Durante décadas, los dedos rojos se multiplicaron en Colombia. Se abrían paso en las tiendas, en los bancos, en los hospitales. Descollaban, sobre todo, mientras se estrechaban las manos de los hombres, o mientras una mujer entregaba un billete o una moneda, o mientras dos amigos se despedían y abrían la palma de la mano en la que un dedo se distinguía del resto. El afilador tenía un dedo rojo. El carpintero tenía un dedo rojo. La sastre tenía un dedo rojo. El periodista tenía un dedo rojo. A lo largo de tres o cuatro días, las ciudades colombianas y cientos de pueblos veían discurrir los dedos rojos de aquellos y aquellas que hace 24, 48 o 74 horas habían votado. La tinta indeleble en la piel era el signo de un evento que se ha repetido decenas de veces en el país, y que desde 1957 se realizaba con una exigencia extravagante: tras ejercer su derecho al voto, todo votante debía pintar su dedo índice (las monjas y los curas lo hacían con el meñique, un extraño privilegio sacrosanto) sumergiéndolo en un frasco de unos 110 mililitros de líquido bermellón para evitar que entrara más de una vez a la urna, de tal manera que las manos de quien llegaba al lugar de votación eran escrutadas para saber si había votado.
La tinta la había creado José Vicente Azcuénaga Chacón, un ingeniero químico y profesor que había dado con una fórmula efectiva: manchaba los dedos pero no despercudía fácil. Una especie de tatuaje permanente de la democracia participativa. Desde que había entrado en vigor la Ley 13 de 1930, los comicios exigían que los votantes marcaran sus dedos tras arrojar la papeleta con su voto en la urna, pero los tintes usados, como el permanganato de potasio –que le daba un color violeta al dedo manchado–, se borraban con varios trucos sucios, como los que describía una nota de El Tiempo de 1982: «se usaba limón, ladrillos o se rastrillaba el dedo contra las paredes». Azcuénaga, que en 1957 era el subdirector del Laboratorio Químico Nacional, había revisado junto a su compañero de trabajo, Jorge Ancízar Sordo, 28 muestras distintas de tintes electorales traídos de Europa y Estados Unidos, pero ninguno les convenció. Decidieron entonces, sin medias tintas, idear una fórmula propia. El experimento fue tan exitoso que el presidente de turno, Mariano Ospina Pérez, felicitó personalmente a Azcuénaga, y le confesó que la expectativa por la calidad de la tinta lo había desvelado, pero que ahora sí podría conciliar el sueño. De ahí en adelante, los colombianos se mancharían cada tanto los dedos para demostrar su pulcra moral electoral, así los vestigios de la democracia duraran días en la piel, o incluso semanas, como cuenta Evita del Carmen Barbosa, otrora asistente de Azcuénaga y funcionaria de la Registraduría Nacional del Estado Civil durante muchos años:
—La tinta penetraba en la epidermis pero no hacía daño, duraba tres o cuatro días, aunque la cutícula podía quedar pintada una semana.
Al finalizar la jornada, los votantes veían a lo largo y ancho de los lugares de votación —usualmente ubicados en parroquias— a los “limpiadedos”, profesionales en la desaparición de los residuos de tinta, en la medida de lo que la propia sustancia, compuesta de ocho ingredientes distintos, permitía. La fórmula del profesor Azcuénaga incluso fue comprada por empresas norteamericanas de fabricación de tintas, como la firma E. I. Dupont. Azcuénaga, sin embargo, creía que el de la creación de tintas para elecciones no era un buen negocio, a pesar de que en las elecciones colombianas se usó este protocolo hasta finales de siglo.
Aquella tinta roja, que tuvo ese color durante casi 40 años porque, según José Vicente Azcuénaga, “teñía mucho mejor que la tinta azul”, se convirtió en uno de los símbolos del proceso electoral colombiano durante el siglo XX, un sistema paradójico y camaleónico, manchado por ese otro color rojo de la sangre desde los albores del siglo XIX hasta las últimas elecciones regionales en Colombia, celebradas el pasado 29 de octubre de 2023. Un sistema, en fin, cuyo pasado tiene más parentescos con el presente de lo que usualmente se cree.
Entre las pasiones de la fiesta y la violencia
Quizá la mejor descripción de lo que han sido las elecciones en Colombia la ensaya el investigador Francisco Gutiérrez Sanín en su libro La destrucción de una república (Taurus, 2017): eran eventos que “tenían algo de batalla, pero también de muchas otras cosas (…): eran fiestas republicanas, a veces carnavales, en donde doctores iban a pedirle favores a la chusma, invirtiendo, en un ambiente de licor y voladores, las prácticas establecidas en la vida cotidiana; (…) eran exhibiciones de riesgo y de honor”. Esta definición puede servir para entender las contradicciones que subyacen a todos estos años de votaciones; la pulsión de muerte y a su vez el gozo desbordante que provocaba el ejercicio electoral en el país. La misma tinta roja descrita unos párrafos atrás da cuenta de esta última faceta de las elecciones. Dice Evita del Carmen Barbosa:
—Como las elecciones son una fiesta democrática, tanto los electores como los políticos gozaban de la inmersión del dedo en el frasco con tinta.
Al tiempo, el ambiente festivo se ha contrapuesto al monopolio de la violencia y las armas, tanto por las vías legales como las ilegales. Para el historiador Marco Palacios, no hay prácticamente una sola insurrección durante la segunda mitad del siglo XIX y buena parte del XX en Colombia que no se haya detonado por alguna inconformidad electoral. Los ánimos bipartidistas incluso llevaron a que en algún pueblo remoto de la Sierra Nevada los santos enarbolaran dos banderas: la Virgen y San Rafael ondeaban la azul, y el Sagrado Corazón de Jesús, la roja. Huelga decirlo: en las decenas y decenas de elecciones en Colombia, el estallido de las balas se ha amalgamado con el de los juegos pirotécnicos.
Alberto Cienfuegos, analista y asesor político barranquillero, entiende la unión de estas antípodas a partir del título de un libro emblemático en las discusiones sobre el conflicto armado en Colombia: Orden y violencia (EAFIT, 2012), del sociólogo francés Daniel Pécaut. Cienfuegos piensa con Pécaut que aquí hay una eterna paradoja del orden y la violencia; constantemente se ha buscado la modernización y la instauración de un orden social mediante procesos electorales que son celebrados como verbenas en las que van y vienen en partes iguales los cánticos y los puñados de maicena, mientras el conflicto se ha ramificado, complejizado y robustecido. El resultado de esto es una tensión entre democracia y barbarie que, según Cienfuegos, se ha querido resolver con el papel de la fuerza armada en la política colombiana, su propensión a restringir toda definición de seguridad al Ministerio de Defensa y, por ende, a alejar a los ciudadanos de numerosas decisiones relevantes sobre la política nacional. Las elecciones, entonces, han pasado a ser muchas veces un simulacro más cercano al rito que al ágora, a un espacio realmente democrático. Y en esa rendija se ha colado la violencia:
–Hubo un momento en el Frente Nacional [el pacto político entre liberales y conservadores desde 1958 hasta 1974] en que había algo así como una cincuentena de organizaciones clandestinas, diez o doce de ellas insurgentes, lo cual da muestra del nivel de violencia que se vivía en los campos colombianos. Esa característica llevó a las élites a buscar mantener como un ritual los procesos electorales y la democracia. Esto es lo que les permitió mantener la fachada de una democracia a partir de las elecciones, pero tener una situación de caos, desorden y violencia, sobre todo en el mundo rural –dice Cienfuegos.
Las elecciones se parapetaban desde la defensa de la institucionalidad, y desde allí se apuntaló una cultura electoral que incorporó el rito de la democracia a las actividades idiosincráticas de los colombianos. En su libro La nación soñada. Violencia, liberalismo y democracia en Colombia (Norma, 2006), el historiador Eduardo Posada Carbó habla precisamente de un “rito familiar” para referirse al proceso de alistamiento de las papeletas para el día de las elecciones en Colombia durante la década de los sesenta, previo a la implementación del tarjetón electoral en 1990:
A mi casa llegaban siempre cajas llenas de papeletas con las listas y nombres de los candidatos que se debían doblar en cuatro para introducirlas en unos sobres blancos cortados en mitades. Todos, niños y adultos, ayudábamos en esa faena. Las papeletas se repartían después entre amigos y desconocidos, en las calles y en las casas, y el día de la votación se entregaban a simpatizantes y copartidarios conservadores de mi papá en los respectivos “comandos políticos”.
Esta tradición se remonta a hace más de un siglo. En 1853, año en que se instauró una primera versión del sufragio universal masculino, el intelectual bogotano Rufino José Cuervo describía las numerosas casas que preparaban las papeletas como “talleres en que todos, chicos y grandes, hombres y mujeres, trabajaban, quiénes en recortar, quiénes en escribir y quiénes en doblar”. Pero el rito completo, votación incluida, tardaría en desperdigarse y en ser asequible para todos los ciudadanos. Desde que Colombia se convirtió en república hasta el ocaso del siglo XIX, el voto fue un privilegio de muy pocos. Como mencionan Salomón Kalmanovitz y Enrique López en un artículo para el Banco de la República, “desde la década de 1830, presidentes y congresistas, así como miembros de los concejos municipales y diputados en las asambleas de provincia, fueron elegidos regularmente a través de un sufragio restringido”. Así ocurrió que, como si fuera una criatura mitológica a la que no se le podía mirar a los ojos, la escogencia de los cuerpos colegiados del país y del presidente fue realizada de forma oblicua durante varias décadas, mediante un grupo reducido de personas; es decir, quienes votaban solo podía hacerlo por aquellos (solo aquellos y no aquellas, pues la presencia femenina era inconcebible) que realmente decidirían quiénes eran los elegidos para ocupar los cargos de poder.
Este sufragio restringido empezó a abrir sus compuertas en 1853 con el ya mencionado sufragio masculino universal que, por lo demás, de universal tenía poco: solo podían votar los hombres casados que demostraran tener propiedades (la Constitución de 1830 era aún más restrictiva: pedía que las propiedades poseídas estuvieran avaladas en mínimo 8 000 pesos), o que al menos ejercieran un oficio, y que supieran leer y escribir. Se estima que solo el 10 % de los colombianos cumplían con estas especificaciones electorales, un 10 % que, con todo, gracias a las reformas de ese año, pudo votar de forma directa por primera vez. Además, estas reformas también abolieron la esclavitud y estipularon una resolución que tendría repercusiones directas en la historia electoral del país: desde ese momento, los casados o mayores de 21 años serían considerados ciudadanos a través de un rudimentario papel que sería el precursor de la cédula de ciudadanía.
Identidad de papel
En el fondo, el derecho al voto y el reconocimiento de los colombianos como ciudadanos, como integrantes de un espacio delimitado geográficamente, fueron trazando caminos paralelos. Las cédulas de ciudadanía en Colombia surgieron como garantes de los nombres con los que se habían bautizado a los hombres y a las mujeres que se acercaban a los puestos de votación. Ser alguien en el país era entonces poder ser identificado y censado gracias a un papel en el que se desglosaba aquello que diferenciaba a cada miembro de las muchedumbres votantes. En un recuadro impreso se cifraba una identidad, y en una identidad se cifraban las garantías del voto.
Si bien la primera cédula de ciudadanía oficial, emitida desde la institucionalidad, se expidió al presidente Laureano Gómez en 1952, desde la década de 1860 existían registros que enlistaban a los votantes avalados, a aquellos que cumplían con los requerimientos desglosados arriba. Más adelante, durante las primeras décadas del siglo XX, los documentos de identidad fueron realizados por los mismos partidos políticos –el liberal y el conservador–, fruto de la desconfianza de los procesos electorales del momento. Pero desde ese momento los procesos de identificación y de codificación de identidades en el papel resultaron problemáticos. Para la hechura de estos documentos se empleó el bertillonaje de Alphonse Bertillon, “un sistema que hacía uso de la antropometría y la fotografía para la identificación y creación de perfiles criminales”, según explica Marcela Camargo, asistente de investigación del Archivo Histórico de la Universidad del Rosario. Este sistema, en el que se reducía la identidad a características como la estatura, el color de ojos o de piel, exacerbaba los prejuicios en una sociedad tan racializada como la colombiana.
Incluso, luego de la creación de las cédulas oficiales en 1952, el proceso de cedulación siguió presentando falencias y una particular falta de escrúpulos por parte de distintos empleados de la Registraduría. Un crudo ejemplo es la expedición de cédulas al pueblo wayúu durante la segunda mitad del siglo pasado. Estercilia Simanca, escritora wayúu, representó en 2004, a partir de un texto de ficción, que derivó en una discusión nacional, el caso de los miles de indígenas wayúu que habían sido registrados con nombres que no eran los suyos: “Candado, Cuchara, Gratis, Cámara, Tarzán y Cosita Rica”, entre otros. La explicación de este error masivo la da la activista wayúu María Luisa Ruiz Aguilar en la crónica de Juan Carlos Guardela, “Viaje al pueblo sin tocayos”: “Cuando no entienden un nombre pronunciado en wayuunaiki, el funcionario coloca el que le parece gracioso”. Artistas wayúu como Alis Bonilla siguieron el derrotero de Simanca al visibilizar desde su impronta artística estas groseras fallas del Estado. Bonilla lo hizo al fotocopiar decenas de las cédulas erradas y pegar los papeles resultantes a lo largo de la Casa de la Cultura de Riohacha.
Planteadas como herramientas para la estructuración de la democracia, las cédulas de ciudadanía han sido paradójicamente chispas que han detonado nuevos tipos de fraude electoral, como ha ocurrido con las inscripciones de cédulas de votantes que no viven en los lugares que mencionan –el famoso trasteo de votos o trashumancia electoral–, o de personas que han fallecido, además del robo de cédulas para respaldar ilegalmente el voto en las urnas. Es cierto que su aplicación ha amortiguado el impacto de otros tipos de chocorazos, como los votos que sorpresivamente aumentaban en las canastas de papeletas durante principios del siglo XX, o los escrutinios torcidos, como el que ocurrió en Bolívar, en 1875, contra Rafael Núñez, cuando, según David Bushnell en su best-seller Colombia, una nación a pesar de sí misma (Crítica, 2021), “se registraron 44.112 votos en favor de Núñez para presidente, mientras su rival liberal, Aquileo Parra, solamente había obtenido siete. Parra, sin embargo, resultó elegido, pues tenía más estados a su favor, y eso era lo que contaba en última instancia, no los votos populares (fraudulentos o legítimos)”. No obstante, la existencia per se de las cédulas no implica que los desafíos para garantizar procesos transparentes en la actualidad sean menores. De hecho, la propia llegada en el siglo XXI de nuevas tecnologías electorales ha significado nuevos dilemas para un país que, en palabras del historiador Malcolm Deas, citado por Eduardo Posada Carbó en La nación soñada, “ha sido escenario de más elecciones, bajo más sistemas (…) y con mayores consecuencias que ninguno de los países americanos o europeos que pretendiesen disputarle el título”.
¿Sueñan los votantes con elecciones con más tecnología?
El 6 de abril de 1986, diez días después de las elecciones presidenciales de aquel año, en las que Virgilio Barco resultó ganador, Antonio Caballero publicó en la revista Semana una columna que tituló igual que la única novela que publicó en vida: “Sin remedio”. El texto inicia con tono frío y resignado, como si, mientras lo escribía, hubiese sido atravesado por un aburrimiento feroz: “Hubo elecciones, como toda la vida. Y todo continuó exactamente igual que siempre. No como si no hubiera habido elecciones, sino precisamente como si las elecciones hubieran sido otra vez las mismas de siempre”.
El déjà vu electoral de Caballero, ese esplín por lo que no parecía cambiar, es el mismo que muchos sienten con frecuencia cuando ven que delitos como el clientelismo aparecen en cada jornada democrática, o cuando ven en los medios de comunicación las denuncias de fraude de siempre. Incluso, malestares democráticos que con frecuencia se asumen modernos, como las fake news para intimidar determinados electorados, pueden rastrearse en forma de desinformación durante elecciones de hace setenta u ochenta años –verbigracia, las noticias falsas que los periódicos y pasquines difundieron durante la campaña presidencial de 1930 en la que triunfó Enrique Olaya Herrera–. Por eso hay quienes piensan que el sistema electoral colombiano podría salir de esa espiral de fracasos pasados con nuevas tecnologías, como el voto electrónico.
La idea se sigue discutiendo, aunque el debate se nubla con sesgos como el tecnoptimismo y cierta romantización de lo foráneo. El primero se enuncia desde el juicio de que la línea de progreso humano es exponencial y se trenza con la del número cada vez mayor de hallazgos e invenciones tecnológicas. La sospecha, así sin más, es que la lámpara de la innovación se puede frotar para que el genio de las elecciones transparentes haga su aparición. El segundo sesgo parte de una actitud que, según Alberto Cienfuegos, se remonta al siglo XIX:
–En ese tiempo, algunas familias de las élites payanesas, cartageneras y bogotanas pasaban hambre una o dos semanas, sosteniéndose apenas con agua, porque no habían llegado las viandas del exterior.
Para Cienfuegos, la resistencia al consumo de lo que producimos, a lo que surge de esta tierra, se ha acompañado de un idealismo ciego en Colombia frente a lo que se ha implementado en Europa o América del Norte.
Con todo, varios investigadores opinan que, a pesar de los riesgos que se ciernen sobre el uso de la tecnología en la democracia, hay que darle al César lo que es del César. Evidentemente, los cambios técnicos en el sistema electoral colombiano le han granjeado al país mayores garantías. En la columna de Antonio Caballero antes mencionada, el escritor describía el paso de tortuga con el que durante los años ochenta avanzaban las elecciones: “Las lentas cifras iban brotando de su vientre [el de la Registraduría] una por una como del de una parturienta, mesa por mesa, en un escrutinio interminable de antes de la invención de la computadora, de antes de la invención de la propia Registraduría, quizás de antes de la invención de las elecciones”. A diferencia de las dinámicas del sistema actual, tanto la votación como el escrutinio durante el siglo XIX y parte del XX podían durar varios días, e incluso meses, en el caso del conteo de votos; era una tardanza que solía suscitar complejas tensiones sociales. Un informe del Ministro de Colombia al Congreso constitucional de 1892 decía: “El largo transcurso de tiempo que va desde el principio hasta el término de unas elecciones es muy ocasionado a mantener los ánimos en estado de quietud, y produciendo la zozobra y agitación en las masas, socava los fundamentos de la seguridad social”.
No deja de ser verdad que avances como la implementación de la biometría o las herramientas electrónicas para el escrutinio y la consolidación y centralización de los votos han agilizado los procesos electorales del país, y han contribuido en algo al robustecimiento mismo del sistema. Aun así, organizaciones como la Fundación Karisma han señalado cuán problemático es querer sustituir vertiginosamente los protocolos manuales por los electrónicos sin reparar en los riesgos latentes. Para el caso concreto del voto electrónico, el mayor problema tiene que ver con la distinción de los diferentes procesos electorales que se unificarían si se cambia la urna triclave por una máquina, como lo explica Pilar Sáenz, coordinadora de proyectos de Karisma:
–Una de las razones por las cuales nosotros nos oponemos a que haya voto electrónico es que en el proceso electoral se espera plena transparencia, pero esta no es fácil de garantizar. Tú no quieres saber por quién voté yo, pero esperas que el voto que depositaste sea el voto que van a contar, y que el sentido de ese voto no vaya a cambiar a lo largo de la consolidación. En un medio tecnológico esto es muy complejo, porque un solo aparato identificaría a la persona que va a votar, emitiría el voto y lo contaría. Si esto ocurre así, todas las posibilidades de que se pierda el secreto del voto son altísimas. Introducir tecnologías hace que el proceso electoral sea más opaco y probablemente mucho más costoso.
A su vez, el actual sistema híbrido instaurado en las elecciones colombianas presenta suficientes desafíos al regular las tecnologías empleadas para agregar un reto de tal calibre. Por dar un ejemplo: actualmente, los votos se digitalizan y transmiten en distintos CD-ROM que permiten su consolidación final en el último tramo del protocolo electoral, pero, como dice Sáenz, las garantías de que estos CD no sean vulnerados no son tantas:
–Para nosotros hay algunos elementos de ese protocolo que no sabemos bien cómo se verifican. Eso es parte de lo que quisiéramos que en una auditoría técnica se pudiera dar a conocer.
En ese sentido, recursos como el voto electrónico ofrecerían aún más trabas para trazar fallas en algún estadio del proceso. Incluso iría en contravía de la pretensión de horizontalidad y veeduría del escrutinio al emplear sistemas complejos, llenos de capas difíciles de entender. Dice Pilar Sáenz:
–Saber que la máquina está funcionando bien requiere que sepas de programación, que sepas de hardware, que te sientes y hagas las pruebas; que revises muchos desde los casos; que revises el código, y que entiendas todo el problema de seguridad perimetral. Ahí aumenta el riesgo de no ver el fallo, pues son pocos los que cuentan con semejantes conocimientos técnicos.
Y Sáenz finaliza con una apreciación que aplicaría tanto para el votante del pasado, con su dedo índice manchado de rojo, como para el que acaba de votar en las elecciones del pasado 29 de octubre:
–El proceso electoral tiene algo de mágico: se sostiene a punta de confianza. Lo que permite que no haya problemas mayores es que el votante confíe en que el resultado es, de alguna forma, a pesar de las debilidades del sistema, una verdad electoral. Y si se tienen demasiadas dudas, la democracia se nos desbarata.
*Este reportaje se realizó con el apoyo de la Friedrich Ebert Stiftung y Fundación Karisma en el marco del taller “Tecnología en procesos electorales”.