Entre el desencanto de Barranquilla y el pulso encendido de Buenos Aires

La selección Colombia vivió dos partidos de Eliminatoria que, puestos uno frente al otro, reflejan tanto la esencia como la desfiguración del fútbol sudamericano.

por

Danny Claros


12.06.2025

Contra Perú, el empate fue más que un marcador adverso: fue el síntoma de una enfermedad profunda. Lo que se perfilaba como una clasificación anticipada al Mundial terminó en un vacío que envuelve hoy a la selección: jugadores desganados como reflejo de un ritual sin alma, con una tribuna que no vibra, que no siente pasión por el fútbol, sino que lo consume como imagen, como contenido superficial para redes sociales.

“En Barranquilla, cuando pasan 20 minutos y no hiciste un gol, ya la gente se inquieta, no alienta”, dijo Néstor Lorenzo tras el partido en el Monumental de Buenos Aires. Conoce bien la cancha de River: la pisó como jugador y compartió equipo con Maradona. Sabe que cuando el deseo y la pasión brotan desde las tribunas, el campo vibra, los jugadores se encienden. Esa conexión también define partidos.

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Pero el fútbol actual ya no promueve ese vínculo. Invita más a consumir que a sentir, a posar que a alentar. El poder dominante impone formas de vida funcionales al sistema y, bajo esa lógica, el hincha pierde lugar. Lo reemplaza el influencer, el empresario, el que quiere presumir, aparentar, estar a la moda. La tribuna se llena de cuerpos sin deseo: los bombos son reemplazados por iPhones, los cánticos por selfies, la emoción por indiferencia. Las butacas están ocupadas, pero la pasión está ausente.

El reclamo de Lorenzo tiene que ver con cómo la actitud de las tribunas impacta en los jugadores. El Metropolitano parece una oficina un lunes a las 7 a. m.: nadie quiere estar ahí. Juanfer decidió no viajar, James se mostró desconectado. No se trata de juzgarlos: quizás su desánimo sea el reflejo de una atmósfera que ya no convoca al deseo, que perdió su magnetismo vital. Y sin deseo, no hay vida posible. Si ya no sentimos, ¿qué queda?

El número 10 es producto de un lenguaje propio en América Latina, una forma de narrar el fútbol desde abajo, desde el barrio, desde el cuerpo. Representa la creatividad, la irreverencia, el liderazgo, pero sobre todo, el goce. Con su desaparición, perdemos una herramienta de hegemonía simbólica popular. Ya no jugamos como nosotros: se juega como dictan otros. Y cuando el discurso solo valora la eficiencia, los 10 terminan viéndose como improductivos.

Que pasen de un club a otro en poco tiempo no es un accidente. Su inestabilidad emocional es el resultado de haber sido forzados a abandonar la cancha como espacio creativo para adaptarse a un laboratorio de obediencia. Esto responde a una hegemonía cultural que impone la idea de que el fútbol serio es el europeo: táctico, físico, metódico, productivo. Esa hegemonía susurra: “para ganar, hay que dejar de ser lo que somos”. Y así perdemos la brújula. Las clases dominantes logran que aceptemos una versión del mundo —y de nosotros mismos— que les conviene. Nos convencen de que lo suyo es lo correcto, lo deseable. Y lo copiamos. Lo normalizamos.

¿Qué pasa cuando volvemos a las raíces? ¿Acaso no se disfruta más el fútbol si imponemos nuestra estética, desde las canchas hasta las tribunas? La respuesta apareció en Buenos Aires. Mientras en Barranquilla la identidad agonizaba, Colombia y Argentina le pusieron un marcapasos, al menos por una noche: goles de potrero, discusiones callejeras, sangre caliente. El hincha y la pasión volvieron a escena y nos invitaron —después de mucho tiempo— a encender el televisor con ganas.

Luis Díaz hizo un gol de barrio, maradoneano —o mejor dicho, a lo Ronaldinho—, su ídolo de infancia. En la ranchería wayuu donde creció, usaba una pelota improvisada para imitar sus pases sin mirar, su sonrisa al gambetear, su autenticidad. No era solo un juego: era una forma de reconocerse en una tradición lúdica y popular que convirtió la gambeta en un gesto de libertad.

Un señor que se llamó Oswald de Andrade, compatriota de Dinho, escribió en 1928 un manifiesto que proponía una idea poderosa: la antropofagia cultural. Según él, Brasil no debía copiar a Europa, sino devorarla; tomar lo que venía de afuera y digerirlo con la influencia negra e indígena como base para una cultura verdaderamente propia.

Esa idea moldeó el arte, la música, la literatura… y también el fútbol. Por eso el jogo bonito no es inglés, aunque el fútbol haya nacido allá. Ronaldinho heredó esa tradición: su juego era una forma de exteriorizar las raíces afrobrasileñas de su país. Y quizá por eso, Lucho Díaz —niño wayuu, hijo del microfútbol y el potrero— se reconoció en él. 

Argentina también es un ejemplo de antropofagia. Tomaron un deporte inglés y lo cocinaron con barrio, con garra, con rebeldía propia. Le pusieron identidad y lo devolvieron al mundo convertido en una referencia. Así fueron campeones. Así han parido a los mejores. Así impusieron respeto en Europa, sin pedir permiso.

A Colombia le va bien con esas reglas que son comunes en el sur: temple, picardía, mirando fijo a los ojos. Y aquí el llamado no es para imitarlos, sino para devorar sus maneras y hacerlas propias, con nuestras formas. “Ya estás viejo, no te da para correr”, le dijo Richard Ríos a Otamendi al final del partido, con el lenguaje del microfútbol: ese deporte de esquina que moldea gambetas en cemento y reúne a los barrios del país.

Necesitamos más cemento en las canchas de pasto. Más estilo propio. Más baile. Más identidad como forma de resistencia cultural. Y para evitar errores como el de Lucumí en el gol argentino —cuando se quedó tirado pidiendo falta mientras la jugada seguía—, quizá convenga mirar a los del frente. Repito: no para imitarlos, sino para absorber esa intensidad que no se desconecta nunca del juego. Y sumarla a lo nuestro.

La atmósfera en El Monumental no solo empujó a los argentinos: también contagió a Colombia, que volvió a jugar un partido a la altura, contra futbolistas que putean, gritan, provocan, y en un estadio que salta, conecta, canta y muy pocas veces le da la espalda al fútbol. Qué lindo sería hacerle antropofagia a eso en el Metropolitano. No hay nada más poderoso que ser parte de un ritual popular en el que todos nos apasionamos por una misma causa, en defensa y con presencia de lo que somos. Esa debería ser la guía para recuperar algo esencial en la historia del fútbol popular de nuestro continente: el valor real de la localía.

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Danny Claros


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