El último libro de Alberto Donadío, tal vez uno de los mejores periodistas investigativos de Colombia, derrumba todo lo que creemos saber sobre uno de los magnicidios más graves de nuestra historia: el asesinato de Lara Bonilla.
“A mí me interesa todo lo que está sepultado. Tal vez por ese espíritu exhumatorio que tenemos algunos periodistas”. Las palabras son de Gerardo Reyes Copello y a través de ellas intenta explicarle a una mujer cubana qué diablos hace él, un periodista colombiano, detrás de las huellas de la tragedia del vuelo 495 de Cubana de Aviación que el 1° de noviembre de 1958 debía recorrer la ruta entre Miami y Varadero. Las palabras son de Reyes, sí, pero habrían podido ser pronunciadas por su primo, su amigo y su compañero en la Unidad Investigativa de El Tiempo en los años ochenta, Alberto Donadio. Porque si en el caso de Reyes esa vocación por desenterrar aquello que se esconde bajo tierra lo condujo a rescatar la historia olvidada del primer secuestro de un avión comercial en Estados Unidos, a esa misma pulsión puede también atribuírsele que Donadio Copello, 32 años después del asesinato de Rodrigo Lara Bonilla, escriba un libro en el que hace trizas el relato oficial de ese magnicidio.
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El libro 'El asesinato de Rodrigo Lara Bonilla: la verdad que no se conocía', publicado por Sílaba Editores.
En un sentido literario el periodista Alberto Donadio es el exhumador de Lara Bonilla. Los hombres que aparecen en la foto solo lo han desenterrado. El pasado viernes 15 de abril, ataviados en sus trajes forenses, levantaron la lápida del exministro, removieron la tierra y extrajeron de ella sus restos, o lo que queda de ellos. Sin embargo, quien de verdad se ha encargado de sacarlo de la tumba de donde yacía sepultado, quien tres décadas después ha diseccionado sus despojos y los pormenores de su muerte para practicarle una autopsia periodística, ha sido el reportero cucuteño. Donadio, sin proponérselo, ha dictado la orden de exhumación.
Repasemos. Según la versión de manual Rodrigo Lara Bonilla fue asesinado por órdenes de Pablo Escobar. La noche del 30 de abril de 1984 el ministro viajaba en la parte trasera de su carro, cuando a la altura de la Calle 127 en el norte de Bogotá dos sicarios a bordo de una moto le descerrajaron una ráfaga de disparos por el costado derecho. A diferencia del ministro, que murió al instante, el conductor salió ileso del atentado y el escolta sufrió apenas heridas menores, bastándole con una curación de enfermería para aliviar sus dolencias. Después del ataque los matones de Escobar se dieron a la huida con tal mala suerte que durante la persecución iniciada por uno de los vehículos del esquema de seguridad del ministro el tirador murió y el otro fue capturado.
Este relato, que ha prevalecido desde entonces, y al que las series de televisión se han encargado de hacerlo eco en años recientes, es desarmado por Alberto Donadio. En el libro El asesinato de Rodrigo Lara Bonilla: la verdad que no se conocía (Sílaba, 2016) el periodista entrega detalles de la investigación que, pese a su carácter inédito, han estado guardados en el expediente desde un principio, sin que la justicia se hubiera percatado de ellos hasta ahora.
Basado en la necropsia que le fue practicada al ministro horas después del crimen, y un análisis forense recientemente contratado por su hijo, el congresista Rodrigo Lara Restrepo, Donadio muestra que hubo al menos un disparo contra Lara Bonilla que provino desde el lado izquierdo. La noticia constituye una auténtica revelación en el caso pues si –tal como se ha dicho– los sicarios atacaron por la derecha e inmediatamente emprendieron la huida hacia la Avenida Suba, ¿cómo se explica entonces que una de las balas haya recorrido la trayectoria inversa? La conclusión que emerge es apabullante: hubo un segundo tirador.
No es sorpresa que sea Alberto Donadio el que precisamente haya propiciado este remecimiento en el proceso de Lara Bonilla. Hay pocos periodistas investigativos en este país de la talla de él.
Donadio también arroja un puñado de dudas sobre la versión del conductor de Lara según la cual el carro en el que viajaban nunca se detuvo durante el ataque, y no lo hizo hasta llegar a la casa del exministro, a pocas cuadras de allí. A ello se opone el testimonio de unos de los escoltas de Lara quien poco después de lo sucedido aseguró haber visto frenar el Mercedes Benz del ministro, mientras él y sus compañeros se encaminaban desde el otro vehículo en la persecución de los matones. También desvirtúa esa versión el hecho de que las vainillas de los proyectiles (las trizas de pólvora que brotan de la boca de fuego cuando se lanza una bala) hubieran sido encontradas a poca distancia del sitio del ataque, lo cual resulta bastante improbable si, según la versión oficial, los sicarios dispararon mientras rodaban a más de setenta kilómetros por hora. Además, las leyes de la probabilidad también juegan en contra de ese relato. Según Donadio, es poco verosímil que el sicario tirador hubiera tenido tan fina puntería para acabar con la vida del exministro en un paraje de la ciudad mal iluminado, con los vehículos en movimiento a alta velocidad, y sin causarle mayor daño a los escoltas en la parte de adelante.
¿Cómo se explica, además, que a diferencia del resto de las ventanas del carro que fueron despedazadas por los disparos, la del lado del conductor quedó intacta? ¿Qué respuesta lógica hay para que pese a las balas que impactaron en el asiento del conductor éste haya salido sin un rasguño? Basado en el informe pericial de Máximo Duque, exdirector de Medicina Legal, Donadio lanza la hipótesis de que esta rareza pudo haber sucedido porque el carro estaba detenido al momento de los disparos y el conductor fuera del auto. ¿Fue el conductor, entonces, el segundo tirador? La pregunta queda allí, sin respuesta.
Aunque la investigación de Donadio no contiene una evidencia concluyente sobre quién más aparte de Escobar pudo estar involucrado en este magnicidio, sus hallazgos y las hipótesis que plantea son lo suficientemente rigurosas y documentadas que han alcanzado para sembrar la duda en la justicia. Precisamente, a través de nuevas pruebas de balística al cuerpo de Lara, la Fiscalía intenta estudiar la teoría del segundo tirador. El fiscal general encargado, sin aludir a Donadio directamente, pero refiriéndose a lo que este plantea, dijo el día de la exhumación de los restos de Lara Bonilla que con esa diligencia se busca establecer “si pudo haber proyectiles provenientes incluso de la misma escolta del señor ministro”, y si el crimen pudo ser resultado de una alianza entre la mafia y agentes del Estado.
No es sorpresa que sea Alberto Donadio el que precisamente haya propiciado este remecimiento en el proceso de Lara Bonilla. Hay pocos periodistas investigativos en este país de la talla de él. Desde los años setenta, cuando trabajaba en llave con Daniel Samper Pizano en denuncias que este último publicaba en su columna de El Tiempo llamada Reloj, Donadio ha sido un experto en burlar cerrojos oficiales y destapar ollas podridas de corrupción. Fundó junto a Samper la mítica Unidad Investigativa de El Tiempo en el 77 y la vida poco a poco se le convirtió en el incesante oficio de hurgar y revolcar expedientes y cartapacios, siempre al acecho de algún detalle, alguna frase dicha al paso que le descubran los entuertos y las mentiras que se esconden detrás de la letra menuda de los relatos oficiales.
No deben quedar muchos periodistas que en sus ratos libres devoren expedientes judiciales pero Donadio es uno de ellos. Antes de escribir la primera línea de esta investigación leyó completo el de Lara Bonilla; los cuarenta y ocho cuadernos de tapas rojas y azules que lo componen, y los cuales conserva desde 1995. A través de esta lectura se asomó nuevamente a un capítulo amargo de la historia reciente de Colombia y advirtió varios de los cabos sueltos que ahora intenta atar mediante este libro.
Aunque en los más de cuarenta años que lleva ejerciendo el periodismo investigativo ha hecho tambalear a ministros como a Salcedo Collante en el 78, y ha desenmarañado importantes fraudes financieros como el del Banco del Estado en los ochenta, nunca antes se embarcó en un proyecto exhumatorio. Este nuevo trofeo en su larga repisa de méritos investigativos es el resultado del trabajo discreto y esmerado de un reportero cabal, que sin cobrar ni un solo peso al erario logra poner a la justicia en la ruta de nuevas pistas de un crimen y regar algo de luz en los huecos de la historia colombiana. Si es que algo pasa, si es que el letargo del que se ha sacudido el expediente Lara en las últimas semanas no queda reducido a simple pirotecnia, será en buena parte gracias a su investigación. El trabajo periodístico de Donadio tendrá cuota de responsabilidad si una vez devueltos a su tumba los restos del exministro, y arrojada nuevamente la tierra que lo ha recubierto todo este tiempo –“el puñado de tierra colombiana que arrojaremos apesadumbrados sobre su cuerpo inerte” como dijo el poeta Belisario en las horas de luto del crimen–; será en parte gracias a él, digo, si después de todo este tiempo el valiente Lara logra encontrar el sosiego sepulcral que le ha sido esquivo, y sus familiares se permiten decir, de corazón: “Que en paz descanse”.
Pero tal vez sea ya pedirle demasiado al periodismo.
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He leído la investigación de Donadio al trasluz de la excelente novela La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez, también reseñada aquí hace unos meses. Es una grata coincidencia editorial que los tiempos de estos dos libros se hayan traslapado pues de manera fortuita han acabado enriqueciendo la comprensión de la historia colombiana. Alberto Donadio parece encarnar ahora el papel de Marco Tulio Anzola, el hombre que hace un siglo –como muestra Vásquez en su libro– denunció las conjuras que se ocultaban detrás del relato oficial del asesinato de Uribe Uribe. Si con la recreación de las teorías conspirativas que se han tejido alrededor de los crímenes de Uribe Uribe y Gaitán el lector de La forma de las ruinas se siente tentado a pensar que los magnicidios en Colombia están irremediablemente signados por las zonas de penumbra, después de leer la investigación de Donadio no le queda duda de ello. Lo que en un principio era hipótesis literaria se convierte ahora en regla inexorable.
La foto de arriba, entonces, admite una lectura más pesimista, conduce a una conclusión más sombría: los muertos grandes en Colombia nunca descansan en paz. Por una maldición que se ha posado sobre esta tierra los magnicidios serán siempre heridas abiertas en la historia del país de las que nunca se podrán saber sus detalles, ni sus autores ni sus móviles. Luego dejen quietos los despojos del ministro Lara que nada distinto a alimentar vanas esperanzas se va a sacar de todo esto.