“Hace un mes no tienen agua potable, viven hacinados más de 1.200 personas donde solo caben 400. Han visto morir 21 de sus integrantes, la mayoría niños en Bogotá”, escribió el presidente Gustavo Petro después de reunirse con la comunidad indígena Embera. Lo hizo tras una protesta en la capital del país, el pasado 19 de octubre, en la que algunos manifestantes recurrieron a vías de hecho contra la policía y gestores de convivencia. Lo que se había previsto como un diálogo y que inició con la conformación de una mesa en la Defensoría del Pueblo, terminó en golpes.
En redes sociales empezaron, al mediodía, a circular videos de lo que estaba pasando en el edificio de Avianca, ubicado en la carrera séptima con calle 14, diagonal al Museo del Oro. Las imágenes, captadas en vivo por ciudadanos, mostraban una situación que comenzaba a salirse de control: un hombre en el suelo con el rostro bañado en sangre rodeado por agentes del Esmad. Un policía que no reacciona recibe palazos de quienes estaban manifestándose. Una mujer policía acorralada por una decena de personas que la golpean en la cara mientras otros ciudadanos buscan protegerla.
Después de los videos vendría el contexto: quienes se manifestaban eran miembros de la comunidad indígena Embera, una comunidad que, por ocho meses desde 2021, se estableció en el Parque Nacional de Bogotá exigiendo al gobierno condiciones dignas de vida y reclamando a las autoridades nacionales el despojo de sus tierras. De su crisis de desplazamiento, que venía de tiempo atrás y que durante la pandemia se agudizó cuando la comunidad estaba asentada en Ciudad Bolívar, se terminó encargando la Alcaldía de Bogotá. Solo por la falta de soluciones ofrecidas por el entonces gobierno de Iván Duque. El 5 de mayo, entonces, la comunidad firmó un acuerdo con el Distrito que no se cumplió. Tras el enfrentamiento con la fuerza pública de este 19 de octubre, reanudaron la negociación y llegaron a nuevos puntos de concertación.
Voces de la opinión pública que empiezan a tomar partido. Están quienes reconocen el abandono al que han sido sometidas las comunidades indígenas y entienden su rabia y, por otro lado, están quienes sólo denuncian el atropello que se ha cometido contra la fuerza pública que, aseguran, va en contra del derecho a la protesta. Un relato que le conviene al discurso de la oposición. En ambos casos, se reconoce la violencia, pero hay matices importantes.
Hablamos con Laura Quintana, profesora asociada del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes quien, como escribió, considera problemático que se pierda de vista la relacionalidad de las violencias. “Tantas violencias lentas, acumuladas, sedimentadas que no se ven, que no se muestran, y luego solo se pone el foco en el gesto de violencia desesperada que ya solo expresa que no se aguanta más…”. En esta entrevista desarrolla más su postura frente a lo ocurrido.
En los videos se ve una gestión social del enfrentamiento. Es decir, en el peor panorama la pelea pudo haber sido alimentada por transeúntes que, al contrario, buscaron cómo detenerla. ¿Qué demuestra eso?
En los medios de información más hegemónicos se selecciona la información que se transmite y se tiende a decir, simplemente, que los indígenas Embera arremetieron contra la policía y cometieron actos de violencia contra ésta, descontextualizando todos los eventos. Pero, además de los hechos, las condiciones en que se dieron son complejas y heterogéneas. Lo son tanto que, efectivamente, la gente alrededor trató de intervenir para contener o regular las agresiones que han sido mutuas pero que se han escalado a causa de una violencia sistemática que las comunidades indígenas, y en particular la Embera, han sentido por parte de instancias estatales. La regulación social, entonces, demuestra esa heterogeneidad y complejidad presente en este conflicto en el que no solo se trata de buscar víctimas y victimarios.
¿Las comunidades indígenas, en especial la Embera, cree que están arrojadas en este momento a un “no lugar” como un mecanismo de violencia institucional?
A las comunidades indígenas no les corresponde un lugar particular. No es posible, simplemente, asignar lugares como propios para los sujetos o agentes sociales porque, en esa asignación, también se ejerce violencia. Esas formas de identificación van de la mano con, por ejemplo, negarle a las comunidades indígenas el carácter de ciudadanos. A veces se ha dicho cuando los jóvenes indígenas llegan a la ciudad: “Devuélvanse a sus resguardos que es el lugar que les pertenece”. E incluso personajes públicos dijeron esta vez: “Los indígenas atacan a los ciudadanos”, como si los indígenas no fueran ciudadanos. Las comunidades indígenas han luchado por reivindicaciones de tierras y por hacer valer una propiedad comunitaria, colectiva, y reconocer esa lucha y esas formas de resistencia en defensa de los territorios es distinto a señalarles por eso. Afirmar, entonces, que las comunidades indígenas habitan ciertos lugares que se reconocen como suyos al ser parte de una historia —complicada y plagada de muchas violencias—, es diferente a decir que solo les corresponde ese lugar, exclusivamente, porque los indígenas, como cualquiera lo puede hacer, pueden disfrutar de todos los espacios del mundo.
Por otro lado, hay múltiples formas de violencia a las cuales estas comunidades indígenas han estado sometidas. Una es, sin duda, la violencia institucional que se puede caracterizar, a la vez, como violencia estructural. Esta es una violencia sedimentada que ha constituido diferentes formas de exclusión, racismo, colonialidad del poder, dominio clientelar y desposesión de la tierra. Otra es la violencia lenta. Esta noción es interesante porque da cuenta cómo en estos procesos de despojo, invisibilización, marginación, siguen estando en juego procesos que muchas veces no vemos pero que sí operan.
Los indígenas Embera fueron desplazados y tuvieron que venir a Bogotá. Estando en Bogotá se sintieron sin lugar, sin mundo, también abandonados… Estas son formas programadas, porque no es simplemente que el Estado se ausente sino que se hace presente programando su ausencia o actuando de una manera que resulta muy negligente para estas comunidades. Y, cuando el Estado se presenta, muchas veces lo hace solo para defender un espacio público tendencialmente privatizado o para defender una noción de seguridad muy restrictiva. Y luego, después de que desalojaron a esta comunidad del Parque Nacional, estas personas terminaron asignadas a unos lugares con unas condiciones infrahumanas, donde la gente no cuenta con las condiciones mínimas para sobrevivir de una manera digna y, a la vez, recibe formas de rechazo institucional. Es muy injusto porque son personas sometidas a unas violencias que no se reconocen suficientemente, no se muestran en medios de información dominantes y, cuando la gente explota porque ya no puede más, eso es lo que se enfoca. Solamente es el gesto de agresión y se descontextualiza todo el horizonte de relaciones que está en juego.
¿Cree que hay una lectura particular de la situación por tratarse de manifestantes que hacen parte de una comunidad indígena?
Tengo la impresión de que las comunidades indígenas, las comunidades racializadas, desde las lógicas coloniales imperantes en Colombia, se han infantilizado y se han reducido a un lugar de irracionalidad. Entonces cuando estas comunidades expresan su indignación de manera afectiva, que a veces puede ser algo cruenta y se puede visibilizar como agresividad, el juicio tiende a pensar que lo hacen porque son “incivilizados” o porque les falta una formación institucional y deliberativa. Eso asigna de nuevo a estas comunidades un lugar de marginalización, caracterizado por una visión muy dicotómica entre razón y afecto.
Pero toda posición de sentido, toda posición que se puede asumir sea exacerbada o parezca que se que se manifiesta con calma, siempre está situada afectivamente. En el caso de los indígenas hay que considerar el hecho de que son manifestaciones que se han escalado porque responden a un escalamiento de las violencias sistemáticas que han padecido, por eso de nuevo esto tiene que ver con la racionalidad de las violencias.
La rabia también manifiesta el reconocimiento de una injusticia. La rabia se escabulle pero también se escala y se puede convertir en ira. Cuando no se escucha, cuando simplemente se asume que no hay una razón de fondo para expresar el descontento, la rabia se desborda. Sin duda los policías que estaban allí son sujetos de derechos y no son necesariamente los responsables directos de lo que estas comunidades están padeciendo, pero no hay que perder de vista las múltiples violencias progresivas que ha ejercido la fuerza policial como parte de la violencia institucional.
Entonces, en lugar de simplemente acallar esas manifestaciones como irracionales y como inadecuadas, en lugar de acudir a esos eslóganes de que tiene que imponerse siempre una expresión pacífica y pacifista —afirmaciones muy reductivas—; lo que hay que ver es por qué se están produciendo estos gestos, cuáles son sus condiciones y posibilidades y qué nos indican sobre nosotros mismos.
Durante las manifestaciones la policía ha sido leída como la representación del Estado en la calle. En esa representación se muestra ese Estado como uno violento y represivo, pero ahora con otro gobierno parece querer mostrar otras caras. ¿Qué piensa?
Lo que ha prevalecido en Colombia es un estado muy securitario con una visión muy restringida de la participación política y que tiende a reprimir como violenta a cualquier manifestación que confronte el orden dado de cosas para expresar una inconformidad popular. Eso ya es muy problemático y ha caracterizado hasta hace no tanto la relación que el Estado o las instituciones de control y de seguridad han establecido frente a la protesta social.
Tendencialmente ha habido una negación casi que manifiesta al derecho de protestar porque los procesos y las organizaciones populares han sido bastante perseguidas y maltratadas.
Las manifestaciones uribistas recientes, sin embargo, muestran algo diferente porque ahora el uribismo está ocupando el lugar del disenso y eso también es bien extraño, porque el uribismo ha sido una fuerza que quiere mantener el orden de privilegios dado, que ha sido hasta ahora hegemónico, y que tiene que ver sobre todo con una cooptación del Estado por parte de ciertos intereses particulares, de terratenientes y corporaciones que se han fusionado con sus intereses territoriales. Aunque esa ha sido su posición dominante, hoy en día no está en el poder gubernamental y entonces quiere ocupar el lugar del disenso. Ese lugar del disenso es bastante complejo porque, como ya lo dije, no estar en el gobierno no quiere decir que no necesariamente ocupe una posición que está intentando mantener el orden de cosas y busca evitar cambios estructurales que transformen realmente las condiciones del país.
Entonces, vemos un movimiento que está tratando de apelar al lenguaje de manifestación y protesta y de ocupar las calles y lo público pero, en realidad, su ideología está muy lejos de ser una verdadera defensa de lo público y de la importancia de la organización de base popular. Es una ideología muy igualitaria que apela, simplemente, a dimensiones de lo popular para movilizar masas que refrenden su visión desigualitaria de la sociedad.
Toda la conexión desde esa ideología y ese partido con sectores de poder muy fuertes, que tendencialmente han sido defendidos por la fuerza pública, no representan una amenaza para el statu quo establecido. Lo que es ahora paradójico es que en Gobierno haya unas ideas que quieren confrontar algunas de esas dinámicas que han sido hegemónicas y eso no va a suceder sin tensión. Por eso ahora las protestas se producen para contener esas transformaciones estructurales y el verdadero cambio sobre lo que permanece vigente, antes no.
Esta reciente manifestación, al igual que la marcha uribista del 26 de septiembre y guardando proporciones, dejó carteles de la Policía que dicen: “SE BUSCA” con las caras de personas que cometieron presuntamente actos “criminales”. ¿Tiene sentido ponerle rostro a la violencia?
Es importante que una serie de discursos se puedan contener y se puedan deslegitimar como permisibles y válidos en el espacio público. La estrategia de decir ‘esto no se puede afirmar’; ‘esto va en contra de múltiples garantías y derechos reconocidos por la Constitución’; ‘Esto se puede condenar como un discurso de odio o incitador a la violencia’; hace parte de una medida razonable y válida pero insuficiente. No se trata solamente de prohibir ciertas enunciaciones sino también de transformar los lugares de enunciación desde donde se pronuncian, las experiencias y las prácticas que les dan vida, etc. Hay que considerar por qué siguen emergiendo y por qué tienen una fuerza tan persistente en nuestra sociedad esos discursos. Tiene que ver con instituciones que siguen siendo muy desigualitarias, racistas, coloniales —y que funcionan con este carácter de la violencia lenta que ya mencioné— y también con prejuicios que a veces ni siquiera se reconocen a través de prácticas de estigmatización que se naturalizan. Tenemos que cambiar sentidos comunes, hábitos sensoriales, relaciones entre unos y otros, espacios y formas de organización que han sido hegemónicas en la vida pública colombiana.
Es difícil transformar ciertos hábitos que nos han acostumbrado a despreciar a los otros —porque también habitamos instituciones que son incentivadas bajo las lógicas del desprecio—. Y hay algo más de fondo que solo contener y prohibir esas manifestaciones. Está en juego la cultura de la dignidad en una cultura del desprecio.
Las agresiones de manifestantes a policías que han ocurrido han dado pie a la oposición del Gobierno actual, que se muestra a favor de la protesta, para deslegitimarla.
Cuando se dan este tipo de agresiones y los medios focalizan la atención, sobre todo, en las agresiones de los manifestantes hacia los agentes del orden público, nada qué hacer: da pie a reducir la protesta en un acto criminal que puede ser judicializado. En algunos casos se podría decir que, estratégicamente, esas formas de agresión siempre corren el peligro de terminar ayudando a deslegitimar la protesta social. Y, por eso, muchas veces se recomienda que no se recurra a esos actos de agresividad justamente para no contribuir con ese relato. Sin embargo, ponerse en el lugar de quien enjuicia y decir que los indígenas debieron evitar usar esas agresiones para no ayudar a deslegitimar su manifestación, pierde de vista esa dimensión de exceso afectivo que también mencioné. Cuando uno no puede estar en el lugar de estas comunidades ni saber por lo que han padecido y si se da ese exceso —que tiene que ver con el escalamiento de la rabia en ira—, hay que mirar también qué lo posibilitó.
Entiendo esas voces que dicen que ese tipo de agresiones terminan pudiendo reforzar esas visiones de la posición actual que ha tendido a ser muy arbitraria con la protesta social y que ha tendido a estigmatizar la protesta como vandalismo o como mera violencia. Pero siempre hay que tener mucha prudencia y cuidado en los análisis políticos y establecer diferencias. Nos gustaría que las protestas recurrieran a dispositivos que son más políticos y que sólo usan la violencia simbólica y tiendan a crear formas muy experimentales y muy relacionales de manifestación, pero no. Muchas veces no puede ser así porque quienes protestan están sometidos a una violencia estructural y toda la exigencia no tiene que ponerse del lado de la protesta, sino que tiene que considerarse por qué la protesta justamente. Y por qué es que se escalan esos casos de agresión. En resumen, no es simplemente exigir unas condiciones modélicas o unas condiciones normativas muy fuertes a la manifestación si se pierden de vista los afectos que la provocan.
El presidente Gustavo Petro reconoció los motivos que produjeron la rabia en la comunidad indígena Embera pero primero rechazó los hechos violentos y se solidarizó con los policías heridos. ¿Cómo lee las reacciones del mandatario?
Gustavo Petro fue por mucho tiempo la oposición. Su discurso en gran parte tiene que ver con reivindicar valores progresistas en los cuales se reconoce la importancia de la protesta. Sin embargo, ahora ocupa un lugar de poder y de representación de muchas instituciones, estamentos, incluida la fuerza pública. Una vez hechas todas estas movidas institucionales que tienen que ver con cambiar una lógica de ésta última —bastante paraestatal y corrupta—, el gobierno también debe tomar una posición de defensa de las instituciones existentes porque cuenta con ellas para poder mantener su poder. Eso no quiere decir que tenga que conservarlas como están, quiere decir que es comprensible que el presidente tome esas dos posiciones porque Petro ahora no es solo el líder de los movimientos populares, tiene que respetar la autonomía y diferencia. La fuerza pública ha tenido prácticas que son muy ofensivas, dolorosas e irrespetuosas para las comunidades y también el Estado. Incumplir a las comunidades con los compromisos adquiridos y ponerlas en una espera indefinida es una forma muy cruenta de violencia. Petro tiene que cumplir con esa intención de transformar estas fuerzas en unas más democráticas y, a la vez, mantener la escucha y comprometerse con que se cumpla lo que ha sido pactado, de lo contrario, va a seguir reproduciendo la marginalización que han vivido estas comunidades y las agresiones a las que han sido sometidas.
Los hechos violentos resultan siendo efectivos pues Petro ya se sentó a hablar con representantes de la comunidad embera sobre sus reclamos. Pero, ¿hasta dónde la violencia para que se visibilice lo que nadie quiere ver? ¿A quién sí y a quién no se le niega el derecho a la acción directa?
Hay repertorios de acción directa que no recurren al ataque físico que pueden ser muy potentes, muy creativos y se pueden vincular con dispositivos políticos de deliberación y de solidaridad que pueden permitir que las comunidades también se organicen colectivamente.
No quiero justificar la violencia, pero se podría decir que si alguien está padeciendo una situación muy cruenta es comprensible que reaccione de una manera agresiva. Sin embargo, desde esas justificaciones se crea una relación muy lineal entre causa y efecto que en muchos casos es problemática. El asunto siempre es más complejo y están en juego relaciones en donde esa linealidad se rompe. Y hasta que no se trate a profundidad alguna de esas relaciones, la violencia como agresión física puntual al otro, que se relaciona con las violencias institucionales, va a ser siempre una opción.
¿Cómo trabajar sobre esas condiciones para que no se llegue al punto extremo que, aunque puede ser efectivo a veces, es indeseable?
A la larga, estos hechos, que también se nombran como “acción directa”, se terminan viendo como lo que son en muchos casos: gestos desesperados que, aunque van conectados con reivindicaciones políticas de mayor calado, terminan siendo acalladas por solo fijarlas en el gesto de reacción. Aunque estas formas de acción directa tienen una efectividad inmediata para hacerse visibles, podrían ser contraproducentes. Seguramente, lo más recomendable sería que se pudieran tramitar y trabajar las condiciones de reproducción de las violencias para desmantelar y contrarrestar esos gestos agresivos por parte de la fuerza pública y por parte de los manifestantes.