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37+1 días sin almuerzo

Vendedores ambulantes, ancianos y niños de colegio se quedaron sin almuerzo tras el cierre repentino de un comedor comunitario. La mesa está otra vez puesta, pero en pocas semanas la historia se puede repetir.

por

Camila Gómez Wills


29.01.2013

Ilustración: Cerosetenta

Emma no tiene almuerzo. Ya lleva 37 días así. Su cara no es de tristeza ni transmite pesar. Lo que sus ojos verdaderamente reflejan es la fortaleza y la decisión de quien se ha levantado por muchos años sin la certeza de que ese día habrá un plato de comida en la mesa.

Hasta junio del año pasado su rutina no variaba mucho. Se levantaba todos los días antes de las cinco y acompañaba a su hijo a tomar el bus que lo llevaría a la enésima empresa donde buscaría trabajo. Luego se preparaba un café y buscaba en qué ocuparse. A eso del mediodía cruzaba la calle que separa su casa de la sede de la Junta de Acción Comunal del barrio Fenicia, en el centro de Bogotá, para sentarse en el comedor comunitario. Ese lugar es, en pocas palabras, un restaurante gratuito para quienes no tienen para pagarse su comida.

Ahí almorzaba. Siempre. De lunes a sábado se sentaba rodeada de vecinos, vendedores ambulantes, niños uniformados y ancianos a recibir un almuerzo caliente y completo financiado por el distrito. Ya se sabía los menús de memoria: fríjoles con arroz, sopa de fideos, papa criolla con carne.

–El comedor es un sitio de encuentro, un refugio… es el mejor lugar del mundo–, dice Germán, un antiguo usuario encorvado y de mirada amable.

Pero a finales de junio de 2012, el comedor cerró, y Emma y los otros comensales se quedaron sin su almuerzo. Sin acceso a ese plato de comida pasaron cuatro meses, en los que ese y al menos otros  44 comedores fueron cerrados en Bogotá y como Emma, casi 8.000 personas en toda la ciudad tuvieron que rebuscarse el almuerzo que les había prometido en 2006 el entonces alcalde Luis Eduardo Garzón. Su idea era parte del proyecto Bogotá sin hambre, un eslogan que resumía el ideal de asegurarle a todos lo bogotanos el derecho a no acostarse con el estómago vacío. Desde entonces, la figura de los comedores ha sufrido toda clase de cambios, reajustes y polémicas.

En septiembre 21 de 2012, el comedor fue finalmente reabierto. Pero nada está asegurado. Hoy, el comedor comunitario de Fenicia es manejado por un nuevo operador cuyo contrato vence el próximo el 25 de febrero. Eso significa que en menos de un mes la historia de Emma podría repetirse.

Ni para el gas

¿Qué pasó el año pasado con el comedor del barrio Fenicia? Cerró sin avisos y dejó a cientos de personas –como Emma– sin explicaciones y sin comida.

Emma empezó a ir donde su hermana a ayudarle a doblar la ropa, donde su hermano a cambiar algún trabajito de aseo por un almuerzo. Si no salía nada de limpieza entre sus contactos, llegaba donde su mamá a que le compartieran su almuerzo. Al preguntarle si había vuelto a recibir un mercado de la alcaldía, como sucedió cuando cerró el comedor, dice que no le habría servido de nada.

–Es que a veces no tengo gas–, responde con picardía.

El gas lo venden una vez al mes en pipetas que valen casi 50.000 pesos. No se puede pagar por cuotas y solo se puede pagar en efectivo al operador del camión que las distribuye. Sin tener un almuerzo asegurado, lo poco que logra ganarse en un día no alcanza para comprar alimentos y además separar algo de dinero para comprar el gas. Por ahora, gana unos 3.000 pesos diarios vendiendo dulces y paquetes en la esquina de una universidad cercana donde una amiga le comparte el puesto.

Los que menos tienen son los que más comparten. Ella comparte y a ella le comparten. Ese es el curso natural de la vida en esta zona donde las casas de ladrillo se apilan unas sobre otras en las colinas que rodean la ciudad. El día que el comedor cerró, ella invitó a varios ancianos a su casa a almorzar. En esa época tenía gas.

La última cena

Es la última semana de mayo 2012 y en el comedor sirven el almuerzo que a Emma menos le gusta: hígado acompañado de arroz y plátano maduro. A juzgar por la actitud de los que han llegado a comedor este día, lo mejor era el bocadillo que se entregó de postre y el jugo del que algunos lograron conseguir doble ración.

Cuando el reloj marca las ocho de la mañana, al comedor empieza a entrar un grupo de mujeres. Se trata de una casa pequeña con un piso de altura y no muy distinta a las pequeñas construcciones de ladrillo sin empañetar que la rodean.

Desde afuera, nada indica que esa construcción albergara algo distinto a una casa de familia. No hay letreros. Está ubicada a menos de una cuadra del edificio de la Facultad de Administración de la Universidad de los Andes.

Las mujeres entran conversando sobre la labor que las espera: preparar casi 450 platos de comida para las personas que empezarán a llegar más tarde buscando un almuerzo gratuito, a veces su única comida del día.

Sus ropas de calle quedan cubiertas por overoles blancos y sus rostro se pierden bajo los tapabocas y las malla para el pelo.

Son ya las once y empiezan a llegar los primeros a la puerta. El olor de comida no es intenso, pero quien tiene hambre lo debe sentir desde afuera. Una de las funcionarias sale, pide un poco de orden y organiza a los comensales en filas. De uno en uno van entrando por la angosta puerta de metal a un espacio sencillo. Otros, menos optimistas, dirían que es austero.

Aunque no hay ventanas, el sol entra por unas pocas claraboyas en el techo. Las paredes de ladrillo están cubiertas con afiches escritos con letras de colores donde  los puntos de las íes son un pequeño corazón. Los textos son moralizantes–educación cívica lo llamarían otros–y hablan de la familia, la forma adecuada de educar a los hijos y las pautas de conducta más básicas: “A los papitos y las mamitas hay que quererlos mucho”, reza uno de ellos. Venir al comedor no implica sólo alimento, sino también códigos sociales que van poco a poco permeando entre la gente. Marta, una mujer adusta con el pelo teñido de un rubio brillante y un andar seguro, es la coordinadora y pide que la gente llegue aseada, bien peinada, y bien presentada. A juzgar por los hombres de edad que entran con vestidos de paño un tanto raídos por el uso, su mensaje ya caló.

Todo el mundo pasa a recoger su bandeja con la cantidad de comida que le corresponde según su edad. Rodolfo, un hombre que no debe tener más de 40 años pero que el trajín de la vida hace que parezca de 65. Hoy vino elegantemente vestido, un sombrero complementando el traje que trae puesto. Si estuviera en otro contexto pasaría desapercibido en un edificio de oficinistas. Él se define como autodidacta y la conversación durante el infame hígado que les ha sido servido de almuerzo demuestra que ha leído como pocos. Aún conserva ese antiguo gusto por la declamación y me recita uno tras otro   fragmentos de los clásicos de la literatura occidental: Homero, Shakespeare, Walt Whitman.

Ya por terminar el almuerzo, se me acerca Manuel. Éste a su vez tiene la cara desfigurada. Su mandíbula parece estar fuera de lugar.  A pesar de la fiereza del gesto que le quedó impreso en el rostro, sus ojos transmiten dulzura. Fue torero y en la lidia perdió la movilidad de la quijada. Ya por fuera del mundo taurino, la lucha de la vida le hizo perder su casa. Tanto debía de servicios públicos que ya vale más la deuda que lo que vale la casa.

38 y contando

Corren los primeros días de septiembre y la historia ya no es la misma. Especialmente los lunes, cuando los comensales llegan ansiosos de ver el comedor ya abierto y regresan a sus casas con la frustración de confirmar que, una vez más, les han incumplido. Hasta los vigilantes de la Universidad de los Andes les piden que no sigan viniendo, que eso ya cerró para siempre y que se busquen otro lado. ¿Será mejor hacerles caso y no tener que enfrentar la desilusión recurrente? Ese lujo no se lo pueden dar, pues lo que está en juego no es el orgullo herido del que le han dicho mentiras sino la necesidad física de comer.

La casa contigua al Comedor es la sede de la Junta de Acción Comunal (JAC). Ahí, entre paredes azul claro decoradas con pintura que debió sobrar de alguna obra en una casa vecina, conozco a su Presidente: “Mancho”. Es un hombre de hablar pausado y que transmite tranquilidad a todo el que lo escuche. Quizás por eso creo lo que me dice. Se declara un novato en esto de la política, y dice que consiguió su puesto porque JAC anterior en definitiva no estaba haciendo nada. Está orgulloso de haber llegado a donde está sin apoyos de ningún cacique y sin deber favores.

El único testigo de nuestra conversación es un televisor viejo puesto con descuido sobre un archivador en una esquina. Me cuenta que el problema con el cierre tan prolongado fue que el empalme con el nuevo operador del comedor se demoró mucho más de lo previsto. A pesar de que nunca menciona las razones que hicieron necesario cambiar de operador, creo en su sinceridad cuando dice que está haciendo todo lo posible por reabrirlo. Pero a veces todo lo posible no es suficiente.

Para Marta, la antigua Coordinadora del Comedor, el asunto es más sencillo: cambiaron de alcalde y éste pone sus nuevas fichas. En la Secretaría de Integración Social, organismo encargado de financiar algunos comedores, quedaron los ediles “quemados”, aquellos que no fueron elegidos. Eso hizo que ellos quisieran sacar su tajada presupuestal e implicó el cambio de operador.

Emma llega a la hora acostumbrada. El saco rosado le hace juego a las sandalias que trae puestas. Ella tiene el aire de quien acaba de salir de casa sin haber previsto hacerlo. La pregunta de rigor: ¿Cuándo abren?

–Pronto, ya casi–, le responde Mancho a Emma y a Carlos, otro que llegó por la misma razón.

El ala del sombrero de paño que trae Carlos cae un poco sobre sus ojos y le ensombrece el semblante. Alza la mirada al cielo y ora en voz alta. No ora porque reabran el comedor, sino para que quienes lo usaban sepan agradecerlo. Sabiendo que no serán 37 días sin almuerzo, sino 38, no me cuesta imaginar que sí lo agradecerán.

*Camila Gómez Wills es estudiante de Derecho. Este trabajo se produjo en la clase Crónicas y reportajes de la Opción del CEPER.

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