Efectivamente estoy de acuerdo con la creación de curules especiales transitorias para que las FARC entren al Congreso colombiano. Y mi razón principal para sostener dicha posición es que la democracia, para mí, debe ser tan inclusiva y diversa como sea posible. En medio de todo, la democracia no radica únicamente en la autorización de un grupo de individuos hacia un representante. Después de la elección es necesario pasar a un proceso de deliberación, el cual es aún más importante en mi opinión. Pero, ¿cómo vamos a alcanzar un grado aceptable de deliberación cuando aquellos que deliberan piensan parecido? Es aquí donde radica mi punto: la deliberación se puede beneficiar sumando voces disidentes a la conversación. Esta es mi forma de justificar la inclusión de representantes de las FARC en el Congreso.
Ahora bien, una cosa es pensar en estas curules desde una perspectiva normativa democrática y otra como una forma de entrar en un periodo de paz. Si bien creo en las curules como una forma de fortalecer, o poner a prueba, la democracia colombiana, no creo en las curules como una forma de entrar en un periodo de paz. O, al menos, no creo en las curules de la misma forma en que lo hacen el gobierno y las FARC. Más bien, me atrevería a decir que se nos está vendiendo un mito acerca de la participación política como forma de construir paz.
Si pensamos en las curules reservadas para las FARC como insumo a la democracia deliberativa, estoy de acuerdo. Ahora, si pensamos en las mismas curules para la construcción de paz, no estoy de acuerdo. El mundo de los representantes, en el que viven los partidos políticos, está tan separado de nuestra cotidianidad que ni confiamos en la actividad del Congreso ni nos sentimos representados.
Leía hace unos días una de las columnas de Mauricio García Villegas para El Espectador acerca de los violentólogos, un grupo de académicos de la Universidad Nacional dedicados a estudiar el fenómeno de la violencia en Colombia. Me encontré con algo muy interesante: menos del 20 % de las muertes en Colombia obedece al actuar de grupos armados organizados. Resulta así que, como indica García Villegas, la gran mayoría de nuestra violencia proviene de nuestra cotidianidad: desde la vecina agredida todas las noches por el marido, hasta los primos lejanos que ahora son pandilleros. La inquietud que me surge es la siguiente: ¿la participación política de las FARC es una razón para que los guerrilleros, acostumbrados a una cotidianidad de violencia, se reintegren a la sociedad colombiana sin caer en otra cotidianidad de violencia?
El siguiente punto que me resulta interesante del tema es la prevención frente al concepto de “lo político”. Este término es tan desagradable para los colombianos que la desconfianza frente al trabajo del Congreso es aproximadamente del 75 % según Ipsos Public Affair (2014). Además, es común escuchar los quejidos matutinos que rezan “¿si vio? Ese proceso está más politizado…”. Pero me pregunto yo: ¿cómo no va a ser político un proceso de este tipo? ¿Acaso qué creemos que está pasando en La Habana? Toda discusión orientada a la toma de decisiones con influencia pública es algo político per se. La contradicción aquí es, entonces, que estamos pensando en darles participación política cuando al mismo tiempo nadie confía en los políticos.
Ahora, quiero tomarme unas cuantas líneas para tocar el tema de la representación. A fin de cuentas, y recurriendo a Hanna Pitkin, representar es una paradoja. El representante busca hacer presente en la discusión a alguien que está ausente, pero es importante que el ausente se mantenga parcialmente ausente para justificar el trabajo del representante. Claramente en Colombia los representados están mucho más ausentes que presentes en las grandes discusiones políticas. Prueba de ello es la desconfianza del pueblo hacia sus supuestos representantes. Ahora bien, la pregunta que me lleva dando vueltas es ésta: ¿aquellos que sean elegidos representantes de las FARC serán, en efecto, percibidos como verdaderos voceros por parte de los guerrilleros rasos?
La modalidad de curules especiales es una excepcionalidad en los sistemas democráticos. Su razón de ser, si es que son de carácter permanente, es fomentar la autonomía política de una comunidad. Ejemplo de esto son las circunscripciones especiales indígenas en el Senado y en la Cámara de Representantes. No obstante, también pueden tener un carácter temporal, como sería el caso de las FARC. El problema de siempre con las curules especiales o reservadas es que tratan a los grupos a los que se dirigen como homogéneos. Es decir, que todos los indígenas se verán representados por algún líder indígena o que todos los afros se verán representados por algún líder afro. El tiempo ha probado que esto no es así. Las comunidades indígenas se han separado y optado por la creación de distintos partidos políticos como la ASI y el MAIS, mientras que los afros se debaten en discusiones entre las organizaciones de Buenaventura y del Chocó. Entonces, ¿qué tan homogéneo es en realidad ese conjunto que llamamos FARC? ¿Sus representantes responderán a la voluntad, deseos u órdenes de aquellos que dicen representar?
Después de todas estas ideas, quiero recoger aquí mi mensaje: si pensamos en las curules reservadas para las FARC como insumo a la democracia deliberativa, estoy de acuerdo. Ahora, si pensamos en las mismas curules para la construcción de paz, no estoy de acuerdo. El mundo de los representantes, en el que viven los partidos políticos, está tan separado de nuestra cotidianidad que ni confiamos en la actividad del Congreso ni nos sentimos representados. Pero en el mundo de los representados, en el que estamos los demás, es donde se produce la violencia armada que busca contrarrestar el proceso de paz. Lo curioso es que se nos vendan las curules reservadas, un acceso al lejano mundo de los representantes, como forma de responder a la violencia de nuestra cotidianidad.
Lo cierto es que veo este planteamiento de la participación política como un mito. Me parece que la idea busca un escenario simbólico en el que Timochenko, Iván Márquez o Jesús Santrich entren al Congreso envueltos en aplausos y silbidos. Y que tanto las FARC como el Gobierno se adjudiquen ese logro. Pero, ¿y el ex guerrillero raso? ¿Qué va a pasar con este hombre cuando se reintegre a la sociedad? ¿Conseguirá trabajo o vivienda? Lo cierto es que no vivimos en el mismo mundo los representantes y los representados. Por más que el Congreso implique una arena simbólica y con una alta incidencia por su capacidad legislativa, lo que yo considero paz no se logra allí. Se logra día a día combatiendo la desconfianza crónica que sentimos unos con otros, combatientes o no.