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Venezolanos en tránsito

Todos los días miles de venezolanos cruzan la frontera con Colombia en busca de mejores oportunidades. Coyotes, robos y agresiones de agentes del Estado son el día a día de quienes quieren llegar a ciudades como Bogotá, Quito o Lima. Crónica de la travesía de un periodista venezolano huyendo del «infierno» que, dice, es su país.

por

Salvador Passalacqua


21.11.2017

Llegó otra caja sin el Niño Jesús. La vecina de la calle 161 volverá esta noche, antes de que los chinos ordenen bajar la santamaría, y se encontrará con un nuevo lote de ovejas lanudas y mugrientas en exhibición. Su pesebre seguirá incompleto. «Un pesebre sin la sagrada familia es un infierno», me ha dicho todas las veces anteriores. Hoy lo dirá con una pronunciada constipación. La espero agachado frente al estante, pretendiendo ordenar las ovejas por tamaño y gordura. Los chinos instalaron quince cámaras para vigilarnos durante las trece horas de trabajo y los treinta minutos de descanso. Si alguno descuida la tarea asignada, los chinos gritan improperios y amenazan con despido a media lengua. Sé que la vecina llegará pronto. En la radio suena el himno de Colombia. Nos miramos. La esperanza florece en nuestros marchitos campos torácicos. La esperanza de haber escapado del infierno para que el infierno algún día escape de nosotros.

Ayer me tocó ordenar los puentes y molinos de viento. Con las rodillas desgastadas y la escandalosa repartición de boletas para el Festival Megaland en la radio, intentaba hallar mi propósito en Bogotá y recordar cómo fue que terminé en un centro de explotación de la carrera novena con el ingenuo nombre de Super Ben Market. El viaje, la huida, se desvanece con el bajón de la temperatura en una ciudad tan fría. Un frío que deja fisuras en los labios y hace desear no otro frío, sino otros labios. Solo sé que hace diez días era periodista y profesor universitario y ahora trabajo con tres venezolanas indocumentadas en un «chinatón» donde nos tratan como esclavos. Solo sé que hace 10 días el dólar se transaba a 40.000 bolívares y ahora la tasa Dólar Today roza los 60.000. Solo sé que no se ha roto nuestro «cordón de pertenencia», como describió el periodista Rafael Osío Cabrices a las ataduras de la venezolanidad en su crónica Desde otro planeta, escrita en 2014 como exiliado en Montreal.

Lo del cordón es tan cierto, que hoy llegué dos minutos tarde. Los chinos me apuntaron en la libreta un descuento de 5.000 pesos por impuntualidad. En Venezuela, llegar diez minutos después de la hora pautada es apenas una atrevida cortesía. Abordé el primer bus en la terminal de Puerto La Cruz, en el oriente venezolano, a las 4:25 de la tarde del pasado 23 de octubre. Debía partir a las 4:00. Un ardor en el esófago me recordó que un litro de aguardiente y seis cervezas abrazaban mi existencia. Tanto alcohol despierta una sensibilidad aletargada en algún escondrijo de nuestras venas. No pude ver más que a mi abuela llorando del otro lado, buscándome entre las ventanillas del expreso. Y una bandera de siete estrellas flameando entre las manos de mi mamá y mis tías.

Dejé atrás un estado de playas paradisíacas y 1.017 asesinatos el año pasado, según el conteo de un diario local independiente. Un estado látigo que te deja escozores en el alma, que te da y te quita con la misma fiereza. Poco antes de mi partida, dos policías nacionales fingieron una redada y me apuntaron en la cabeza para robarme el celular usado que había comprado ese mismo día. Uno de los pacos (o tombos) me lo sacó de las nalgas. A mis alumnos de la Universidad Santa María les abismaba descubrir que podía llegar al salón de clases con una navaja oculta en la media. Estaba dispuesto a defender mi tablet del acecho de malandros, policías y guardias nacionales en cada esquina. El estado Anzoátegui, bañado por las aguas del Mar Caribe y con amplio potencial petrolero, agropecuario y turístico, sepultó recientemente a 53 bebés cuya causa de muerte fue el hambre. Dejé atrás el noveno círculo de Dante, en el que rebajé 32 kilos en siete meses.

La tierra del guerrero

«Arañas calientes pa’ las viejas sin dientes”, gritaba el niño arañero Huguito. En Sabaneta de Barinas llaman arañas a los dulces de coco rallado y panela. En su adultez, Huguito se convirtió en una tarántula que acabó con la economía productiva de todo un país. No existe actualmente una ruta extraurbana directa desde el Oriente hacia los Andes venezolanos. Para acercarse a la frontera colombo-venezolana, es imperativo tomar un bus hacia Barinas, el estado llanero en el que nació Hugo Chávez.

Antes del aguardiente y las cervezas, escribí el itinerario de viaje en un papel. La amnesia de la borrachera podía aparecer a mitad de camino. Recorrimos 845 kilómetros en 15 horas, deteniéndonos solo en el parador turístico de El Guapetón, en el estado central de Miranda, cerca de Caracas. Ahí conocí a Willymar y Daniel, dos muchachos en el mismo plan de huida. Ya es 24 de octubre.

«Chico, ¿quieres?», inicia Willy extendiéndome una galleta de soda desde la otra mesa. Me despego de la cerveza solitaria y me siento con ellos. El destino final de ambos es Perú. Colombia se ha convertido en un país de tránsito para los migrantes venezolanos en los últimos meses. Las cifras de Migración Colombia indican que hasta 35.000 venezolanos cruzan regularmente los tres puentes fronterizos en busca de alimentos, medicinas y nuevos rumbos. Unos 470.000 se han quedado viviendo en territorio neogranadino, de acuerdo con el último reporte del Grupo de Estudios sobre Migración. Otros miles continúan la odisea hasta Quito, Lima o Santiago. Willy y Daniel contactaron a un agente de viajes por Whatsapp. Nunca vieron siquiera una foto de su rostro durante el precario intercambio de mensajes, pero desde el primer día confiaron en que los ayudaría a cruzar por el pago de un paquete de 95 dólares. Estos servicios en la frontera se parecen más al oficio de los coyotes que conducen a los latinos hacia el sueño americano en mortales tránsitos a pie. Viajando por mi cuenta gasté 80.000 bolívares en pasaje en territorio venezolano (dos dólares en ese momento) y 180.000 pesos (60 dólares) moviéndome hacia Bogotá, con una parada en Ocaña.

En la terminal de Barinas no venden empanadas de queso. Mal augurio. Los ojos de Chávez mirándome desde cualquier mural me arrancan el hambre del estómago. Willy y Daniel lamentan haberse quedado sin pan ni jamón endiablado. A la angustia de no poder desayunar se suma una cola de más de 160 personas para abordar los buses hacia San Cristóbal, estado Táchira, el más cercano a Colombia. La escasez de gasoil y el desespero de los venezolanos por salir del país han provocado un colapso del transporte extraurbano en Barinas. Cerca del mediodía, Willy, Daniel y yo ocupamos los últimos puestos en la unidad habilitada de urgencia por una línea privada para atender la demanda del día.

Willy tiene 19 años. Usa casi siempre pasamontañas y un piercing septum. Estudió Ciencias Audiovisuales hasta que decidió irse de Venezuela para ayudar a su madre desde Perú. Daniel se despidió de su trabajo como enfermero y de los campeonatos de gimnasia rítmica. En sus conversaciones triviales es posible leer la complicidad de una amistad antigua. Ninguno de los dos ha llorado en el camino. Tratan de no revisar los mensajes emotivos de su familia para conservar la batería de sus teléfonos hasta que tengan que llamar al coyote. No sabemos dónde estamos y no tenemos idea de cuándo aparecerá «San Cristoche» en el horizonte.

Después de la ola de protestas contra Nicolás Maduro en 2014, San Cristóbal quedó en ruinas. El dictador apagó el fuego y la ira de los «gochos» enviando un batallón del Ejército para redoblar la actuación represiva de la Guardia Nacional a solo una semana de haberse iniciado los disturbios. Ese año hubo siete asesinados en las manifestaciones de Táchira. En 2017 cayeron 11 tachirenses durante los cinco meses de choques diarios entre la resistencia y los guardias. Esta es la tierra de los guerreros con capucha y máscaras de Guy Fawkes que han visto de cerca a la parca con su hoz y sus gases lacrimógenos. Nunca imaginamos que uno de esos guerreros iba en el bus.

A las 6:00 de la tarde pasamos la alcabala de La Pedrera y el guerrero despierta. Se alarma. Mira por la ventanilla. «Nos salvamos», anuncia. Los guardias no detuvieron el bus. En ese punto de control suelen destrozar las maletas y despojar de dólares a los que detectan como posibles migrantes. Es un adolescente de 17 años, alto, enclenque, sin nombre. «Yo mismo disparé un mortero la noche de las elecciones para la Constituyente. Casi me vuelo la mano», relata. «Pero eso aquí ya murió. En San Cristóbal no vamos a seguir dando la vida por nada», se compunge antes de volver a dormirse. Podría figurarme sus sueños, tratar de inmiscuirme en ellos, pero al ver el sol filtrado sobre sus párpados en reposo solo puedo pensar en el descanso eterno de niños como Neomar Lander, quien murió con el pecho lacerado en las calles convulsas de Caracas, o César Pereira, a quien le dispararon dos canicas en el abdomen para que nunca pudieran rastrear las balas de la Policía de Anzoátegui. El guerrero se baja en el barrio de San Josecito y me queda la sensación de que en su tierra se ha realizado la vieja aspiración del punk: no hay futuro.

Todos los puentes rotos

De La virgen de los sicarios aprendí que a los zamuros también se les dice gallinazos. En la obra maestra de Fernando Vallejo, el escritor y su amor niño, de torso aterciopelado y ojos furiosos, hallan un cuerpo con rígor mortis en un platanar, rodeado por gallinazos, bajo el anuncio “se prohíbe arrojar cadáveres”. El escritor desea convertirse en alimento para esas aves negras que considera una prueba de la existencia de Dios. Los gallinazos no sobrevuelan la terminal de San Cristóbal, sino que picotean con libertad las ratas destripadas en el estacionamiento, revolotean bajo la noche joven y los postes que acaban de encender su luz anaranjada. Las otras aves carroñeras caminan en dos patas y no tienen alas. Acechan a los viajeros antes de que reclamen sus maletas. Se presentan como asesores de viaje. Son coyotes.

Willy llama insistentemente a su asesor. “Me dice que nos vemos en la panadería”, comenta frente a los gallinazos, coyotes y asesores sin corbata. Así comienza el final de mi historia con Willy y Daniel. Uno de los asesores les entrega una tarjeta y les ofrece mejores condiciones para cruzar el puente Simón Bolívar y montarlos en el bus hacia Lima. Ambos titubean. El aire se llena de dudas y probablemente de elucubraciones angustiantes. “Se pueden quedar en mi casa sin problema. A mi esposa no le va a importar”, les propone el asesor. En Venezuela, esa inmediata hospitalidad puede terminar en asesinato, violación o robo. No lo pienso demasiado y me alejo. Willy y Daniel me odiarán desde allá o desde el más allá.

Dos días transcurrieron desde mi salida de Puerto La Cruz hasta que llegué a San Antonio del Táchira, el municipio vecino a Cúcuta. No pude dormir pensando en los amigos fugaces a los que había abandonado. A las 5:00 de la mañana del 25 de octubre, hay un gélido extrañamiento alrededor del hotel. Ya el café negro comienza a llamarse tinto. Y necesito un tinto para disfrutar el rocío. “Chamo, ya cruzaste?”, leo en la pantalla del teléfono. Están vivos. Willy está viva. Les ofrezco buscarlos en taxi. Prefieren caminar e ir por su cuenta. En mi itinerario queda el paso por el puente y un viaje directo a Ocaña, pero el taxista me advierte que a lo largo de Norte de Santander se extiende una protesta de sembradores de coca. Los campesinos exigen al gobierno central que detenga la destrucción de cultivos de amapola. Lo hacen bloqueando las vías y tomando estaciones de gasolina. En San Antonio del Táchira tampoco venden empanadas de queso. Otro mal presagio.

Los taxis se detienen a una cuadra del puente. Me bajo y ruedo la maleta por una carretera mojada hasta encontrar el punto de control aduanero con guardias nacionales. La fila no supera las cinco personas. Estoy punto de abrir la maleta, pero el militar me aprieta la mano. “No, no, pana. Solo dígame de dónde viene usted”, pregunta. “Ah, Puerto La Cruz. Pase”, indica sin tocar el equipaje. Mientras avanzo hacia la taquilla para sellar mi salida de Venezuela, recuerdo cómo la burocracia estuvo a punto de joderme con la renovación del pasaporte. La web del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) se encuentra permanentemente colapsada. Muy pocos logran una cita para tomarse una foto y confirmar los datos de identificación que ya están registrados en el sistema. Luego toca pagar una agilización de la entrega para que el pasaporte no se quede cinco meses empolvado dentro de un archivador en la sede central del Saime en Caracas. El sello, tan frío como la frontera misma, puede llegar a transfigurarte.

El censo de 2011 del Instituto Nacional de Estadísticas de Venezuela arrojó que unos 721.791 colombianos residían en el país. En mi último grado de bachillerato, me hice amigo de Yandris, una muchacha de Ocaña que sufría eventuales episodios de xenofobia adolescente. Corría el año 2008. La leche y el pollo comenzaban a escasear. Los supermercados estaban en la mira del dedo expropiador de Chávez. Una de las primeras preguntas que le hice a Yandris fue por qué su familia había decidido mudarse a un país en crisis. “Porque en Venezuela los perros callejeros cagan la plata”, contestó. Yandris y toda su familia regresaron a Ocaña y Bucaramanga al tercer año del gobierno de Maduro. Ahora es ella quien me recibe. Una multitud corre por el Puente Simón Bolívar. El trayecto se me hace corto. No miro hacia atrás. El aire comienza a faltarme en los pulmones. Del otro lado no veo nada distinto. El mismo cielo gris, el mismo pavimento.

Una vez sellada la entrada en la casa blanca de Migración, pago 20.000 pesos hasta la terminal de Cúcuta. Me detengo en lo que parece un hospital de muñecas, atendido por un Gepetto de mejillas enrojecidas. Es una casa de cambio de larga trayectoria. El amable señor me da 324.000 pesos por los 120 dólares que traigo escondidos dentro de la media. Mientras cruzaba el puente, los campesinos santandereanos impedían el despacho de combustible hacia el centro del departamento. Las cooperativas de transporte decidieron no viajar a Ocaña. Solo una se atreve a salir, pero siguiendo una ruta inusual hacia Bucaramanga. El camino es curvo y ascendente. Pasamos por Pamplona y por el páramo de La Viuda, donde los pasajeros se detienen a almorzar róbalo y sobrebarriga. Hay arepas de queso. Al fin una buena señal. En Ocaña me espera Yandris con un decálogo de advertencias sobre los rolos o cachacos. Desde ahora, intentaré sobrevivir en Colombia con menos de la mitad de un salario mínimo. Espero que los perros callejeros de Bogotá defequen billetes de alta denominación. O que el periodismo pueda alimentarme más que el espíritu.

***

Ayer me tocó ordenar los puentes. Los chinos no pueden enterarse de que todos los puentes llegaron rotos. Podrían culparnos y descontarnos todo el lote de la próxima quincena. Por eso intento ocultarlos detrás de los rizos de las ovejas más gordas. Hay una nueva ganadora de dos boletas para el festival Megaland. Se llama Pilar, no se ha bañado desde ayer y quiere escuchar en vivo a Yandel. La vecina no vendrá a buscar al Niño Jesús esta noche. Y la Virgen sus cabellos arranca en agonía. De su amor viuda, los cuelga del ciprés. Si logro liberarme de los chinos, el himno de Colombia sonará más fuerte en mi cabeza. Miro alrededor y las muchachas lucen los mismos rostros de abatimiento que la semana pasada. Que el mes pasado. Que el país pasado. Ingrid llora porque no pudo pedir el día libre para despedir a su esposo, que regresó a Venezuela para trabajar en un ministerio. Marly piensa en el abrazo que les dará a sus hijos de tres y cuatro años cuando vuelva a verlos, después de cinco meses sin tenerlos cerca. Daniela sigue quejándose en silencio de las fotos desprevenidas que le toman los chinos para mostrárselas a sus amigos solteros, como si fuera parte de la mercancía en la vitrina. El infierno sigue aquí. Las llamas siguen aquí. No podemos volver a un país que no se ha ido de nosotros.

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