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Yo sobreviví al Bataclan

Durante casi dos horas Pierre Balacey se hizo el muerto en el suelo del Bataclan. En silencio en medio de decenas de heridos y muertos logró salir vivo del peor ataque terrorista de la historia de Francia.

por

Cécile Bonté-Baratciart*


09.06.2016

Foto: cortesía de Pierre Balacey

Seis meses después de los ataques terroristas del 13 de noviembre que dejaron 129 muertos en París, Pierre Balacey —un carpintero francés-vasco de 25 años—, ha conseguido evitar los disparos frenéticos de los terroristas, pero aún no puede evitar los efectos secundarios que le dejaron los atentados. Siente un dolor en la barriga, uno que no es debido a las balas sino a un cólico en la vesícula biliar. Su cuerpo lo tiene claro: materializa lo indecible, lo indescriptible. “No se sabe realmente de dónde viene. Pero cuando hablé con el cirujano de mi experiencia en el Bataclan, él me contestó inmediatamente que no es sólo una experiencia sino un verdadero trauma”.

Balacey está sentado en el café del recinto de escalada al que acude dos o tres veces a la semana desde hace unos meses. Practica alpinismo desde hace varios años pero lo había dejado de lado después de un accidente laboral: se seccionó las falanges de tres dedos con una sierra. Hoy supera a la perfección este obstáculo, volvió a practicar el alpinismo, sigue trabajando y, sobretodo, no ha dejado de tomar fotografías y tocar la guitarra, su pasión desde hace más de una década. Sonríe mostrando su mano herida. “Me doy cuenta de que puedo hacer lo que quiera, la música, el deporte o el trabajo. Antes me encerraba en mí mismo, me sentía fatal aunque al final sólo queda sonreír”, precisa el joven.

Aquí, en la ciudad vasca de Anglet —al suroeste de Francia—, en el nuevo recinto de escalada, todos lo conocen y lo saludan. Todos vienen para escalar, charlar y para disfrutar el ambiente relajado de su natal País Vasco, un ambiente que es muy distinto a la agitación parisina.

Balacey dice que desde los atentados no ha cambiado ni de actitud ni de vida. Sigue rechazando ir al psicólogo. Nunca ha ido. Pero lo que sí ha aceptado es probar terapias de sofrología —una mezcla de ejercicios de respiración, conversación y relajación—. Cada lunes habla con la sofróloga. “Ella me dijo que hay un periodo de tiempo de un año para ver si el trauma vuelve a aparecer”, explica Balacey. Algunos familiares se lo habían advertido: el trauma tiene que salir por algún lado. “Estás digiriendo este choque” es la frase que más ha oído estos últimos meses. Puede hacer oídos sordos pero parece que una parte de su cuerpo lo ha entendido muy bien. “Al principio me estaba diciendo a mí mismo que quizás iba a caer un día, iba a enloquecer y perder el control”, recuerda y lentamente se hunde en sus recuerdos pero la mirada sigue fija en el muro de escalada. Ahí es dónde se siente vivo, con la adrenalina de estar a cuatro metros del piso sin cuerda. No está soñando. Pierre repite su historia una y otra vez.

Una pesadilla

“No quiero olvidar esto. Es horrible lo que pasó pero no lo quiero olvidar”, recalca Balacey mientras se prepara a escalar otra vez más ese muro que parece una enrredadera de vías. ¿Cuál de esas vías va a escoger hoy? ¿Cuáles serán las dificultades del día? Mirando desde detrás del ventanal de la sala, confiesa que ahora ese pasado pertenece a él y a su vida. Pero ese extraño miedo al olvido le atormenta.

Rememora cada detalle de este día manchado de sangre. Se bloquea. Hay algo que aún no había contado. Una reminiscencia de su mente, un raro entrelazamiento de lo vivido con lo imaginado. Un sueño, o más bien, una pesadilla. Tan dura, que cuando se despertó sintió que tenía que dejar registrar esta aparición. Grabó todo por la madrugada. Era la primera vez que lo hacía en su vida.

“Éramos un grupo de amigos, caminábamos en el bosque, tocábamos música. Todos empapados de alegría y buena onda. Todo tranquilo. Salvo el cielo. Un amenazante cielo negro. Aterrorizante. Pero éramos un equipo, nos arreglábamos bien. El cielo no nos caía sobre la cabeza. Nos manejábamos para evitar esto. Las imágenes eran impactantes, bellas, magistrales. Nos escapábamos de los relámpagos, de la lluvia y de los truenos. Y, de repente, nos encontramos en el mar. De ahí se podía ver el litoral vasco, la costa. De repente, una enorme bola se formó y cayó en el mar. Era el fin del mundo. La caída desató una ola gigante. Nosotros, que estábamos en un lado, asistimos a todo esto sin sufrir. Podíamos ver todo y, al final, intentábamos reconstruirnos”.

¡Te dije que no te movieras!

Bataclan, París, 13 de noviembre de 2015. Pierre Balacey se encontraba casi por casualidad dentro de los miles de fans que acudían al concierto de la banda Eagles of Death Metal en el teatro Bataclan. Con Arnaud y Maxime, dos amigos del País Vasco, planearon ir rumbo al norte, a París, para ver a una de sus bandas favoritas: Deftones. ¿Y por qué no disfrutar de un fin de semana rockero cargado de conciertos? La entrada también incluía otro concierto al que no tenían previsto asistir.

Recuerda perfectamente el ambiente relajado de las horas previas al ataque terrorista. Estaban en el apartamento de un amigo, cerca de la sala de concierto en el distrito xi de París. Estaban en el jacuzzi, tomando unas cervezas. Balacey relata todo lo sucedido incansablemente, atento en no olvidar ni un segundo. Cada detalle fugaz de su memoria está cargado de sentimiento en sus ojos.

Estaban en la pista, dónde todos bailaban, gritaban y se movían al sonido de los riffs desenfrenados de las guitarras de los Eagles cuando se escucharon los primeros tiroteos. Pensó que eran petardos. Pero no cesaban. Una broma pesada, pensó él. Como gran fan de la banda, su amigo Maxime estaba un poco más adelante, en frente de la tarima. Balacey vio al público tirarse al suelo. Él hizo lo mismo. El olor del polvo inundó la sala. Pensó que era parte del show. Y de repente vio a un tipo con un rifle Kalashnikov.

Había cuerpos por todos lados pero no sabíamos quién estaba vivo y quién estaba muerto

“Estábamos en el suelo, arrodillados y de repente hemos caído como una oleada, los unos contra los otros. Los tiroteos se intensificaron. Nos mirábamos. Miré a ver si encontraba a mis amigos. No los veía. Cuando vi al hombre con el arma cerca de la puerta, hubo un movimiento de masas. Nos enteramos de que teníamos que huir. Nos abalanzamos en dirección de una de las salidas. Pero quedamos bloqueados. 1.500 personas. Éramos demasiados. No podíamos avanzar. Mucha gente cayó delante de mí. No recuerdo lo que hice pero tuve que correr y pisar gente para pasar. Tuvimos que andar por encima de las personas que estaban en el suelo. En estos momentos tu mente se queda en blanco, no hay tiempo para pensar. Solo buscas salvarte la vida. Lo único que pensaba era en la salir. Caminaba. Caminaba sobre gente. Estaba bloqueado al nivel de las barreras de seguridad del escenario y seguían disparando. Estábamos todos apretados, aglutinados. Había alguien debajo de mis pies. Disparaban y disparaban. Algunos gritaban. Duró un largo rato. Teníamos pánico. Tenía mis manos puestas en las orejas. Era un caos. Miraba hacia abajo. Estábamos esperando. Esperando nuestra propia muerte. Esperaba que si me disparaban, que lo hiciesen en la cabeza. Que fuese rápido.

Después de un rato todo se calmó. No veía mucho. Me fijaba sobre todo en lo que oía. Uno de los terroristas gritaba que lo hacían a causa de su presidente, François Hollande. Hubo un disparo y justo después un terrorista dijo: ‘¡Te dije que no te movieras!’. Sabíamos que no nos teníamos que mover. Evitábamos hablar. Cuando por momentos la situación se calmaba susurrábamos para tranquilizar a los que estaban temblando, gente que tenían ganas de gritar. Todos estábamos inmóviles. Había cuerpos por todos lados pero no sabíamos quién estaba vivo y quién estaba muerto.

Una hora después volvimos a hablar entre nosotros. Levanté mi cabeza y vi a un hombre en tirado en el suelo. Parecía que estaba muerto. Tenía la misma camiseta que Arnaud. Tuve miedo. Pregunté a los que estaban al lado. Alguien nos ordenó callarnos.

Levante de nuevo la cabeza y pensé que los terroristas ya no estaban aquí. Podía ver la salida. Una mujer tenía a su marido en brazos y gritaba. Me acuerdo muy bien del color de los cadáveres. ¡Se estaban volviendo blancos tan rápido! Vi a dos mujeres, de la mano, muertas. Estaban blancas, lívidas.

Todavía se oían gemidos. Algunos pedían auxilio. Sus gritos de ayuda se confundían con el zumbido de los altavoces.

La puerta de la entrada empezó a moverse. No sabíamos si eran los terroristas. Afortunadamente eran los hombres de la Brigada de búsqueda e intervención francesa. Fue muy largo. Pero por fin, entraron. Aún seguía haciéndome el muerto pero los veía. Cuando entraron, dieron la orden de quedarse quietos. Nos apuntaban como si fuésemos los terroristas, era un momento de gran confusión y el terrorista podía estar entre nosotros.

Me acuerdo que tenía mí móvil en la mano. Respondí a un mensaje de un amigo mío para decirle que estaba vivo. Mandé mensajes a Arnaud y Maxime para saber si habían salido del lugar.

La policía estaba muy estresada. El jefe era muy estricto. Un miembro de la brigada dijo que podíamos levantarnos e irnos pero él se enloqueció. Nos apuntó a todos y ordenó que nadie se moviese. Y, al final, después de mucho tiempo, uno a uno, nos dejaron salir. Nos ordenaron levantar nuestras manos y mostrar que no teníamos bombas en la cintura. Lentamente salimos”.

De aquella noche Pierre se acuerda perfectamente de un sonido más impactante que los otros, poco antes de que los tiroteos se calmaran. Algo así como una explosión. Lo sospechaba pero supo después, gracias a la televisión, que era la explosión de un hombre bomba, uno de los tres terroristas que asaltaron al Bataclan.

Para salir tuvieron que atravesar una marea de cadáveres. Pasar por encima de ellos. Cuando salió, pasó por delante de la chica de la taquilla de la entrada, reconoció perfectamente su cara. Estaba muerta. Los vidrios de la ventanilla estaban rotos por los disparos. Pierre y todos los supervivientes salieron por fin al exterior. Una vez allí encontró a Arnaud y juntos llamaron a Maxime, que por suerte también estaba vivo. Los tres vivos, “un milagro”, según Pierre. No podían creer que se encontraban los tres sanos y salvos. Con el móvil casi sin batería logró enviar, segundos antes de que se apagase, los mensajes que pusieron fin a la angustia de su novia.

Los momentos posteriores fueron una larga y amarga espera. La policía los separaró mientras recogían los testimonios e identidades de la gente. Pareció una eternidad. Los movieron de un bar a otro, del patio de un edificio parisino a la calle. En el patio se encontraron con los músicos de Eagles of Death Metal. Estaban muy afectados. Pierre entendió que perdieron a varios conocidos en el atentado. Todos tenían frío y miedo. Por fin salieron a la calle, al bulevar Voltaire, dónde se encuentra el Bataclan. Estaba totalmente vacío. Sólo quedaba la policía y los bomberos evacuando a la gente.

Un último ‘boom’ resonó. Era otro hombre bomba.

Fijados en la retina

“Alucinamos. Hemos venido los tres y salimos vivos los tres”, recuerda Pierre. A las tres de la mañana, allí, en medio de la calle, cuando empezaron a regresar al apartamento de su amigo, se toparon con periodistas precipitándose hacia ellos para recoger un testimonio en vivo. Era una escena de guerra. Y Maxime atraía sus miradas por su camiseta llena de sangre. Alguien se había desangrado sobre él antes de morir. Todos los fotógrafos esperaban detrás de la barrera de seguridad. “Yo, siendo fotógrafo, supe que iba a ser la fotografía perfecta”, recuerda irónicamente Balacey. No se equivocó, los flashes de las cámaras no paraban. Respondieron a algunos periodistas. Era una tortura repetir como un autómata una y otra vez las mismas cosas. Se escaparon rápido.

Una vez llegaros al apartamento de su amigo, después de contarle todo lo sucedido, terminaron la noche jugando a ‘Call of Duty’, un videojuego bélico. Por más sorprendente que puede parecer, jugaron a tirarse sobre otros tipos como horas antes les había ocurrido a ellos. En estado de shock, tenían que volver a la realidad.

El día después el teléfono no paró de sonar, ya no tenía tiempo para pensar en otra cosa. Los periodistas franceses y vascos llamaron a Pierre. Dio varias entrevistas, algunas en euskara, la lengua vasca. Pasó el día entero respondiendo a la gente mientras París amanecía adolorida. Son los atentados los más terribles que ha sufrido la capital francesa. 129 muertos y 350 heridos. Los terroristas asaltaron casi simultáneamente varios lugares de la ciudad. Atacaron también, en la periferia, el estadio de fútbol le Stade de France, durante el partido Francia/Alemania, al que asistía el presidente François Hollande. Sólo en el Bataclan, dónde se encontraba Balacey, hubo 89 muertos. Esa cruda realidad, la descubrió a través de las noticias ese sábado de noviembre.

Por eso, su amigo parisino organizó una fiesta al en casa. Sólo para decir que no, no van a parar de aprovechar cada momento de sus vidas. Era una excusa para pensar en otra cosa, ver a otra gente y escapar del ambiente glacial que empapaba París. Balacey recuerda que ese sábado se fueron de compras. Algo diferente ya que no solían ir a menudo juntos. Las calles estaban vacías, silenciosas, frías. Su amigo ponía todo de su parte. Cada pequeña acción de lo cotidiano valía para volver a la normalidad. Como antes.

Maxime y Arnaud botaron toda la ropa que tenían puesta la noche de los atentados. Estaba llena de sangre y el olor era tremendo. Pero Pierre eligió guardar sus prendas y hasta hoy las usa a menudo.

En el vuelo del regreso no pudo contener sus nervios. Las lágrimas resbalaron por su cara cuando vio por la ventanilla la costa vasca. Era realmente el fin, el regreso a casa con reencuentro conmovedor.

Apenas llegó a casa, los periodistas le pidieron entrevistas. Sólo aceptó para la prensa local. Ya el lunes, tres días después de los atentados, estaba de nuevo en una sala de concierto. Estaba en el Atabal, un lugar familiar donde a veces toca con su banda. Buenos amigos, buen sonido. Esta noche no era rockera sino electrónica. Tocaba Son Lux, famosa banda electrónica americana. Como siempre, entró en la sala, quedó con amigos conocedores de música y compró una camiseta de la banda. Balacey no quiere cambiar de estilo de vida, no ve por qué. Aún así, algunos miedos surgieron. Confiesa que aquella noche tuvo que examinar cada rincón de la sala para buscar las salidas de emergencia. Los lugares cerrados reviven el trauma. Algunos colores también, los de la escena de este dramático concierto de noviembre. Negro y rojo. Los tiene fijados en la retina.

Sentirse vivo

Durante meses no siguió mucho la cobertura mediática de los atentados pero tuvo que rechazar varias ofertas de entrevista que no cesaban de llegar. Cuando en marzo arrestaron a Salah Abdeslam en Bélgica, uno de los terroristas que se había dado a la fuga, volvieron a llamarle para saber cómo se sentía. No podía más. No necesitaba conocer las vidas y trayectorias de los terroristas. “No son seres humanos”, dice él. Vio en la televisión varios de los testimonios de otros sobrevivientes. Algo que le sorprendió mucho es ver que la mayoría de ellos había parado de trabajar y que estaban acudiendo a un psicólogo. Concluyó rápido que le iba bien y decidió seguir su vida de antes. Disfrutar a tope de sus pasiones y hobbies. La escalada, la música, la fotografía, todas esas cosas que le hacen sentirse vivo. “Es una victoria después de todo lo que me pasó. Todavía puedo tocar. Estoy contento de mí mismo, de seguir adelante aunque tenga una discapacidad”, dice agitando sus manos para apoyar su discurso.

El llamado síndrome del sobreviviente, que hace que uno se sienta culpable por estar vivo mientras los otros han muerto, no lo experimentó. No quiso unirse tampoco a las asociaciones de sobrevivientes come Life for Paris o 13 novembre : fraternité et vérité —fraternidad y verdad en español—, no se sentía parte de eso.

Poco después del drama, los medios de comunicación empezaron a buscar una expresión para referirse a todos los que sobrevivieron. Les llamaron ‘La generación Bataclan’. Pero Balacey como otros testigos, lo tiene claro: rechaza ser parte de cualquier denominación mediática creada a medida. “No existe la generación Bataclan”, dice. Él prefiere aferrarse a la vida. Sólo pensar que tuvo suerte.

Casi tres meses después, unas letras rojas gigantes se iluminaron en Paris. “Eagles of Death Metal”, decía el cartel. En el reparto del Olympia, otra mítica sala de concierto parisina, las estrellas del rock volvían el 16 de febrero para terminar el concierto de noviembre pasado. Lo habían asegurado, querían tocar de nuevo. No podían aguantar la fecha de la apertura del Bataclan, prevista a finales del año 2016. Tenían que tocar. Decir con firmeza que sí, que el rock ‘n roll podía salvarnos. Todos los sobrevivientes del concierto de noviembre habían sido invitados. La mitad estuvo presente. Pierre, Arnaud y Maxime se quedaron en el sur de Francia, en casa. Aunque lo lamentaron, era martes. Luhuso-Paris, unos 800 kilómetros. Imposible dejar el trabajo para asistir al evento. Pierre se acuerda de que los organizadores habían tomado muchas precauciones para este concierto. Algo extremo. Puntos de asistencia de la Cruz Roja por todos lados de la sala, una seguridad máxima con guardias y, como mínimo un equipo de una treintena de psicólogos. Surrealista.

Algunos iban con sillas de ruedas. Los organizadores tuvieron que tranquilizar todos aquellos que preguntaban por las salidas de emergencia. Pero el rock triunfó. No hubo ningún pánico durante el show. Los tres amigos vascos lo siguieron desde casa, viendo en la televisión las imágenes o leyendo artículos de prensa. Esa noche se reunieron para cenar juntos. No tenían necesariamente que hablar de los hechos pasados para entenderse entre ellos. Se entendían sin hablar. Saben. Saben el dolor, el miedo, los flash-backs y la incredulidad de estar todavía en pie.

Hace un mes, acabaron de recibir por correo los papeles relativos al drama. Pudieron recoger algunos objetos personales y prendas que habían dejado en el guardarropas del Bataclan. Un proceso lento pero que cada vez revive los recuerdos.

Otro concierto en París de la banda de rock está previsto. Eagles of Death Metal anunciaron que querrían ser la primera banda en tocar en el Bataclan cuando abran de nuevo sus puertas.

De pie

Otro día en la sala de escalada, su sitio preferido para distraer la mente, y otro pico de adrenalina. Mientras mira con concentración las paredes coloreadas, detalla unos de sus proyectos futuros. Porque sí, tiene varios. Hace casi diez años que se dedica al mismo trabajo. Quizás hoy haya llegado el día de cambiar. Con 25 años, este relajado moreno, vestido con unos vaqueros, camiseta negra y aro metalizado en el lóbulo de la oreja, sueña con nuevos retos. Piensa más y más en hacer de la fotografía más que un hobby.

Confiesa que le interesan muchas cosas, “quizá demasiadas”. No para de descubrir. Se pone como una moto al enumerar todas las cosas en las que se involucra a fondo. Ya sea fotografía, deporte, música, arte. El mes pasado era un taller de enología. Se volvió totalmente adicto. Pero recopilando todos los dominios, hay uno en particular que sobresale. El uso de la cámara le obsesiona.

Se echa a reír recordando sus primeras fotografías. En los años 90, cuando aún no existían las cámaras digitales, no podía fallar ni un clic. Los carretes eran caros. Recuerda sus primeras cámaras desechables Kodak, “todas basuras”. Sonríe explicando que su padre, que era fotógrafo profesional, se volvía loco viendo todos esos carretes malgastados. Pocos años después se compró su primera camara reflex, material high tech, que le sirvió para enfocar su mirada. Desde entonces no paró de tomar fotografías y le fue bien porque muy a menudo es fotógrafo acreditado en conciertos. Aprieta el botón cuando bandas, sobre todo de rock, su mundo musical, tocan en el País Vasco.

Otro proyecto en la mente de este músico, guitarrista, cantante y batería es sacar un disco que cuente lo que vivió. Siente que tiene que escribir. Expectorar todo lo que guarda en su memoria sobre el papel. Una forma de terapia. Se pierde un poco en sus recuerdos, para de hablar, y vuelve a mirar fijamente hacia delante. “Me gustaría ser como mi madre, que tiene un buen dominio de la lengua francesa. Tendría que leer mucho. No soy buen escritor, nunca lo fui. La única canción que escribí trataba justamente del hecho de que no sé escribir”, lamenta. Su madre, profesora de francés en un instituto vasco, le anima en cada etapa de su reconstrucción.

Hoy, Pierre se concentra en su participación dentro de la banda Xutik —que quiere decir ‘De pie’ en euskera— con la cual se va de gira a menudo. Surge la idea de que quizás ha llegado el tiempo para escribir nuevos temas, retomar las riendas de su joven existencia enfocándose en las cosas que le hacen gozar de la vida. Lejos de cualquier bandera o señal que diga “soy un sobreviviente”.

 

 * Cécile Bonté-Baratciart es estudiante de maestría en periodismo del Institute de Journalisme de Bordeaux Aquitene y estudiante de intercambio en la maestría del Ceper en 2016. Esta nota se realizó en el marco de la clase de Crónica de la misma maestría.

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