¿Cómo se vería Bogotá desde el edificio más alto de Colombia si William Hernando Rojas no arriesgara su vida para mantener impecables sus once mil ventanas?
A 175 metros de altura, William Hernando Rojas comienza su descenso por la fachada de la Torre Colpatria, el edificio más alto de Colombia. Desde allí, todo se ve en miniatura y apenas es posible distinguir los carros y las personas sobre las calles. El paisaje es una maqueta donde las casas, los edificios y los árboles son juguetes. Este hombre se dispone a pintar la fachada de los tres primeros pisos del edifico. Las marchas estudiantiles de los últimos días han dejado sus secuelas. Durante el descenso, para no pensar en el vacío, se concentra en la técnica de su trabajo. Hoy, el clima es favorable: hay poco viento y un sol radiante.
Rojas no realiza esta tarea sólo. “Somos tres; dos que bajamos en la canasta y otro que se queda en el techo de la edificación, pendiente de nuestra seguridad. Generalmente, nos turnamos estas funciones porque estar parado en la canasta todo el día cansa mucho”, manifiesta Rojas.
Mientras él pinta la fachada, su acompañante se sostiene de la Torre. “La canasta no lleva un riel; está simplemente suspendida en el aire. Entonces, cuando uno se agacha a pintar, se balancea y por eso el compañero debe sujetarse”. Al trabajar en alturas, la vida de uno depende del otro. Dicha confianza también se comparte con los jefes, quienes velan por la seguridad de sus operarios. “Mi jefe es el director de planta física y si yo le digo que necesito reemplazar un equipo, él no me lo va a negar porque sabe que yo soy el que conozco este oficio”.
La seguridad se garantiza desde los preparativos. Antes de bajar, William y su compañero revisan que cada uno tenga el equipo completo: el arnés, el casco, las gafas, los guantes, las botas de punta de acero, el mosquetón y los ochos. Luego, llevan a cabo el proceso de anclaje en el que sujetan su arnés a las cabuyas o “líneas de vida”, la cuales les permiten quedar suspendidos en el aire en caso de que ocurra algún accidente con la canasta o alguno caiga de ella. A continuación, abren las rejas del piso 48 de la Torre, suben a la canasta de hierro y quedan suspendidos en el aire. A medida que Rojas y su compañero terminan de pintar un sector de la fachada, la persona que está pendiente de ellos desde arriba, se encarga de bajar la canasta unas 3 o 4 ventanas, es decir, igual número de pisos.
Estos sistemas de seguridad no siempre han sido así. A lo largo de los años, William ha visto la evolución de los protocolos de los trabajos en altura. Cuando este hombre se vinculó a Colpatria, no se utilizaba un arnés sino únicamente un cinturón que iba amarrado a la canasta. Las tecnologías cambiaron tras una visita que hizo la aseguradora a la Torre y de sus empleados, donde le exigió a Colpatria comprar los equipos requeridos para este tipo de trabajo y cumplir los protocolos de seguridad. “Los equipos deben ser renovados cada dos años y cada dos meses se le debe hacer mantenimiento a las canastas” comenta Rojas. El cuidado del equipo de seguridad es primordial. Entre sus compañeros, este bogotano se caracteriza por ser el que más insiste en el buen trato que debe se le debe dar al equipo de seguridad: “no es simplemente para un día, ni para un ratico, esto es para mi vida”. Aunque no se ha registrado ningún accidente en la Torre, las condiciones climáticas pueden incrementar la posibilidad de que ocurran. Ante esta situación, cuando empieza a llover se suspende el trabajo. Igualmente, en los meses de fuertes vientos, como julio y agosto, se evita realizar actividades en la fachada.
William Rojas desafía todos los días la fuerza de la gravedad. Por eso, su rutina comienza echándose la bendición y diciendo: “Señor, tiene un hijo dedicado a hacer una labor de éstas, usted sabrá hasta cuando me quiere dejar con vida”. Su trabajo no se limita a limpiar vidrios ni a pintar la fachada. También cambia los bombillos que iluminan la Torre y repara los marcos de las ventanas. “El trabajo más dispendioso es la limpieza de los cristales. Toma aproximadamente un mes y medio lavar los casi once mil vidrios que tiene la edificación”. Lo que más le molesta es cuando le caen residuos de comida mientras limpia, pues los vidrios se vuelven a ensuciar. “Por las ventanas del edifico las personas votan agua, tinto o colillas de cigarrillo, que muchas veces nos caen a nosotros en la cabeza”, dice Rojas. Es por esto que él insiste en la necesidad de crear conciencia en el personal del edificio sobre el trabajo que ellos realizan.
Recuerda que su primer día de trabajo en este rascacielos no fue fácil. “Cuando me subí a la canasta sentí ganas de vomitar, me puse pálido y no hallaba qué hacer”. No obstante, este hombre nunca le ha temido a las alturas. “En mi infancia, me subía a muros de más de 2 metros de altura y caminaba por éstos sin ninguna protección”. Cuando entró a trabajar a Colpatria, William tuvo que empezar a formarse en este oficio. Recibió capacitación por parte de sus compañeros, pues en esa época no existían aseguradoras de riesgos profesionales, que hoy se encargan de exigir estándares más altos de protección. Con el paso de los años, entró a formar parte de un cuerpo de socorro donde actualmente lo capacitan sobre los nuevos protocolos de seguridad. Tuvo que aprender técnicas de rescate y de protección contra caídas. “Frecuentemente, hacemos simulacros sobre cómo rescatar personas heridas o sin conocimiento que estén dentro de una canasta”. Pese a no haberse accidentado nunca, a menudo tiene pesadillas. “Uno a veces se sueña que los compañeros se caen de la canasta mientras estamos trabajando, y que uno no se da cuenta”.
Cuando William Rojas y su compañero terminan de pintar la fachada, son bajados al segundo piso. Se deslizan por la línea de vida hasta tocar el suelo. Tras un suspiro, William afirma: “Aunque me encanta mi trabajo, siempre se siente algo de alivio al pisar suelo firme”. Para él, estar colgado es una sensación indescriptible donde la adrenalina se convierte en el ingrediente principal de su actividad. “Si me dijeran que tengo que cambiar de trabajo para hacer otra cosa, yo lo pensaría 10 veces porque ya uno está acostumbrado, ya sé qué es lo que tengo que hacer y realmente es mi vida”. El vértigo y el susto no hacen parte de su cotidianidad, por el contrario al estar allá arriba siente paz. “No está uno con el estrés de los jefes, que mire que haga aquí, que mire que haga allá”, agrega este hombre de 55 años.
Seguro pocos se le medirían a esta experiencia por tan poca remuneración, William Hernando Rojas recibe un salario de 850.000 pesos mensuales. Incluso su esposa y sus tres hijos le piden que abandone su trabajo. “Ellos todos los días me recomiendan que así como salgo de la casa, vuelva. Dicen que no les gustaría llegar y encontrar una razón de que su papá se cayó”. Sus amigos y allegados lo tildan de loco y aseguran que se le soltó un tornillo. Su respuesta siempre es la misma: “Yo me gozo todos los días mi labor, la hago con pasión y con responsabilidad para volver a casa sano y salvo”.
En este momento, William mira hacia arriba y le indica a su colega que todo salió bien. Escasamente es posible percibir la figura de ese hombre que cuelga arriba del techo de la torre. Desde abajo se ve del tamaño de una hormiga.
*Silvia Lucía Alarcón es estudiante de Administración de empresas y está haciendo la opción en periodismo del CEPER. Esta nota fue producida en el curso Laboratorio de medios de la Opción en periodismo de la Universidad de los Andes.