Transmilenio visto desde afuera

Una francesa se enfrenta a la claustrofóbica experiencia de viajar en Transmilenio. ¿Por qué un sistema que fue amable y ejemplar se convirtió en una pesadilla?

por

Hélène Bielak


17.10.2012

Jueves, 6:00 AM, estación de Transmilenio Alcalá en el Norte de Bogotá. Estoy asombrada frente a las puertas que acaban de cerrarse. Del otro lado del cristal, el bus J70 arranca, llenísimo. No puedo creerlo. Es el tercer bus que dejo pasar porqué no puedo entrar a causa de la masa de gente. Esperando el próximo, veo desfilar otros buses con gente comprimida contra las ventanas. La situación me parece surrealista: ¿cómo es posible que los buses fueran tan congestionados tan temprano en la mañana? Y también… ¿cómo es posible poner tanta gente en un mismo espacio reducido?

Aprovecho la espera para observar la gente alrededor de mi. Rápidamente, me doy cuenta de algunos comportamientos recurrentes. Cuándo un bus llega, los usuarios que entran no dejan salir los que bajan. Una regla de cortesía elemental para mi. Además, la gente no se mueve de las puertas cuando llega un bus que no toman, transformándose en barreras vivientes para las otras personas que quieren subir. Un amigo colombiano lo explica diciendo que “muchas de las personas que no se mueven llevan demasiado tiempo esperando el bus”. Resulta un feliz tropel entre los “bajandos” y los “subiendos” y, de paso, una perdida de tiempo para el conductor y los pasajeros.

Por fin, logro subir en un bus. Está bastante lleno. Madrugar es definitivamente una costumbre colombiana.

Noto que las sillas tienen un sistema de colores. Las rojas son para todos y las azules para las personas que necesitan sentarse, como mujeres embarazadas, viejos, discapacitados, etc. Sin embargo, noto que en realidad este código no es aplicado. Ejemplo: una mujer embarazada se queda de pie en medio del bus sin que nadie le proponga sentarse en su lugar. Finalmente, es un hombre viejo que le cede su silla. Durante este tiempo, los jóvenes esquivan la situación, mirando por las ventanas.

También, unos signos en el bus me llaman la atención, como el que dice: “viaje sin armas”. ¿Acaso en Colombia hay gente que va al trabajo cada día con su pistola? Me parece absurdo…

El bus corre mucho, muy rápido. Los huecos de la carrera 14 no parecen perturbar al conductor. Es como si él quisiera batir un récord: llegar lo más temprano posible a la estación final. Durante este tiempo, tengo la impresión de balancearme de un lado al otro del bus.

He tomado varios medios de transportes públicos en varias ciudades (como en París, Nueva York, Los Angeles, Bucarest) pero el mapa de Transmilenio es el más complicado que jamás haya visto. Primero, el numero de la línea cambia con su sentido, a pesar de que hace el mismo trayecto para ir y volver. Así, el J72 se transforma en B74, el H74 en B73, el B52 en F61. Eso complica mucho una rápida comprensión de la lógica del sistema. Además, muchas líneas cogen más o menos los mismos trayectos. Al final, hay barrios enteros que son excluidos de hecho del trayecto de Transmilenio, especialmente en el sur de la ciudad.

No entiendo porque una ciudad tan grande, tan extendida como Bogotá no tiene un metro. Hoy, los buses no tienen la capacidad de acoger de manera eficiente a todos los pasajeros que toman el Transmilenio cotidianamente. Aunque nuevas líneas van a ser construidas, como en la calle 26, la carrera 10 o la carrera 7, me parece que no va a ser suficiente para los años siguientes. ¡Medellín tiene un metro desde el final de los noventas y su población es tres veces más inferior a la de Bogotá!

Por fin, llego a Las Aguas. Una marea de estudiantes baja del bus y todos se dirigen a toda mecha hasta las universidades alrededor. Que agradable tener espacio y aire de nuevo… Son las 7:12, voy tarde para mi clase.

* Hélène Bielak es estudiante del convenio de intercambio entre la Maestría en Periodismo del CEPER de la Universidad de los Andes y el Institut Français de Presse de la Université Paris 2 Panthéon-Assas en Paris.

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