El empoderamiento indígena en los mercados de carbono
Una experiencia en la amazonía podría marcar la ruta para que los pueblos indígenas del país tengan soberanía en un mercado que les ha sido históricamente ventajoso.
por
Natalia Orduz y Andrés Páramo
18.10.2024
imagen por Nefazta
Lo intangible
Vemos el mensaje en la compra de tiquetes de avión o en el arriendo de un carro: “viaje con reducción de CO2”. Suena a un tipo de futuro en el que hay medios de transporte que contaminan menos. No tanto, estamos en otro futuro: el pasajero paga para que la empresa compre un papel que certifica que en otra parte del mundo las emisiones sí se redujeron por obra y gracia de algún proyecto.
Si se hace bien, el dinero pagado por el cliente y girado por la compañía encargada de esos viajes (o cualquier otra: una petrolera, quizás) llega, por ejemplo, a una comunidad que conserva un bosque. Un ejemplo: la agencia de viajes y turismo, Aviatur, tiene una opción para que el pasajero sepa de cuánto sería su aporte económico para compensar la contaminación de su viaje a través de certificados de carbono en un proyecto forestal de la Orinoquía colombiana.
Esto es la economía actuando en su máxima expresión.
El protocolo de Kyoto, que entró en vigor en 2005 y compromete a 192 países, y que busca evitar que los gases efecto invernadero responsables del calentamiento global se sigan acumulando en la atmósfera, inventó el mercado de emisiones. Para hacer corta la historia, un país o una empresa debería cumplir sus metas de reducción de emisiones en su propia fuente, cambiando la tecnología o usando más eficientemente los combustibles fósiles, pero esto en ocasiones puede ser muy costoso. El protocolo les dio una alternativa: comprar un certificado que dé cuenta de que en otra parte del mundo sí hubo una reducción de emisiones.
Más adelante, los países se inventaron los proyectos de Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación (proyectos REDD+), que se implementan en bosques de países como Colombia, con selvas en alto riesgo de destrucción. Estos proyectos buscan prevenir que se siga tumbando la selva al ritmo de las amenazas que hay en los territorios y así se logren evitar las emisiones de gases efecto invernadero que se liberan con la deforestación. Por cada tonelada de emisiones evitada, se emite un bono de carbono, que pueden comprar luego aerolíneas o petroleras o cualquier empresa que quiera compensar sus emisiones.
Sin embargo, que los mercados contribuyan o no a mitigar la crisis climática está en entredicho.
Los bonos no dan cuenta de gases que estaban en la atmósfera y ya no están, sino de gases que podrían haber estado en caso de que no se realizaran estos proyectos. Es decir, se compara un escenario imaginario o hipotético (sin el proyecto) frente a uno real (con el proyecto). ¿Cómo se calcula el primero? Los métodos han sufrido muchos cuestionamientos. Por ejemplo, si se sobreestima el escenario hipotético, es mayor la reducción de emisiones evitadas y así hay más bonos para vender de los que se pueden lucrar los distintos actores. Un estudio publicado en la revista Science estimó que sólo el 7% de los bonos de una muestra de proyectos que tomó son realmente emisiones evitadas.
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A pesar de que los instrumentos de mercado de emisiones llevan décadas operando, su contribución a limitar la concentración de gases efecto invernadero es prácticamente nula. Cada año hay más gases en la atmósfera. Y cada año la temperatura promedio es más caliente que el anterior. Aunque las emisiones vienen subiendo desde la revolución industrial, a partir del año 1992 se han emitido la mitad de los gases que hoy están en la atmósfera. En el Acuerdo de París (2016), 193 países y la Unión Europea aceptaron el diagnóstico científico de que, en todo el siglo XXI, la temperatura no debía subir más de un grado y medio desde la época preindustrial; si mucho, dos. Un poco más, y se desprenden en cascada eventos climáticos que ponen en gran riesgo las condiciones de vida en el planeta. Sin terminar el 2024, ya estamos bordeando el grado y medio.
Para muchas organizaciones ambientalistas, el problema radica en que no hay pasos decididos para reducir las emisiones en sus mayores fuentes: la quema de combustibles fósiles. También, que los proyectos REDD son una “falsa solución” porque no resuelven el problema y en cambio convierten la crisis en una oportunidad nueva de mercado. El portal Geo-grafiar, impulsado por Censat Agua Viva y apoyado por, entre otras, la cooperación de Oxfam, se pregunta si son una solución verde o un permiso para contaminar.
Hay algunos esfuerzos internacionales por ir al grano del asunto y evitar emisiones desde la raíz. La quema de combustibles fósiles es responsable del 80% de los GEI. Una iniciativa en este sentido es el Tratado de no Proliferación de Combustibles Fósiles. Sólo Colombia y 13 Estados insulares, muy amenazados por la crisis climática, lo han firmado hasta la fecha. Las grandes compañías que la promueven hacen un importante lobby en las conferencias internacionales y han logrado que su responsabilidad en la crisis climática pase de agache, y que las obligaciones climáticas se dirijan más hacia mecanismos de compensación que a la reducción de la producción y quema de carbón, petróleo y gas.
En lo que sí hay entusiasmo es en el mercado de carbono. La compañía Meta, dueña de Facebook y de Instagram, acaba de anunciar que compró 1.3 millones de créditos de carbono en América Latina y está interesada en otros 2.6. Estas inversiones multimillonarias pueden flaquear si hay indicios de que los proyectos que originan estos bonos tienen problemas. Por ejemplo, Delta Airlines: compró 1.3 millones de bonos del proyecto Pirá Paraná y la Corte Contitucional la suspendió por violación a derechos de los pueblos indígenas.
En qué van los proyectos en Colombia
Acá estos mercados llevan funcionando más de diez años de manera desregulada, pero hay tantos actores involucrados como dinero disponible. Setenta y dos empresas privadas que invierten en estos mercados desarrollan proyectos o los certifican están afiliadas a Asocarbono, una organización que representa este gremio e incide en políticas públicas.
Desde hace siete años, se aplica el mecanismo de no causación del impuesto al carbono, que significa que hasta la mitad de este tributo se puede redimir con bonos de carbono. Desde entonces, según Francisco Ocampo, director ejecutivo de la agremiación, se han expedido al menos 100 millones de certificados, en donde cada uno corresponde a una tonelada de carbono. Los proyectos REDD+ son responsables del 52% de estos certificados. Aunque Asocarbono centraliza gran parte de esta información, no conoce los precios exactos de estos certificados, que se transan entre compradores y vendedores.
La trazabilidad se hace difícil en Colombia por falta de regulación y porque la plataforma que los registraba estuvo caída durante algunos años. Según el Portal GeoGrafiar hay al menos 92 proyectos REDD+. Más difícil todavía es conocer el destino de los bonos en el mercado internacional. El portal explica que “las transacciones de cada certificado están en registros privados” y por lo tanto, no son fácilmente rastreables. Cada certificado puede pasar por varios intermediarios hasta ser usado para compensación y de esta manera, retirado del mercado. Ni el gobierno nacional ni ninguna entidad internacional o multilateral centralizan esta información.
El dinero que mueven es muchísimo. Con unos cálculos generales basados en precios promedio y la información disponible, Ocampo estima que se han vendido 200 millones de dólares con estos bonos, de los que habrían entrado a las comunidades unos 140. Para él, muchas comunidades han sabido invertir estos recursos en infraestructura, educación, gobernanza y otros aspectos importantes. Admite, sin embargo, que hay casos con problemas, y que la regulación debe dirigirse a reconocer y respetar los derechos de las comunidades. Entre otras, para Ocampo es deseable que “las iniciativas tienen que generarse en las comunidades y que ellas sean dueñas del proyecto”.
El reto del gobierno
El gobierno prepara un paquete de normas que, se espera, resuelva muchos de los problemas y cuestionamientos que existen sobre estos proyectos.
El Relator Especial de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas visitó este año Colombia y advirtió que en el 66% de sus territorios hay o se proyectan proyectos REDD+. También, que le preocupan las violaciones a derechos humanos que se presentan en muchos de ellos. Un grupo de organizaciones de derechos humanos tuvo una audiencia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para denunciar estas situaciones.
Sólo hasta hace unos pocos meses, la Corte Constitucional se pronunció por primera vez sobre este tema en el caso de una empresa desarrolladora que firmó un contrato con indígenas que no representaban a su comunidad para un proyecto REDD+. La Corte confirmó los riesgos y posibles daños que han venido denunciando activistas y periodistas hace tiempo, como la generación de divisiones y peleas entre comunidades y sus integrantes, la violación a su autonomía y de sus propias formas de ordenamiento del territorio, la afectación a prácticas que sobre todo realizan las mujeres (como el cultivo de chagras), y con esto, la pérdida de sus roles importantes en la conservación de la cultura, la agrobiodiversidad y la soberanía alimentaria.
A pesar del llamado tajante de la Corte Constitucional, y de las muchas denuncias que se hacen sobre el tema, o de la falta de consenso en que esto ayude a la reducción real de gases de efecto invernadero, los mercados de carbono sobre bosques y selvas son una realidad. De hecho, hay muchas organizaciones indígenas que piensan los proyectos como un potencial.
Mateo Estrada, de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana —OPIAC—considera que los proyectos REDD+ (proyectos que buscan evitar emisiones al frenar la tendencia de degradación y deforestación de los bosques) son una una “oportunidad de los territorios y de las autoridades para satisfacer aquellas necesidades básicas que el Estado colombiano nunca ha garantizado”. Pero, dice, hay que regularlas bien, para que los proyectos se ajusten al plan de vida de las comunidades y las beneficien directamente, sin que el Estado centralice los recursos y los entregue luego en formas de pequeños proyectos o subsidios.
Una buena parte de los proyectos se realizan en territorios colectivos étnicos, de pueblos indígenas o comunidades afrocolombianas, en parte “porque son más fáciles los permisos”, dice Andrea Echeverri, experta en temas forestales que trabaja en Global Forest Coalition: “Con pocas firmas —sigue ella— tengo cientos de miles de hectáreas”. Estos proyectos en territorios étnicos, dice, tienen el riesgo de reducir todo el entramado cultural y biológico a una sola preocupación: la absorción del carbono y la mediación con el dinero.
Esto podría amenazar las formas de relacionamiento que pueblos y comunidades han tenido ancestralmente con las selvas y volverse, incluso, una amenaza para su conservación. Harold Ipuchuma, de la Organización Nacional Indígena de Colombia —ONIC—, sabe que hay detractores que dicen que esta es una falsa solución, pero ve la situación desde un punto de vista pragmático: o las comunidades se montan a la locomotora o esta sigue y los deja por fuera.
Ipuchuma ve estos mecanismos como una forma de transición hacia otro tipo de economías: “para nosotros es un muy buen engranaje, que estos esquemas empiecen a presentarse, porque va a movilizar nuevas formas de mercado basado en materia prima intangible”. Por ejemplo, el valor que tiene permitir, dejar y fortalecer el hecho de que un picaflor polinice una planta. “Eso es lo que se está rescatando ahora”, dice.
El rol del Estado, para Estrada, debe estar en monitorear los proyectos y evitar que haya enriquecimiento ilegal, incluído de los mismos indígenas. En estos casos, la Fiscalía y la Procuraduría deberían ponerse a investigar, porque “los recursos comunitarios indígenas se asimilan a los públicos”. Además, el seguimiento a los proyectos no debería ser solamente ambiental, sino también cultural: hay que monitorear, la reproducción de la lengua indígena. Eso lo deberían hacer, para Estrada, las mismas organizaciones indígenas con apoyo técnico y científico del gobierno. El sistema público de registro de los proyectos, que actualmente sólo centraliza la documentación, debe verificar “si hubo consulta previa, corrupción, lavado de activos, financiación de grupos terroristas”, entre otros aspectos adicionales a la reducción de emisiones.
Un caso (de mostrar)
“Yo no entendía la magnitud de un proyecto tan grande”, nos dice Patricia López, contadora de la comunidad Andoque en una iniciativa de venta de bonos de carbono
Es grande: sobre un territorio de 1.436.973 hectáreas recae el proyecto CRIMA Predio Putumayo y Andoque de Aduche REDD+. Un millón y medio de hectáreas, para que se entienda, es más de una tercera parte de la superficie de Suiza. Este territorio se traslapa con una parte de la reserva indígena Andoque de Aduche y una parte con el Gran Predio Putumayo, alrededor del río Caquetá, entre los departamentos de Amazonas y Caquetá. Aunque el proyecto comenzó oficialmente en 2022, se venden bonos por emisiones evitadas desde 2018 y se espera que hasta 2058.
Se han medido en la comunidad dos periodos de emisiones entre 2018 y 2022. Los cálculos dicen que se evitaron 11.953.282 de toneladas de carbono. La lógica del proyecto es la siguiente: se trata de áreas selváticas amenazadas por minería, tala de maderas para fines comerciales, agricultura de subsistencia y cultivos ilícitos. Como las comunidades no tienen las capacidades financieras para controlar el avance de la deforestación y degradación del bosque, el proyecto les ayuda a que desarrollen economías sostenibles, mejoren su calidad de vida y no se vean forzadas a participar en las economías depredadoras. Así lo explica con claridad el informe de validación de AENOR, una empresa española que presta servicios de certificación de estos proyectos y que es la encargada de verificar que el este se cumple de acuerdo a lo planeado.
Levy Andoque, fundador del proyecto, consultó con los mayores del territorio la posibilidad de traer esa propuesta a la comunidad y les explicó que lo que se negociaría no serían árboles, ni suelo, ni territorio, sino la capacidad que tiene la conservación del bosque para absorber carbono y evitar que la tierra se caliente.
Como miembro del Consejo Regional Indígena del Medio Amazonas, Levy Andoque escribió una carta a una empresa para ver si quería ser la intermediaria (la que vende los bonos). Dicho por Patricia, la contadora, él “es el que abre la puerta” a la empresa para que vaya a ese territorio que queda lejos de Bogotá, con una comunidad que no es tan abierta con quienes no pertenecen a ella.
Parece una característica importante para que el experimento funcionara: un pueblo indígena que abre un poco la puerta al exterior, a través de un contrato de mandato a una empresa de Bogotá, pero que pide como primera medida manejar todos los recursos que le entren a su haber. Y, con ellos, suplir lo que el Estado nunca pudo hacer.
Después de las negociaciones, la comunidad se organizó para finalmente lograr tres cosas fundamentales: establecerse como una empresa, levantar una fiducia a la que entre todo el dinero recibido, y que los fondos sean destinados a cualquiera de cuatro pilares fundamentales que son gobernanza (del consejo que rige la comunidad), inversión social, monitoreo y proyectos productivos.
Podrían sonar como promesas de campaña, pero con estos pilares han logrado construir la primera sala de internet; han comprado transporte para acercar servicios de salud (en lancha, a kilómetros de distancia); están a punto de inaugurar una escuela de todos los niveles; han contratado servicios para hacer un diccionario de la lengua; han recibido capacitaciones para clasificar árboles y tomar fotos a toda la fauna, con la finalidad de preservar la biodiversidad y para prepararse para un nuevo mercado: los bonos de biodiversidad.
¿Cuánta plata para hacer esto? Los primeros dos desembolsos, según la contadora, fueron casi siete mil millones de pesos. Léase de nuevo: siete mil millones. “Para nosotros es vida. Es una zona supremamente alejada, donde inversión del Estado no hay. Donde los niños llegan a estudiar hasta quinto y se van al narcotráfico y se van a la guerrilla, a la primera oportunidad que haya. Plantearles un proyecto a ellos fue decir: tenemos otra opción”, dice Levy, absolutamente convencido.
Que los jóvenes no se vayan, o que los que se fueron vuelvan, es un asunto que interesa no solo a la comunidad, sino algo en lo que Levy y Harold Impuchima fueron absolutamente contundentes: las comunidades no se perderán si existe esta generación de cohesión social a partir de proyectos que puedan desarrollarse con una fuente de financiación legal.
Yauto, por su parte, es una fracción de un consorcio más grande, en el que participan varias empresas en la cadena de valor de los bonos. El codirector, Pedro Posada, fue durante años director de asuntos indígenas del Ministerio del Interior y luego Defensor Delegado para estos pueblos en la Defensoría del Pueblo, desde donde conoció de cerca a las autoridades indígenas de la Amazonía y sus sistemas de toma de decisiones.
Levy resume esta decisión particular de una forma muy sencilla, casi que rudimentaria: “si yo lo cuido sin plata, ahora voy a seguirlo cuidando y me va a llegar una plata. Prefiero cuidarlo y que llegue la plata”.
No se sabe todavía cómo va a ser la reglamentación del gobierno. Para Mateo Estrada, debería ser una sola norma, que se consulte con los pueblos étnicos. Sin embargo, el gobierno ha dicho que expedirá varias piezas, unas generales, otras específicas. Está por verse cómo regulará estos proyectos, si consultará con los indígenas y los afrocolombianos y si equilibra la balanza para evitar abusos de terceros. También está por verse cómo engrana esta regulación en la lucha contra la crisis climática, una de las banderas del presidente Petro, para que no sea una falsa solución, sino una pieza amplia que, acompañada de la transición energética y otras políticas, conduzca a reducir las emisiones y a fortalecer a las comunidades que cuidan la selva.