Los retos para sustituir los cultivos de coca en el Guaviare
Cultivar coca es más rentable que cultivar yuca o plátano, pero cultivar coca trajo la violencia y la guerra. En tiempos de paz, en uno de los departamentos más azotados por el conflicto armado, los campesinos le apuestan a cambiar su tradición cocalera sin tener certeza sobre su futuro.
“Blanca Silva, Blanca Silva”. El micrófono del polideportivo de San José del Guaviare anuncia el siguiente turno. “Blanca Silva”, repiten mientras se levanta una mujer de unos cuarenta años de su asiento junto a su hija que no pasa los diez. Blanca se abre paso entre el centenar de familias que se encuentran reunidas este miércoles junto con miembros de la gobernación y la alcaldía municipal. Ella es madre cabeza de hogar de una de las familias campesinas que, en San José, se han acogido al nuevo programa de sustitución voluntaria de cultivos que el gobierno colombiano impulsa desde enero de 2017. Esto en el marco de la implementación del punto cuatro del acuerdo de paz, firmado entre el Gobierno y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), que aborda el problema de las drogas y los cultivos ilícitos. “Esperamos que esta vez el Gobierno cumpla lo que nos ha prometido, que no nos abandonen, es la única forma en la que podremos dejar la coca para pasar a la legalidad”, dice Blanca mientras sostiene el cheque que los representantes del gobierno departamental y municipal le acaban de entregar para hacer efectivo en la sede del Banco Agrario de San José.
La mañana del 14 de junio, Blanca recibió uno de los primeros desembolsos por un millón de pesos (unos $330 USD) que mensualmente, y durante el próximo año, el Gobierno se comprometió a entregar a las familias que, como la de ella, cambiaron sus cultivos de coca por siembras legales o terrenos para realizar obras públicas de interés comunitario. El plan integral de sustitución considera, además, la entrega de un único desembolso de 1,8 millones de pesos ($597 USD) para la implementación de proyectos de autosostenimiento y seguridad alimentaria, como cultivos para subsistencia (de pancoger) y para la cría de especies menores, como gallinas y cerdos. A esta cifra se suman nueve millones de pesos (casi $3.000 USD) para la “adecuación y ejecución de proyectos [productivos] de ciclo corto e ingreso rápido como piscicultura y avicultura”, con el propósito de desarrollar actividades económicas que no sólo permitan la subsistencia, sino la generación constante y estable de ingresos para los campesinos.
Reunión de familias campesinas en el Polideportivo de San José. Foto: Nicolás Hernández Muñoz.
El aumento de la coca
En el polideportivo esperan el cheque las primeras 350 familias guaviarenses, de las más de 650 con las que se espera erradicar alrededor de 400 hectáreas de coca sólo en el municipio de San José. Es el inicio del plan integral de sustitución con el cual el Gobierno se propone, para el 2018, reducir al menos 50.000 hectáreas del cultivo a nivel nacional, con las más de 115.000 familias que se encuentran vinculadas al proyecto de sustitución voluntaria. Esto implicaría una ambiciosa meta para terminar con al menos un tercio de las hectáreas de coca plantadas en el país en menos de un año por medio de acuerdos voluntarios. “No quiero ser ave de mal agüero, pero puede fracasar, ojalá me equivoque, porque la intención es que eso salga adelante, que el campesino salga de la ilegalidad y que el Guaviare tenga un desarrollo agrícola para el bien de nosotros y del país”, dice Trian Jesús Zúñiga, Defensor del Pueblo en el Guaviare desde el 2014. Zúñiga se refiere a los desafíos que enfrenta el programa tanto por los grupos que se mantienen en armas –y que quieren controlar el narcotráfico–, como por debilidades para asegurar la comercialización de productos lícitos, el acopio de las cosechas y la viabilidad del proyecto en el tiempo. “Aquí ha habido gobernadores, que han implantado programas de gobierno diciendo: ‘Que siembren yuca, que eso se lo van a comprar’. El campesino entonces siembra y cuando sacan la yuca, ni la gobernación ni nadie se las compra, pierden la plata y el tiempo. Entonces la gente que tenía la esperanza en eso vuelve a los cultivos [de coca] y si no existe el plan que le asegure al campesino que le van a comprar lo que siembre o medios para distribuirlo, perdemos el año”. A esto, añade Zúñiga, se suma la falta de constancia en las políticas públicas con respecto a la sustitución de cultivos ilícitos, la corrupción y la incoherencia institucional en este tipo de programas. “Yo aplaudo este proyecto, estoy de acuerdo. Pero esos proyectos tan pequeños son paños de agua tibia que de nada sirven». Según Zúñiga a muchos campesinos no les dieron nuevos apoyos por haber sido beneficiados previamente y estos proyectos no les alcanzaba «ni para la comida de un mes».
Según el informe más reciente para el monitoreo de cultivos ilícitos en Colombia de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), los cultivos de coca aumentaron un 52 % en el último año al pasar de 96.000 hectáreas en 2015 a, aproximadamente, 146.000 en 2016. Por su lado, la Drug Enforcement Administration (DEA) calcula en su informe anual que en el mismo periodo los cultivos pasaron de 159.000 hectáreas a 188.000, lo que representa un incremento del 18 % de las hectáreas sembradas. Pese a la falta de consenso en las cifras, lo que se puede afirmar es que los cultivos de coca en el país han aumentado considerablemente. Este incremento coincide tanto con la etapa final de las negociaciones y la firma del acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC como con la suspensión de las aspersiones aéreas desde 2015, una decisión reiterada por la Corte Constitucional en abril de 2017, cuando determinó que el uso del glifosato en aspersión aérea afecta la salud humana y puede poner en peligro no sólo a las comunidades en donde hay cultivos de hoja de coca, sino al medio ambiente en su conjunto.
La UNODC plantea que las condiciones actuales presentan varios incentivos para que los campesinos decidan cultivar la coca. Primero, argumenta que el cambio en el enfoque para la sustitución de cultivos del Gobierno, que ya no se concentra en la eliminación de las plantas, sino en una estrategia que busca promover las posibilidades de desarrollo rural y transformación del territorio, han hecho que los campesinos decidan cultivar con la expectativa de que su familia o territorio se vean beneficiados por el programa, en particular, frente a las expectativas de la implementación del punto 4 del acuerdo de paz. A esto se suma un menor riesgo para el cultivador por la prohibición de la aspersión aérea y por la posibilidad de contener las pretensiones de erradicación forzosa por medio de bloqueos a la fuerza pública. Esto, a su vez, coincide con un sostenido incremento en el precio del kilo de hoja de coca, que pasó en el 2013 de $2.054 COP a $2.900 COP para el 2016.
El caso concreto del Guaviare sugiere un patrón similar a lo que se ha venido evidenciando a nivel nacional. Este departamento, según la UNODC, concentra 6.838 hectáreas de las 146.000 sembradas en el país, lo que corresponde al 4,7 % de los cultivos totales de la hoja en Colombia, lo que implicó un incremento del 26 % en la cantidad de coca sembrada en esta región, que para el 2015 se estimaba en un número cercano a las 5.423 hectáreas. Esto posiciona al Guaviare como el séptimo en cuanto a cantidad de cultivos de coca, detrás de Nariño (29,2 %), Putumayo (17,2 %), Norte de Santander (17 %), Cauca (8,6 %), Caquetá (6,4 %) y Antioquia (6,1 %), que en conjunto producen el 89 % de la hoja en Colombia, siendo los grandes focos que deben ser priorizados para impulsar los procesos de sustitución en el país. Contrario a la tendencia que habían tenido la cantidad de cultivos nacionales, la cantidad de hectáreas en el Guaviare fue fluctuante con una pequeña tendencia a la disminución hasta el 2014, cuando se empieza un lento proceso de expansión y crecimiento de los cultivos que coincide con la subida de los precios del kilo de hoja que menciona la UNODC, y que se mantiene en esta tendencia desde entonces.
“Nosotros los campesinos sembramos coca por la necesidad de sobrevivir en el Guaviare. En el campo la coca es la única alternativa que nos produce. Con la coca tenemos la comida y aseguramos nuestro trabajo”, afirma Pablo Vergara, presidente de la junta de acción comunal de la vereda Damas del Nare, en el corregimiento de Charras-Boquerón, antes de saludar a lo lejos a uno de sus compañeros cocaleros que también vino al polideportivo por su subsidio. La de Pablo es tan sólo una de las 107.000 familias que la UNODC calcula que dependen del cultivo de la coca para su subsistencia en Colombia, y una entre las más de 170.000 que, según el gobierno, obtienen su ingreso a partir de alguna forma directa de vinculación con el procesamiento de la hoja. Esta actividad es tan rentable, que cada año el conjunto de las familias que cultivan y procesan la coca producen el equivalente al 3 % del PIB agrícola del país, una cifra cercana a los 1,8 billones de pesos, que es lo que se proyecta en costos para la construcción de la troncal de TransMilenio por la Carrera Séptima en Bogotá.
Coca como maleza
Como lo cuenta Pablo, la necesidad de supervivencia es un factor de gran importancia para que la coca siga siendo una alternativa para los campesinos del Guaviare. Según el índice de Pobreza Multidimensional (IPM), el 75 % de la población del departamento es considerada pobre, mientras que el promedio nacional se mantiene muy por debajo en el 49 %. La situación empeora cuando se consideran sólo las zonas rurales, donde la incidencia de la pobreza se torna más drástica. El IPM rural del Guaviare muestra que nueve de cada diez campesinos son pobres, mientras que el promedio nacional es de ocho de cada diez. “El tema de la coca es que cada dos meses está cogiendo, mientras que el plátano es un año para poder sacar un racimo. Entonces es obvio que la coca está por encima de todo, con eso mucha gente hizo fincas, con eso mucha gente le ha dado estudio a sus hijos”, cuenta Blanca Silva, mientras recuerda cómo muchos de sus vecinos pudieron tener acceso a una cantidad de dinero que posibilitó, por más precario que haya sido, el desarrollo de zonas rurales y la movilidad social de familias que de otra forma hubieran continuado marginados y excluídos de la posibilidad de una vida digna.
Y es que la rentabilidad del cultivo de coca lo dice todo. Para 2015 se calculaba que un productor de hoja podía obtener, en promedio, 13 millones de pesos ($4.320 USD) brutos anuales por cada hectárea sembrada, mientras que un sembrador de cacao, uno de los productos agrícolas legales con mayor rentabilidad en la actualidad, en el caso más optimista, estaría recibiendo unos 3,6 millones de pesos (cerca de $1.200 USD) brutos anuales por cada hectárea que plante. Lo que muestra una de las grandes dificultades frente a los proyectos de erradicación y sustitución: la coca tiene una rentabilidad que ningún cultivo legal tiene, y en estas condiciones es difícil convencer a los campesinos de que abandonen una renta tan alta y estable como la que les ofrece el narcotráfico y que les ha posibilitado asomar la cabeza, al menos un poco, sobre la miseria.
A la incidencia de la pobreza en el campo y la altísima rentabilidad de la coca, se suman los altos costos de producción agrícola y de transporte en Colombia. “Es que acá la coca crece como maleza”, confirma Pablo Vergara al considerar las dificultades que tienen muchos campesinos de tener cosechas exitosas en las tierras pobres en nutrientes del Amazonas. “Eso crece solo y casi que sin cuidados”, dice Blanca cuando se refiere al mismo tema. Definitivamente un problema propio de la región del Guaviare, que es un territorio de transición entre la Orinoquía y la Amazonía, es que los suelos difícilmente logran una producción a gran escala sostenida en el tiempo. Para mantener la calidad de la tierra o mejorar las posibilidades de un buen cultivo toca invertir una gran cantidad de dinero en insumos agrícolas. Recursos que muchas veces los campesinos no tienen. Pero, incluso suponiendo que la cosecha de cualquier fruto legal fuera exitosa, los campesinos deben enfrentar la imposibilidad de llevar sus productos a los grandes centros de consumo porque los altos costos en los fletes impiden que los campesinos en zonas marginales, que es donde suele producirse la coca, tengan acceso a los circuitos comerciales legales. “Hoy si sembramos una mata de plátano o de yuca y vamos a venderlo, nos vale más el transporte que el racimo de plátano, porque no está garantizada la comercialización y los precios, por eso el campesino sembró coca y seguirá sembrando si no le cumple el Estado”, asegura Pablo Vergara con cierta indignación. Y esta opinión la comparte Zúñiga, el Defensor del pueblo: “Es que a los campesinos les llega a la puerta de la finca el que les compra la hoja o la pasta de coca, mientras que con cualquier otra cosa les toca asumir los costos del camión a ellos mismos, sin tener la certeza de que lo van a poder vender, y sin que el Estado les ofrezca ninguna seguridad, que es una de las debilidades del programa de sustitución ahorita”.
La coca y el Guaviare
“El cultivo de coca es histórico en el Guaviare, ya llevamos más de tres décadas en esta actividad”, relata Carlos Romero, presidente de las Asociaciones de juntas de acción comunal del municipio de San José, mientras va reconstruyendo la historia de la coca en este departamento desde una pequeña oficina en la radio comunitaria. “Los primeros cultivos no los controlaba ningún actor, los primeros grupos narcotraficantes en Colombia sólo necesitaban que el campesino les entregara la producción para ellos comerciar”. Las riquezas que ofrecía el tráfico de drogas fue atrayendo tanto a campesinos esperando beneficiarse de la bonanza cocalera, como a los distintos grupos armados que había en el país y que esperaban enriquecerse para financiar sus respectivas ambiciones. El desmembramiento del Cartel de Medellín tras la muerte de Pablo Escobar y el debilitamiento de los Carteles de la costa Pacífica en Cali y el Norte del Valle dejó un vacío sobre el control del narcotráfico en Colombia que las FARC y los grupos paramilitares esperaban controlar. En el Guaviare, desde principios de la década del noventa, el tráfico de cocaína empezó a ser regulado por las FARC, desde el cultivo hasta la comercialización, imponiendo, al principio, un impuesto a la producción de cada kilo de hoja y de pasta base, y luego, a medida que consolidaron su control social y territorial, ejerciendo el papel de Estado, al dirimir disputas, impartir justicia, regular las actividades delictivas y para reglamentar las actividades económicas y agrícolas de la región, favoreciendo al pequeño campesino frente a las pretensiones expansionistas de los terratenientes, e impulsando la diversificación agrícola y los cultivos de subsistencia. “Acá la gente estaba acostumbrada a las FARC, ellos eran el Estado cuando no había ningún otro en el departamento”, afirma Romero mientras mantiene la mirada fija a través de sus gruesos lentes que muestran determinación para denunciar al Estado y para explicar la compleja y conflictiva historia del Guaviare con los grupos armados y el narcotráfico.
“Luego aparecieron los paramilitares, que empezaron a controlar territorios, y pusieron a todo el mundo a comerciar la coca con ellos, que cobraban el impuesto, y manejaban todo el negocio en sus territorios”. La incursión del paramilitarismo en los Llanos Orientales y las disputas subsecuentes con las FARC por el control territorial y por el narcotráfico dejó a la población civil en medio del fuego cruzado. Entre estos, tal vez los campesinos cocaleros fueron los más afectados, ya que tanto el Estado, con su política de criminalización de los cultivadores, como los grupos armados terminaron imponiendo una persecución asfixiante al eslabón más débil de la producción de cocaína. Romero cuenta que, en su momento, “muchos civiles, muchos campesinos fueron víctimas porque los señalaban, que usted es amigo de no sé quién, que usted es informante de este o de otro, que usted le vendió la coca a la guerrilla o a los paramilitares entonces usted es un enemigo de nosotros y ahí cayó mucha gente. Después sucedieron hechos como la masacre de Mapiripán, que fue muy conocida, pero acá adentro del Guaviare se dieron muchos enfrentamientos internos y no se sabe cuántos muertos quedaron después de eso”.
Cerca del 90 % de la población del Guaviare ha sufrido los vejámenes de la guerra
La situación se tornó tan crítica que, según Romero, el Estado decidió intervenir directamente en el departamento, para lo que fundó la base militar antinarcóticos ubicada en la cabecera municipal de San José, desde donde se comandó la fumigación aérea, las operaciones de contraguerrilla y el control militar de la zona, especialmente en áreas rurales, que estaban en manos de los grupos armados. “Empezaron a hacer presencia más activa en municipios como Miraflores, Calamar, El Retorno, que estaban controlados por la guerrilla, en San José no hubo casi hostigamientos, pero el Estado tuvo mucho problema para poder controlar el territorio”.
Para el 2005 la guerra, por fin, empezó a mermar. Con la desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y de otras estructuras paramilitares en ese año y la más reciente desmovilización de las FARC en el 2017, se ha contribuido a desescalar la violencia de forma notoria en el Guaviare, así como en otras regiones de Colombia, dejando atrás la parte más cruenta y convulsionada del conflicto. Pero estos grupos han dejado tras de sí a muchos disidentes que han optado por continuar en armas para controlar el lucrativo negocio del narcotráfico y continúan siendo una amenaza constante que, incluso hoy, muchos habitantes del Guaviare siguen sufriendo. “Estas disidencias, tanto de los paramilitares como de la guerrilla hoy día, siguen haciendo presencia, siguen extorsionando, siguen manejando y trabajando alrededor del cultivo de la coca y eso está haciendo el frente primero de las FARC actualmente hacia lo que es Miraflores y El Retorno, que siguen trabajando como de costumbre y que se oponen a los acuerdos y la sustitución”, afirma Romero con cierta reserva frente a un verdadero final de la violencia en el Guaviare.
Las cifras de víctimas asociadas al conflicto armado en el Guaviare muestran la dimensión y la crudeza de la guerra. Entre 1985 y 2015 se han registrado 98.545 víctimas en el departamento, de un total poblacional de 108.000 personas, lo que quiere decir que cerca del 90 % de la población del Guaviare ha sufrido los vejámenes de la guerra. “Sabemos que la coca ha sido uno de los factores generadores de violencia, que también han azotado nuestras veredas, nuestras regiones. Nuestras comunidades han sido víctimas de desplazamiento forzado, perseguidas por los narcotraficantes, víctimas de los grupos armados al margen de la ley y del Estado”, comenta Pablo Vergara, el líder campesino, cuando se refiere a las consecuencias humanas que ha dejado el conflicto en El Guaviare. “La coca es sagrada y comerciar con ella está prohibido, por eso es que se ha cobrado tanta sangre”, condena William, uno de los líderes tucanos del resguardo ‘El Refugio’ en San José.
Una estrategia fallida
Las estrategias que ha utilizado el gobierno colombiano desde inicios de la década de los noventa para combatir los cultivos ilícitos se han enfocado en la erradicación forzosa por medio de la aspersión aérea con glifosato principalmente, y por medio de la erradicación manual. Desde la implementación del Plan Colombia en el 2002 se empezó a integrar la posibilidad de realizar proyectos alternativos de desarrollo para las familias cocaleras, aunque estos han probado ser poco efectivos y no muy duraderos. Estos son los que Zúñiga, el defensor del pueblo, describe como “paños de agua tibia», proyectos que tenían una duración muy corta, con largos trámites burocráticos que se consumían los subsidios y una asistencia técnica que poco se ajusta a las necesidades y las capacidades de las regiones en donde se querían implementar. “En uno de los proyectos acá en el Guaviare la asistencia que daban era para enseñarle al campesino a sembrar un palo de yuca o un platanal y eso es algo que los campesinos ya saben, se estaba perdiendo el tiempo y la plata en eso”. Juan Carlos Garzón, investigador asociado de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), lo pone en una de sus columnas de la siguiente manera: “La fórmula repetida ha sido mucho garrote y algo de zanahoria, con medidas represivas desarticuladas e ineficientes, así como experiencias de desarrollo alternativo que aparecen más como anécdotas que como historias de éxito”.
La incapacidad estatal para combatir los cultivos de coca ofreciendo alternativas reales para el desarrollo y el sostenimiento económico de las familias dedicadas al cultivo ha hecho que la estrategia en contra de los cultivos recaiga, sobre todo, en la aspersión aérea con glifosato y, en menor medida, de la erradicación forzosa sobre tierra. El primer informe trimestral de la FIP sobre la sustitución de cultivos ilícitos, de julio del 2017, apunta precisamente sobre el verdadero problema de fondo frente a este nuevo programa de sustitución, que tiene que ver con la capacidad del Estado de transformar e integrar los territorios afectados por los cultivos, lo cual requiere, necesariamente, la provisión de bienes públicos, el desarrollo de infraestructura, la generación de capacidades locales y oportunidades económicas legales. Lo anterior, sobre la base de un proceso que necesita importantes recursos, tiempo, coordinación y liderazgo político. De lo contrario no se podría, según la FIP, tener éxito en la sustitución de cultivos, una situación que se agrava con la constante vuelta del gobierno sobre las estériles políticas de erradicación forzada para tratar de dar resultados inmediatos y no soluciones en el largo plazo.
Esto se suma al informe Coca, cocaína y narcotráfico (2017) del Centro de estudios sobre seguridad y drogas de la Universidad de los Andes asegura que «para reducir la oferta de cocaína son más eficientes los esfuerzos en incautaciones y destrucción de infraestructura que los esfuerzos en erradicación». El informe menciona que no hay una correlación estadística entre la suspensión de las aspersiones con glifosato y el aumento de las hectáreas de coca cultivadas en el país, de hecho muestra otros estudios que han demostrado estadísticamente que «las fumigaciones aéreas no tienen un efecto significativo en el cultivo de coca». Y es que la fumigación con glifosato ha demostrado ser una de las más costosas e, irónicamente, peores resultados ha dado. El gobierno colombiano fumigó, entre el 2003 y el 2014, cerca de 1,8 millones de hectáreas para una reducción neta de los cultivos de coca en el mismo periodo de 14.000 hectáreas, y una inversión de varias decenas de millones de dólares, además de altísimos costos sociales, económicos, institucionales y ambientales. Es decir, se pasó en una década de tener algo cercano a 85.000 hectáreas de coca a tener una cifra cercana a las 70.000 con una inversión muy alta que rindió muy pocos frutos. Según el informe final de la Comisión Asesora para la Política de Drogas en Colombia del 2015, la estrategia de aspersión ha sido poco efectiva en sus propósitos, ya que se necesita fumigar alrededor de 30 hectáreas de territorio para eliminar una de coca, con un costo aproximado por hectárea aspersada de $2.600 dólares, por lo que el costo de eliminación de una hectárea de coca mediante esta estrategia es de cerca de $72.000 dólares. “Desde el punto de vista costo-efectividad, esta política resulta muy ineficiente, pues el valor de la hoja de coca sembrada en una hectárea es de aproximadamente $400 dólares, y el valor de la cocaína que de allí se puede extraer de cerca de $3.600”, dice el informe. Otra investigación, realizada por Eleonora Davalos, cuyos resultados fueron publicados recientemente en la revista International Journal of Drug Policy, muestra que un incremento de US $5,55 en el gasto social por habitante, previene la aparición de toda una hectárea de coca. Lo cual contrasta, como lo señala Davalos, con los US$1.954 que se gastaban por hectárea en la aspersión área. Muchas veces la cantidad de hectáreas aspersadas no se representaba en una reducción equivalente o siquiera sustancial de los cultivos de coca, tanto en el Guaviare como a nivel nacional. Bernardo Betancur, miembro del Observatorio de Cultivos y Cultivadores Declarados Ilícitos (OCCDI) de Indepaz, asegura que “la aspersión es una política fracasada, se han fumigado millones de hectáreas con una gran inversión que pocos créditos ha dado, se ha perdido mucha plata en el glifosato, plata que pudo utilizarse para promover el desarrollo rural en las zonas cocaleras”.
Costos ambientales y sociales
A la ineficiencia económica de esta política de erradicación se suman los enormes costos ambientales y sociales. “El glifosato es lo más destructivo, en todo el sentido de la palabra”, dice Blanca Silva notoriamente afligida, y agrega: “Acaba con el medio ambiente, con las montañas, con los animales, con los cultivos de comida, la tierra queda estéril.” Los efectos dañinos del glifosato han sido registrados por diversos informes. La Organización Mundial de la Salud (OMS) que afirma que este químico tiene propiedades que podrían ser cancerígenas al entrar en contacto con las personas. En Colombia la Corte Constitucional falló en 2017 confirmando la decisión tomada por el presidente Juan Manuel Santos en 2015, cuando se detuvieron las fumigaciones aéreas, concluyendo que el glifosato es dañino para la salud humana y para el medio ambiente, por lo que su uso quedó restringido. Blanca afirma, además, que incluso la erradicación manual muchas veces llegaba a las fincas a acabar con los cultivos de subsistencia, a imponer autoridad sin ofrecer una alternativa para el desarrollo económico de los cocaleros. Por su parte, Betancur asegura que “el fracaso de las políticas de erradicación forzada [con aspersión o terrestre] es que no ofrecían ninguna otra posibilidad para la subsistencia y desarrollo de los campesinos, les quitaban el sustento y no daban ninguna oportunidad o apoyo. Los cocaleros volvían a sembrar entonces y encontraron formas de evitar la aspersión, camuflando la coca en otros cultivos o en la selva”. Pese al fracaso de estas políticas de erradicación forzosa, el Gobierno continúa pensando que al menos la mitad de los cultivos erradicados serán eliminados de forma forzosa. Si algo quedó demostrado con la masacre de seis campesinos a manos de la policía antinarcóticos en Tumaco, es que la sustitución forzosa terrestre puede exacerbar tensiones entre los campesinos cocaleros y la fuerza pública que pueden estallar en graves conflictos sociales con nuevas formas de violencia que, al menos en el departamento de Nariño, ya dejaron víctimas fatales y un sin sabor frente a la reminiscencia del conflicto y de una política fallida que todavía no empieza a arrojar resultados sostenibles.
A pesar de esta insistencia en este tipo de políticas, el Gobierno ha mostrado interés y voluntad de ofrecer una nueva perspectiva al combate de los cultivos ilícitos con el nuevo proyecto que se viene impulsando desde este año con los acuerdos de paz. Carlos Romero, el líder social de San José, rescata del nuevo proyecto que incluye la opinión y punto de vista de los campesinos. “Se está escuchando a los cocaleros, a sus opiniones y experiencias para construir un proyecto efectivo que reduzca los cultivos de coca y que les dé una posibilidad real para subsistir”, además considera que la negociación con comunidades y no con familias individuales es uno de los mayores aciertos del nuevo proyecto de sustitución. Pablo Vergara, por su lado, dice que existe entusiasmo con el proyecto porque “este proyecto tiene una inversión grande, tiene una continuidad en el tiempo, si el gobierno cumple lo pactado, porque nosotros no acordamos con las FARC, sino con el gobierno, el campesino va a dejar la coca y va a empezar a cultivar legalmente”. Después del primer año del proyecto, que considera 12 millones ($3.960 USD) para terminar con los cultivos, 1.8 millones ($597 USD) para asegurar proyectos agrícolas de subsistencia, y 9 millones (casi $3.000 USD) para un proyecto productivo de ciclo corto e ingreso rápido, se suman, durante el segundo y último año del proyecto, 10 millones de pesos ($3.300 USD) para un proyecto productivo que pueda ofrecer una vida digna a las familias que se acojan al programa de sustitución después de finalizar el proyecto. Durante todo este proceso el gobierno ofrecerá asistencia técnica con un costo aproximado de 3,2 millones de pesos (casi $1.060 USD) por familia, movilizando más de 660 técnicos y profesionales agropecuarios para acompañar a las comunidades. “Este es el momento, los campesinos le tienen fe al proyecto, el gobierno ha mostrado voluntad de hacer las cosas bien, si el gobierno cumple podríamos dejar atrás la coca y la guerra y empezar a construir un futuro distinto”, Carlos Romero esperanzado ante las posibilidades que este nuevo proyecto de sustitución puede tener en su departamento.
Pero las preocupaciones de Zúñiga siguen latentes. El defensor opina que el proyecto de sustitución actual se «enfoca sólo en la producción dentro de la finca campesina, pero no tiene algún tipo de componente que asegure las redes de comercialización de los productos legales ni centros de acopio que aseguren un precio justo para los productores una vez que hayan realizado la sustitución». Betancur y Romero coinciden con esta opinión y consideran que la inversión en infraestructura resulta fundamental para poder integrar a los campesinos a la legalidad. Si la sustitución va a ser exitosa es necesario que los campesinos puedan tener acceso a las redes comerciales y a los grandes centros de consumo para comercializar su producción. Asimismo, una política pública proyectada al desarrollo rural en el largo plazo y a una transformación de las condiciones sociales del campo debe considerar, según Ana María Ibáñez, que en las regiones rurales marginales deben tener acceso también a servicios básicos de electricidad y agua potable, salud y educación, acceso a una alimentación adecuada y a los servicios estatales de justicia y seguridad. La titulación de los predios y la legalización de tierras también se convierten en una herramienta integral para vincular al campesino a la legalidad y para evitar despojos, asegura Romero. Es decir, el proyecto es un importante paso en la dirección adecuada pero va a requerir un esfuerzo estructural para sacar a las regiones marginadas de la pobreza para integrarlas a la legalidad y a un desarrollo económico sostenible que permita una vida digna a los pobladores de estas regiones apartadas del país. Incluso hay quienes proponen, como Pedro José Arenas de Indepaz, una perspectiva completamente diferente frente a la coca, en donde se detenga la criminalización del cultivo de coca para que se pueda regular su uso para otras cosas en vez de la producción de cocaína. “Como acabar los cultivos no es tarea sencilla, una de las ventajas que tiene legalizar el uso de la hoja de coca es ese, sustituir el uso más no el cultivo. Es decir, que los cultivos de coca se destinen a la producción de alimentos, medicamentos e insumos industriales”.
Wade Davis, reconocido antropólogo canadiense y uno de los extranjeros que más sabe sobre Colombia, va más allá y propone una legalización absoluta de la cocaína: “Una lección que nos ha dejado la historia es que la prohibición de estimulantes, alcohol o drogas, solo ha beneficiado a la mafia. La agonía de Colombia no hubiera sucedido si las drogas fueran legales. La prohibición ha sido un fracaso, se han gastado millones de dólares intentando prohibir el uso de la cocaína y otras drogas y todo lo que se ha logrado es crear burocracias que no están interesadas en que se acabe la guerra porque ya no tendrían trabajo”.
***
La reunión en el polideportivo de San José se va terminando hacia las 11:00 de la mañana, la mayoría de familias que han recibido su cheque se dirigen hacia el Banco Agrario, otros pocos comparten charlas con conocidos que también se encuentran en la reunión, y varios de los niños que están presentes acompañando a sus padres juegan con un balón en una de las canchas. El recinto se va vaciando de a poco, quedan tan solo unos pocos campesinos, la mayoría son líderes en sus veredas que esperan la finalización del proceso. Romero se encuentra entre ellos, y para terminar ofrece algunas palabras de aliento: “Hay que seguir trabajando, uno no se puede dar por vencido, la gente en las ciudades, desde las universidades, hay que trabajar para construir un país y un futuro mejor para el Guaviare y para todos los demás también”. Blanca también se despide, pidiendo “a los congresistas, al gobernador, a los dirigentes, que nos escuchen. Somos campesinos, somos personas que quieren salir adelante, queremos que nuestros hijos puedan estudiar, ir a una universidad. Estamos dispuestos a apostarle a este proyecto pero que no nos vuelvan a abandonar”. La mañana termina y el recinto queda vacío. Empieza un fuerte aguacero que no impide que los campesinos salgan decididos a cobrar el primer subsidio que los vincula oficialmente al proyecto integral de sustitución. Se siente en el aire un optimismo cauteloso. La apuesta debe ser por un cambio que le permita al campesinado colombiano “tener sus necesidades básicas satisfechas, que pueda tener una vida digna. Si así fueran las cosas no habría ni violencia ni coca, estoy seguro», dice Pablo Vergara mientras se pierde junto a su esposa entre la multitud de campesinos que inundan las calles de San José del Guaviare.
*Nicolás Hernández Muñoz es estudiante de Historia y Economía en la Universidad de los Andes. Este reportaje fue realizado en el marco de la clase Crónicas Colombia: Guaviare 2017 de las opciones en Periodismo y Medios del Ceper.