Una batalla tras otra: ¡Viva la revolución!

Paul Thomas Anderson estrena la que desde ya es considerada como una de las películas del año. Una cinta desenfrenada que revive el espíritu incendiario de los setenta y se pregunta qué significa hoy luchar contra el poder.

por

Álvaro Serje Tuirán

crítico de cine y TV


08.10.2025

Leonardo DiCaprio en Una batalla tras otra.

Una Batalla tras otra es la décima película del director californiano Paul Thomas Anderson, tal vez el mejor heredero de la tradición cinematográfica norteamericana de los años setenta, responsable de películas de culto como Boogie Nights (1997) y Punch-Drunk Love (2002), y obras maestras aclamadas unánimemente por la crítica como Magnolia (2000) y There Will Be Blood (2007).  

En esta ocasión nos cuenta la historia de Bob Ferguson y su hija Willa, interpretados por Leonardo DiCaprio y la debutante Chase Infiniti. Él es un ex militante del grupo revolucionario “French 75”, un colectivo que lucha por la libertad en tierras norteamericanas. 

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Bob y su grupo roban bancos, liberan migrantes encarcelados y sabotean infraestructuras en las grandes ciudades, todo por un futuro sin miedos ni desigualdades. Sin embargo, su batalla y su compromiso con la causa entran en crisis cuando algo sale mal y Bob no tiene otra alternativa más que huir. Se ve obligado a dejarlo todo y esconderse en un pequeño pueblo cerca de la frontera con México, dejando atrás a su pareja, la volátil  e impredecible Perfidia Beverly Hills. Bob queda a cargo de su hija, una tarea para la que ninguna táctica de guerrilla lo había preparado. Dieciséis años después, Willa es una adolescente como cualquier otra, mientras que él no entiende muy bien su papel en un mundo que sigue igual y en el que la revolución nunca triunfó o, al menos, nunca se enteró. Es allí cuando un peligroso enemigo del pasado, el Coronel Lockjaw, interpretado por un brillante Sean Penn, reaparece para ajustar cuentas, poniendo en peligro a Willa, desatando el caos e iniciando una persecución cargada de adrenalina y confusión que le hace honor al nombre de la película. 

Una batalla tras otra es una adaptación libre de la novela Vineland del norteamericano Tomas Pynchon, la cual retrata un grupo de personajes sobrevivientes del período revolucionario de los años sesenta en Estados Unidos y que, veinte años después, deben lidiar con la crisis de sus ideales de cara a la era Reagan. Anderson decide tomar el espíritu y algunos elementos clave de esta historia, para ubicarlos en el período actual, narrando un Estados Unidos, y un mundo, en el que algunos nombres han cambiado, pero en el que se mantiene la injusticia social y la urgencia de enfrentarse al poder, con la gran diferencia de que, poco a poco, la esperanza revolucionaria parece haber sido reemplazada por un sentimiento de agotamiento y angustia,  causados por el desgaste de una lucha que parece nunca terminar. 

El resultado de esta adaptación es un shot de adrenalina cinematográfica y la crónica de una persecución desenfrenada entre Lockjaw, Willa y Bob. Sin embargo, debajo de la confusión, el caos y las secuencias de acción, el filme tiene dos grandes motores que lo llevan a otro nivel. Por un lado, es una reflexión amarga sobre las revoluciones. Una batalla tras otra se pregunta qué significa realmente ser revolucionario en este mundo y confronta a los personajes con el fracaso de sus causas y el peso que esto tiene en sus propias vidas. En este caso, Bob está atascado en el pasado, ya no sabe cómo salvar a nadie, ha olvidado cómo pelear, admite haber pasado demasiados años drogado y ya no sabe ni siquiera los códigos de su vida como soldado. De hecho, uno de los momentos más hilarantes del filme es cuando intenta recordar sin éxito las contraseñas para acceder a una información confidencial.  

Bob ya no tiene energía para ninguna pelea, prefiere pasar sus días viendo antiguos filmes políticos y fumando marihuana. Su única tarea es tratar de ser un padre medianamente bueno para su hija. Y es allí, donde está el otro motor que mantiene esta cinta en constante movimiento, la relación de padre e hija entre Bob y Willa, una relación hermosamente construida con muy pocas escenas, pero con mucha intensidad emocional y que aprovecha al máximo la calidad actoral de DiCaprio y la debutante Chase Infiniti que es, sin duda, uno de los grandes descubrimientos de la película, ella es capaz de sostener sola una buena parte del relato y de estar a la altura cuando comparte escena con monstruos de la actuación como Benicio Del Toro, Sean Penn y el mismo DiCaprio. 

Precisamente, el elenco de la cinta, como suele ser en las películas de Anderson, es uno de los puntos altos. Se destaca no sólo la presencia actoral y el timing para la comedia de DiCaprio e Infiniti sino que hay todo un grupo de secundarios que permiten contar la historia con honestidad y crudeza. El antagonista, interpretado por Penn, merece mención aparte por la oscuridad que transpira su personaje que, aunque tiene visos de caricatura, logra ser un villano complejo, incómodamente real y, a la vez, perversamente divertido. Por su parte, Benicio Del Toro, como un revolucionario mucho más aterrizado (y eficiente) que el interpretado por DiCaprio, se roba cada escena y nos deja la sensación de querer ver más de él y su organización. Teyana Taylor como Perfidia, la madre de Willa, completa el grupo principal con una interpretación cargada de emoción, fragilidad y furia, que retrata muy bien lo que pasa cuando los demonios personales contaminan el espíritu revolucionario y viceversa.

Una Batalla tras otra resulta ser una genial combinación de melodrama familiar, thriller político, comedia y acción. Una mezcla de géneros y de experimentación formal que evoca al cine de los setenta, al que tanto le debe Anderson, ya que resulta imposible pensar las persecuciones de autos de esta cinta sin recordar clásicos como Vanishing Point (1971) y The French Connection (1971), o en el estado de paranoia constante de sus personajes sin referencias a The Conversation o The Parallax View (1974). El propio Anderson ha reconocido además la influencia en la cinta de La batalla de Argel (1966), de Gillo Pontecorvo, un referente del cine político que marcó el espíritu del cine de los setentas. Esta libertad se ve también en la puesta en escena de Anderson y su maestría para dominar el lenguaje visual y el montaje, ofreciendo siempre otra manera de mirar. En una de las  secuencias finales, por ejemplo, una persecución de autos, como las que hemos visto cientos de veces en cine, logra una potencia visual inesperada y se vuelve una tensionante coreografía visual en medio de una carretera desolada. Por otro lado, en el apartado sonoro, la música de Jonny Greenwood de Radiohead, en su sexta colaboración con Anderson, construye una banda sonora perfecta para el frenesí de la cinta, como una presencia constante, acompañado cada escena como un latido que nunca se detiene y apuntalando la emoción y la confusión de los personajes. 

Definitivamente, la más grande deuda de Anderson con el cine de los setentas es ese espíritu de libertad creativa, visual y sonora que atraviesa la película de principio a fin y la manera en que lleva al espectador en un viaje sin frenos por la Norteamérica profunda, retratando con acidez su lado más oscuro y encontrando el humor en personajes rotos y en permanente crisis. Lo más potente es que Anderson logra actualizar esa crítica y traerla al presente, como un comentario sobre el espíritu de esta época, de la ansiedad generalizada, de la corrupción de las instituciones, el odio a los migrantes, de los poderes ocultos en las sombras del Estado y del agotamiento colectivo. Paradójicamente, al final  la cinta nos deja un poco de optimismo, al pasar la antorcha a las nuevas generaciones. “Nosotros fallamos, pero tal vez tú no”, nos dice la película, ofreciendo un atisbo de esperanza, lo cual sea, probablemente, lo más revolucionario que se puede hacer en este mundo. 

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Álvaro Serje Tuirán

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