de espera del Sisben, o que se podía vivenciar al escuchar una grabación continua de un disco de Lady Noriega o en acudir un recital de poesía de Aura Cristina Geithner. Todas esas imágenes estaban erradas: el infierno se vive cuando uno se ve embarcado todo un fin de semana, 13 horas entre sábado y domingo, en medio del curso prematrimonial, requisito indispensable para casarse por la Iglesia Católica.
El curso se da en un pequeño salón lleno de íconos religiosos que no tiene aire acondicionado, con grandes ventanas que dejan pasar el sol bogotano de las dos de tarde y con paredes color crema, cuya única función es crear una atmósfera tan fresca como la de un guayabo en Girardot.
Las ocho conferencias que se dan a lo largo del curso son dictadas por dos sicólogas, un teólogo, tres sacerdotes y un médico, quienes son los encargados de recalcar la importancia del sagrado sacramento del matrimonio en la sociedad. El público que los escucha no es muy activo. Las 24 parejas inscritas están más interesadas en manifestar su cariño con apapuchos que en responder las preguntas de los conferencias. Los conferencistas saben esto y por eso no ponen mucho empeño en preparar de manera profunda sus charlas. Es como si quisieran apurar la experiencia del curso. Terminar rápido. Salir de esto lo antes posible. Porque a medida que pasa el tiempo la atmósfera recalentada color crema parece entibiarse un poco más. Cuando entran en confianza, los novios comienzan a acariciarle la oreja a su amada, a limpiarle las boronas de la boca, a darle piquitos en el cuello o a cogerse de la mano para no soltarse nunca, ni siquiera cuando quieren pedir la palabra para gritarle a las otras parejas lo mucho que se aman.
Y es que desde la primera conferencia la imagen recurrente es ‘la pareja’. Ese concepto difuso, de los mismos creadores de la ‘media naranja’, que niega cualquier articulo demostrativo y lo cambia por un incómodo posesivo: ‘mi pareja y yo nos conocemos desde el colegio.’ ‘mi pareja y yo montamos bicicleta juntos’, ‘mi pareja y yo nos besamos apasionadamente en el cine’. Puede que yo peque por falta de romanticismo, pero en esas construcciones gramaticales claramente se anula a ‘la pareja’ y éste se convierte en un apéndice que bien podría ser ‘mi codo’, ‘mi rodilla’ o ‘mi paladar blando’.
En este momento yo no tengo pareja. La persona con la que estoy tomando el curso prematrimonial es un completo extraño y al pasar al frente a presentarlo me invento una historia de amor aburrida que parece no satisfacer las miradas curiosas de los contrayentes, quienes no saben qué resulta más confuso: que una chica tan joven se case, o que pase al frente y no presente a su pareja como ‘la pareja’ sino que lo llame por su nombre propio, sin adornarlo con epítetos melosos como ‘mi cosita sabrosita’ o ‘mi gatico Micifú’.
De pronto la única manera correcta de tomar el curso prematrimonial es hacerlo como yo lo hice: con un completo extraño. Ese parecería ser el mensaje cifrado que quiere dar la sicóloga encargada de la conferencia de “Comunicación” al decir que entre las parejas que ya han convivido hay ‘una montaña de resentimiento’. Para derrotar este flagelo hay que comunicarse de manera asertiva-efectiva, que habla con respeto, valora el diálogo y es ejercido por personas realizadas, satisfechas y con alta autoestima. Todos deberíamos ser asertivos, pero como a veces eso se nos dificulta, la sicóloga amablemente esboza tres frases asertivas que nos pueden sacar de aprietos cuando estemos en medio de una embarazosa pelea con ‘la pareja’: “Te entiendo…sin embargo yo creo que…” “Puede que tengas razón, pero yo sigo pensando que….” “¿Qué es exactamente lo que no te gusta de…?” “Te entiendo, te bebiste la quincena con tus amigotes, sin embargo yo creo que la próxima vez podrías tener la delicadeza de invitarme” “Puede que tengas razón, pero yo sigo pensando que yo soy la que tiene razón” “¿Qué es exactamente lo que no te gusta cuando te pido el favor de que me saques la uña del pie que tengo encarnada?”
Al pasar el tiempo, me voy dando cuenta de que a lo largo de todo el curso el tema de la infidelidad ha sido una constante. Para la sicóloga que da la charla de “Antropología de la pareja”, mujer en sus treinta con un discurso que tiene dejos de Simone de Beauvoir mal leída, la infidelidad hace parte de ese yugo patriarcal que hemos heredado de los hebreos y de los griegos y no hay nada que hacer frente a esto. Es más, ella hace un génesis cultural del matrimonio en Occidente, y concluye que el hombre siempre esperará de la mujer que le cocine y que se reproduzca mientras se va de copas y de camas con otras dos o tres “señoritas”. Y entonces, ¿qué se puede hacer ante esto? La respuesta es evidente: comunicarse, no dejar entrar a terceros a la relación y siempre ser sinceros.
Si me preguntan a mí, me parecería más útil que en este curso enseñaran como desplazar a esos terceros, como mentir sobre el “viaje de negocios” sin ninguna culpa o como ser lo suficientemente sinceros para mirarse a los ojos y saber que la relación se está comenzando a desgastar. Si están tan preocupados por “el león rugiente que se encuentra en la puerta esperando devorar” (como define la infidelidad el hombre que enseña sobre los rituales de la liturgia y el matrimonio) deberían anexar un folletico con los teléfonos y las direcciones de esas agencias de detectives que cazan infieles y enseñar a interpretar extractos bancarios para descubrir cuentas secretas.
Tal vez ese componente práctico puede sonar un poco misógino y radical, pero una de las lecciones más valiosas del curso las recibí en la clase de “Madurez Sicológica” en donde un amable sacerdote resalta que las diferencias entre hombres y mujeres no son solamente biológicas. “El hombre tiene una inteligencia discursiva, racional, argumentativa. La inteligencia de la mujer se llama astucia. El indio también tiene esa astucia. El indio sabe quien lo va a robar y quien no.” Y es que este docto conferencista recalca constantemente que el matrimonio tiene dos componentes básicos: los hijos y el dinero. “¡Qué cosa tan rara que el amor dependa de la plata! Pues así es, qué le vamos a hacer.” De esta forma, la astucia de la mujer resulta ser un componente importantísimo a la hora de hacer negocios. “La mujer le dice al esposo: no te fijaste en tal detalle, en tal palabra, nos van a robar…” Fíense de sus mujeres, hombres del mundo, así como Dionisio Pinzón sentaba a su Caponera al lado para que le trajera suerte, la esposa debe ser la india astuta que ayuda al marido a detectar torcidos.
Ahora, importante recalcar que “un matrimonio sin hijos es un jardín sin flores”. Tal vez por esta razón se de una conferencia sobre salud sexual y reproductiva, la cual busca esbozar los métodos de anticoncepción y las enfermedades de transmisión sexual. Por alguna extraña razón, el hombre que da esta charla entre chiste y chanza desdeña de los métodos de anticoncepción mecánicos bajo el argumento de que todos somos alérgicos al látex del cual están hechos los condones, reprocha los métodos químicos y hormonales y advierte que el único método 100% efectivo es la abstinencia. Como eso de “quedarse quietos” puede resultar complicado para los futuros contrayentes, el simpático médico procede a explicar con pelos y señales como funciona el método del ritmo. Su explicación es clara. Por primera vez entiendo cómo es que el ciclo menstrual de la mujer permite distinguir los días más fértiles de los no fértiles. Podría comenzar a usar el método del ritmo para planificar. Y también podría tirarme de un paracaídas roto de la torre Colpatria. ¿Qué sería de la vida si no se toman riesgos?
El clímax del curso prematrimonial llega con la clase “Dimensión litúrgica y sacramental del matrimonio”. En esta conferencia, un teólogo que tiene como manía hablar en refranes y nunca terminarlos para que el entusiasta público participe, puntualiza que el matrimonio es un sacramento…sagrado pero que en la vida real esto no se cumple porque del dicho al hecho hay mucho….trecho. “Dios nos llama a la vida matrimonial como realización de vida.” Para mí, palabras vacías que articuladas en conjunto me dan la sensación de que me voy a condenar en el infierno por solterona. Creo que lo que intenta decir mi amigo conferencista, entre refranes incompletos y frases interrumpidas, es que si uno no se casa no es nadie; porque no se reproduce, y si uno no se reproduce pues se saltó un paso importantísimo entre crecer y morir y en esa última etapa sólo quedará la soledad, y soledad puerca, con imagen clichesuda de gatos que se comerán mi solitario cuerpo y todo. Acto seguido, comienza a leer algunos pasajes de la Biblia (como la primera carta a los Corintios) en donde se explica que el amor verdadero es paciente, comprensivo, soporta y perdura por los siglos de los siglos. Amén.
Después de esta conferencia comienzo a creer que el curso prematrimonial debería ser enteramente consecuente. La Iglesia católica debería velar por el cumplimiento de aquello que se predica en esta clase y llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Si Juan 4, 9-10 exige que para casarse uno debe dar la vida por el otro, pues en las horas previas al matrimonio el novio debería caminar sobre brasas ardientes por la novia y ésta debería lamer las llagas de los pies de su suegra. Aquél que esté dispuesto a pasar esas pruebas, y sólo aquél que las pase, recibe su certificado del curso prematrimonial y de casi mártir de la Iglesia. Podría matar dos pájaros de un solo tiro, y hasta mandar a enmarcar ambos diplomas en el mismo sitio.
Si lo que Dios ha unido no lo puede separar el hombre, pues deberían ser excolmugados aquellos impíos que se divorcian. Debería haber un ente fiscalizador que hiciera visitas domiciliarias para corroborar, en primer lugar, que la mujer que se está casando es virgen; luego, que el matrimonio se está consumando y que ningún anticonceptivo demoniaco está obstruyendo la proliferación de la descendencia y en último lugar, que la pareja estará junta hasta que la muerte, y no la moza, los separe. Así, en realidad sería una celebración genuina el contraer matrimonio por la Iglesia Católica, pues significaría una convicción ni la verraca por parte de la pareja.
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De pronto, con los ojos del amor el mundo sí se ve más bello. Tal vez como dice Chayanne, estar completamente enamorados equivale a estar “como borrachos yo no sé de qué”. Dos días, sábado y domingo, encerrada en una parroquia para mí traducían tortura, para las parejas, una oportunidad de afianzar su relación. La falta de aire acondicionado en el salón de las conferencias para mí traducía soroche, para las parejas, otra manera de ‘entrar en calor’. El ensayo de los votos matrimoniales, con pajecitos falsos y todo, para mi traducía ridiculez, para las parejas, la emoción más grande. Hasta el certificado final, impreso en papel Kimberly con letras de colores y la foto de una pareja de casados mirando hacia el ocaso infinito de su amor mientras caminan por la playa, para mí resultó ser el complemento perfecto para explicarle a un extranjero lo que significa el adjetivo ‘mañé’, para las parejas era la materialización de su amor puro y verdadero.
La gran moraleja que cierra el curso es una cita atribuida a William Shakespeare: “El secreto de la felicidad conyugal consiste en exigir mucho de sí mismo y poco del otro.” Cita completamente romántica que nos da un mensaje de entrega y de tolerancia con el otro. Ni Walter Riso habría podido poner en palabras más precisas lo que significa en realidad el matrimonio.
No necesariamente.
Creo que Shakespeare, aparte de hacer famoso el clásico ser o no ser también dijo en el soneto 130: “Los ojos de mi señora no se parecen en nada al sol (…) Admito que nunca vi caminar a una diosa (mi señora cuando anda pisa el suelo). Y, sin embargo, por el cielo tengo a mi amor por tan extraordinaria como cualquiera a la que contradijo con falsa comparación.” Mensaje un poco más realista que no habla de un amor subyugado de autoayuda, sino del abrir los ojos y ver en realidad al otro, no como un apéndice extra sino como a un ser humano. De pronto eso significaría desemborracharse y quitarle toda la mística y el romance al amor.
Podría significar pasar un guayabo más terrible que el de Girardot.