Tumbas sin nombre: los niños mueren por desnutrición en La Guajira y nunca son reportados
Existe en este departamento un vacío en el conteo de muertes infantiles: ni la fecha de nacimiento, ni de fallecimiento quedan consignados ante las autoridades. Esto ocurre porque no todas las comunidades están geolocalizadas, y por falta de vías. A pesar del subregistro, que se estima es de un 70 %, las cifras oficiales indican que en 2022, solo por causas relacionadas con desnutrición, el número de muertes fue el más alto de los últimos años.
por
Isabela Puyana
26.01.2023
Fotos: Isabela Puyana En alianza con La Liga Contra el Silencio y Vorágine.
Este es un texto colectivo escrito por y para la comunidad wayuu del Tablazo. Fue hecho a partir de círculos de la palabra, espacios sagrados en los que las comunidades se expresan.
Teresa Ipuana ahora es tía, pero un día fue madre. Sus dos hijos, una niña y un niño que hoy tendrían 7 y 2 años, murieron de hambre.
Cuando Teresa vio que su hija Ángela comenzó a tener episodios de vómito y diarrea, sintió que algo en ella se apagaba. No era la primera vez que en la comunidad wayuu de Coushalapu, en la zona rural de Riohacha, capital del departamento, un niño padecía de este mal, y eran pocos los que lograban mejorar. La niña tenía 15 meses y pesaba cinco kilos; dejó de moverse y perdió el poco pelo que aún le quedaba, amarillo y tostado por el sol. Su piel comenzó a verse seca y opaca; no le quedaron fuerzas ni siquiera para llorar.
Ángela murió hace siete años y Teresa hoy entiende que fue por desnutrición. Por ese entonces no existía la carretera que conecta al municipio de Manaure con Riohacha, y acceder a la ciudad les llevaba más de tres días a pie desde Coushalapu. La niña nació en condiciones similares a las de su madre: sin agua potable y sin tres comidas diarias. Ángela nunca supo lo que era vivir, ni siquiera con lo mínimo. El día en que despertó intoxicada, quizá por el agua, no pudieron acudir a un médico para salvarla. A la ranchería nunca llegó una brigada de salud y Ángela nunca recibió ningún tipo de control médico. Teresa solo le pudo brindar los remedios tradicionales que en ese momento ya no podían hacer mucho. Pasaron cuatro días en los que la niña fue empeorando y falleció en los brazos de su madre.
Ni su nombre, Ángela Ipuana, ni su fecha de nacimiento, 5 de octubre de 2014, ni el día del fallecimiento, un viernes 16 de enero de 2015, fueron reportados a las autoridades.
Cinco años más tarde lo único que había cambiado para la comunidad de Coushalapu era una vía que acortaba el trayecto de 40 kilómetros de trocha hacia Riohacha. Aun sin agua, Teresa quiso darse otra oportunidad y dio a luz a su segundo hijo, Danielth. El niño tenía un año y nunca vio la lluvia. La sequía los dejó sin el poco alimento que produce la comunidad: ya no había ahuyama ni maíz, y las cabras fueron muriendo de a poco.
Teresa decidió aceptar una invitación de unos familiares y se fue de su ranchería durante unos días. Salió con su niño a una congregación en la comunidad de Caura. Allá llegó con la esperanza de encontrar algunas atenciones en medio de tanta escasez y días de hambre. El trayecto les tomó un día y la invitación era por dos semanas. En el lugar, el niño se debilitó y Teresa revivió su dolor: Danielth comenzó a tener síntomas de fiebre, diarrea y vómito –que pueden llevar a la deshidratación y la muerte–. La madre, mientras pedía ayuda de manera desesperada, recibía yerbas para que Yojura, un espíritu que simboliza las enfermedades malignas, saliera del cuerpo del bebé.
Al ver que el niño no mejoraba, Teresa regresó a su comunidad y una tía la acompañó a una clínica en Riohacha, donde recibieron al niño, le dieron suero, lo estabilizaron y el mismo día los regresaron a la ranchería. El niño aún estaba débil y a las dos horas de estar de nuevo en su casa, volvió a presentar vómitos y diarrea. Era la medianoche, estaba deshidratado, no había agua ni luz y solo se escuchaban los gritos de Teresa. El niño que nunca vio la lluvia, falleció.
Ni su nombre, Danielth Ipuana, ni su fecha de nacimiento, 6 de marzo de 2020, ni el día del fallecimiento, un martes 18 de mayo de 2021, fueron reportados a las autoridades.
La comunidad Coushalapu está integrada por una de las 18.211 familias wayuu que se asientan en el departamento nororiental de La Guajira, al que sus habitantes describen como una tierra de contrastes: grandes extensiones de desierto junto a un imponente litoral marítimo con dunas. El hambre y la sequía, sus poblaciones detenidas en el tiempo, en donde no hay ni rastro del futuro o el desarrollo; y los altos índices de muertes por desnutrición infantil, son incomprensibles al lado de megaproyectos de explotación de carbón y gas, que han condicionado el ecosistema de la región desde los años ochenta, sin traer ningún beneficio a las comunidades, como lo han constatado diversos estudios y publicaciones.
Coushalapu queda a solo una hora por carretera y una trocha desde Riohacha. Son apenas cinco casas de bahareque (palos o cañas entretejidos y barro), una enramada abierta y un cercamiento de cactus que actúa como resguardo o rompeviento para la cocina al aire libre; una escuelita que comparten los niños del lugar y que se sostiene por cuatro palos y un tejado; unas mesas y un profesor wayuu, amigo de la familia. La comunidad comparte un cementerio, su lugar sagrado, el único lugar en el que hay huella de sus hijos. Aunque no está aislada de la capital del departamento, ha sido tal el abandono que hasta hace un año aún había personas de 50 años sin ser registradas ante las autoridades: no tenían una cédula, ni los beneficios que trae el ser reconocido en los registros oficiales. Estos adultos no habían accedido nunca a la salud, educación y subsidios que otorga el Estado.
Una crisis en el olvido
La situación de los niños y niñas de las comunidades wayuu no ha mejorado. Tampoco existe un modelo de atención que llegue a los espacios apartados en los que se encuentran, no hay un método remoto de registro que reconozca sus limitaciones y consigne sus nombres. Han sido miles los subregistros. Es decir, los casos en los que ni la fecha de su nacimiento ni la fecha de su muerte se han conocido, y sus tumbas han quedado sin nombre.
Nacer y morir wayuu puede ser como estar en ninguna parte, en el olvido: no hay registro del número de personas de esta comunidad y su historia no podrá ser contada. Los hijos de Teresa, Ángela y Danielth, son dos de los miles de niños que no han quedado registrados en las estadísticas del DANE.
Frente a la grave situación de vulneración de los derechos fundamentales en La Guajira, la Corte Constitucional, a través de la Sentencia T-302 de 2017, emitió una decisión sin precedentes para proteger los derechos de los niños, niñas, madres lactantes y adultos mayores de las comunidades wayuu de la Media y Alta Guajira. La Corte declaró el “estado de cosas inconstitucional” por la “violación masiva y generalizada de los derechos al agua, la alimentación, la salud y la participación” y ordenó una serie de medidas. Entre ellas, la Corte estableció el Mecanismo Especial de Seguimiento y Evaluación de las Políticas Públicas a la sentencia. Sin embargo, casi seis años después, tales órdenes no se han cumplido y, en cambio, las muertes de niños y niñas asociadas a la desnutrición, aumentan.
En un reportaje de 2014 se evidenció que cifras como estas ubican a La Guajira en una situación no muy lejana a la de Ruanda, en África, donde la tasa de mortalidad de menores de 5 años por cada 1.000 nacimientos es de 55 y la de La Guajira es de 45, según datos del Banco Mundial, citados en el trabajo. “La experiencia de desnutrición en Colombia es igual que en Etiopía”, dijo entonces Alicia Genisca, médica pediatra estadounidense, que ha trabajado en países de África y ha atendido a niños con desnutrición crónica en el corregimiento de Mayapo en La Guajira. “La diferencia es que por décadas Etiopía ha sido el país que todo el mundo conoce por desnutrición, y el mundo no sabe que también hay una crisis de desnutrición en La Guajira”, añadió.
La Guajira tiene una población rural mayoritaria y a diferencia del resto del país su crecimiento no se ha dado hacia las zonas urbanas. La distribución demográfica de los wayuu depende de los cambios de estación. Durante las épocas de sequía, muchos migran en busca de trabajo a los centros poblados, y retornan a sus lugares de origen cuando llegan las lluvias.
Los wayuu viven de forma dispersa en el territorio, con distancias entre viviendas de varios kilómetros, motivadas en parte por la escasez de recursos naturales para el pastoreo, y en otras por sus mismos usos y costumbres.
Mapa Maicao.
Mapa Manaure.
Mapa Uribía.
En un ejercicio de fotointerpretación satelital realizado por Mauricio Álvarez, investigador y experto en estudios étnicos y planeación territorial, se lograron identificar en el municipio de Uribia más de 20.000 puntos poblados rurales; en Maicao, 4.986; en Riohacha, 5.706; en Dibulla, 3.417 puntos poblados rurales, y en Manaure, 6.457, aclarándose que un punto poblado puede contener desde una hasta 300 viviendas.
En el ejercicio se identificaron familias que nunca han sido registradas ante las autoridades y esto sucede en parte por las distancias que hay entre las rancherías y los centros urbanos, pero también porque no existe un método o estrategia pensada para registrar a los indígenas. Las entidades competentes no han pensado en un modo de registro con un enfoque diferencial que entienda la complejidad del territorio, la vulnerabilidad de la población de la Media y Alta Guajira, que tenga en cuenta la cantidad y alta dispersión de la población, pues según las evidencias, no son pocos los indígenas que viven en esas condiciones.
Álvarez, quien ha dedicado parte de su vida a hacer un registro riguroso sobre el número de muertes de niños y niñas en La Guajira y una búsqueda de los subregistros, también ha hecho seguimiento constante a la sentencia y a la vulneración de los derechos de los wayuu. Él asegura que en lugar de tener garantías, parece que cada día la situación empeora.
Álvarez vive en Riohacha desde hace 30 años, los mismos que lleva junto a Yomira Cuadrado, una mujer wayuu que le mostró las riquezas, la belleza; pero también las desgracias de su comunidad. Él llegó a La Guajira a los 26 años a hacer su trabajo de grado y después de conocer a Yorima ya no pudo regresar. Su compromiso con la comunidad y los niños wayuu inició desde el día en que pisó una ranchería y, gracias a eso, hoy cuenta con las cifras que corroboran las inconsistencias que presenta el DANE con respecto las estadísticas de muertes de niños y niñas del departamento.
Este bogotano, que ahora se siente guajiro, ha logrado encontrar información clave sobre la existencia de subregistros o muertes no contabilizadas en los registros oficiales. Fue director del Departamento Administrativo de Planeación de La Guajira, asesor de Gestión Pública municipal y hoy es el director del Banco de Proyectos de la Alcaldía de Riohacha. Presentó datos que quedaron consignados en el Plan Departamental de Desarrollo 2016-2019.
En ese documento “quedó constancia de la existencia de subregistros de muertes de niños” por causas asociadas a la desnutrición, y por enfermedad diarréica aguda (EDA) e Infección Respiratoria Aguda (IRA) “en un porcentaje que la Presidencia de la República logró establecer para el año 2016 en un 70 %”, según recoge un informe de la Veeduría Ciudadana a la sentencia de la Corte.
Además, en ese texto se mencionan las diferencias entre las cifras de muertes de menores de cinco años que consigna el DANE en el Censo Nacional de Población y Vivienda 2018, con base en el cuestionario que realizó, y los registros de defunciones no fetales que divulga el mismo DANE. En el primer caso, en el cuestionario aplicado en todos los hogares censados se hicieron dos preguntas claves para medir los subregistros: en la primera se preguntó por el número y edad de las personas fallecidas en el hogar el año anterior del censo. Es decir, las muertes de miembros del hogar en 2017, y la segunda pregunta fue si se le había expedido el acta de defunción.
La suma de las muertes de niños de hasta cinco años en cuatro municipios de La Guajira (Riohacha, Manaure, Maicao y Uribia) en 2017, según el Censo de 2018, fue de 5.314, muy distante del número de registros de defunciones del DANE, que fue de 1.473 defunciones reconocidas; es decir, 3.841 muertes nunca fueron reportadas. Se menciona que en los cuatro municipios señalados el 71,9 % dijo que no se le expidió certificado médico de defunción.
Gráfica censo
Álvarez insiste en que si no hay garantías sobre la cifra real de muertes por desnutrición tampoco se podrá hacer efectiva la orden establecida en la sentencia, en la que se exige la reducción de las muertes y un control sobre dicho indicador.
Te invitamos a leer la columna de Dejusticia para saber más detalles sobre los subregistros.
Según las más recientes cifras oficiales consolidadas en el Boletín Epidemiológico Semanal del Instituto Nacional de Salud, el 2022 terminó con la muerte por desnutrición de 85 niños y niñas menores de cinco años en La Guajira, la cifra más alta en los últimos años, que representa el 28 % del total nacional (308 casos). Esto sin tener en cuenta los subregistros. De acuerdo con esa misma fuente en el 2021 se registraron 41 casos; en el 2020, 52; en el 2019, 38. El estado de cosas ha empeorado dramáticamente, lo que muestra el incumplimiento de la Sentencia T-302 de 2017 de la Corte Constitucional.
Las muertes han crecido por múltiples factores, como la escasez de alimentos, la sequía y la poca comunicación entre las entidades responsables (del orden nacional y local como la Presidencia, la gobernación del departamento, alcaldías, entre otras) de hacer cumplir la sentencia y las comunidades.
Los esfuerzos por la visibilidad
Micaela Bouriyu trabaja para la Institución Prestadora de Servicios de Salud Indígena (IPSI) Walekeru. Esta joven de 26 años se dedica domingo a domingo a buscar maneras para registrar a niños y niñas en zonas dispersas de la región, todo con el fin de que tengan acceso a un servicio de salud, y quien según su comunidad, es de las pocas funcionarias que están haciendo algo por registrar a los niños en La Guajira. “Cuando los niños padecen de problemas de salud, como no hay una identificación para que la red hospitalaria los atienda, entonces sus familias desisten y prefieren quedarse en la casa porque en ningún hospital los van a atender. Esto es solo una parte de la problemática, hay muchos niños que no se registraron y han ido creciendo y por eso mismo, nunca han recibido atención”, cuenta Bouriyu.
Micaela Bouriyu y María, la tía de la comunidad, en medio de la jornada de registro de la IPSI Walekeru actualizando datos de niños y niños menores de 6 meses, para facilitar su registro oficial en la Ranchería Cuevegenta.
En la ranchería Cuevegenta, a cuatro horas de Riohacha, un grupo de madres wayuu estaba esperando la aprobación del registro civil de nacimiento de sus hijos e hijas. Eran siete madres, con hijos de entre dos meses y un año, que habían iniciado un proceso al que muy pocos wayuu tienen acceso: registrarse en una notaría.
Bouriyu, que es quien lleva sus casos, les comentaba en wayuunaiki –el idioma wayuu– que ella solo podía encargarse del registro de los niños menores de seis meses, porque a los mayores de esa edad ya es necesario llevarlos presencialmente. Algunas de las mujeres presentes quedaron intranquilas: para ellas es imposible sacar una cita por internet o caminar durante días hacia Riohacha cargando un bebé en brazos para que, al llegar, posiblemente no las atiendan, como muchas de ellas lo relatan.
La impotencia de Bouriyu y del grupo de funcionarios de la IPSI Walekeru es enorme. Todos ellos no solo cumplen con la prestación de un servicio de salud, sino que hacen a diario mucho más de lo que implican sus funciones: consiguen medios para hacer jornadas de registro e identificar nuevas comunidades que no estén recibiendo servicios de salud, hacen un seguimiento constante de los niños y niñas de la zona, trabajan de domingo a domingo para conseguir alimentos y medicamentos, todo porque, como lo mencionaron en varias ocasiones, reconocen que hay una emergencia.
Para llegar a la comunidad Cuevegenta, Bouriyu y el equipo de la IPSI necesitaron más de cuatro horas de camino por una trocha desde Riohacha. En la camioneta siempre va un espacio vacío por si en las jornadas de registro de los menores encuentran a un niño desnutrido a quien tengan que llevar al centro de salud El Tablazo, ubicado a una hora de Riohacha y en el que se atienden a más de 90 comunidades wayuu.
La Ranchería Cuevegenta, a cuatro horas de Riohacha, un lugar en el que el principal ingreso es el comercio de mochilas y tejidos y para venderlos las mujeres deben caminar durante horas para llegar para comercializar sus productos.
A estas jornadas también va personal que se encarga de hacer lo que nadie más está haciendo en la región: llegar a las comunidades que no han podido acceder a las entidades oficiales para cambiar sus condiciones actuales de vida: si los wayuu son reconocidos como ciudadanos, también deben ser atendidos en caso de una emergencia, que en su mayoría ocurren por la escasez de comida y agua.
El proceso de registro lo hacen en jornadas largas, durante fines de semana, y recorren zonas como Uribia, Manaure y Barrancas. Se han encontrado con limitaciones y poca cooperación por parte de las entidades. El trabajo de la IPSI Walekeru, además de ser una prestación del servicio de salud, se ha convertido en una gestión humanitaria.
“Nosotros buscamos registrar a los niños nacidos vivos, para hacerlo, tenemos que hacer una búsqueda de la entidad que nos facilite el registro: Registraduría, Notaría Primera, Notaría Segunda, en Asuntos Indígenas, ya hemos tocado muchas puertas para poder hacer los registros de ingreso a los niños y es difícil porque nos lo niegan”, explica. Esas entidades, dice Bouriyu, solo aceptan el trámite si son menores de seis meses y si no es necesario llevar al menor hasta el lugar de registro. “¿Cómo podemos nosotros mover cientos de menores hasta la ciudad, por qué las entidades responsables no vienen a las rancherías?”, se pregunta. “No hay mecanismo donde se puedan registrar, donde se puedan sacar citas, ellos desconocen que las comunidades no tienen internet y no pueden sacar la cita desde un computador, aquí no hay señal”, cuenta Micaela con tono de impotencia, el sentimiento con el que por lo general las personas que trabajan por los niños de la región suelen hablar.
Judith Rojas, la administradora y gestora de la IPSI Walekeru, es también una lideresa que ha dedicado su vida a la comunidad, en especial, a trabajar por los niños y niñas que mueren por desnutrición: “Le dedicamos gran parte de nuestra vida al servicio, porque es una comunidad que está pidiendo a gritos ayuda”. Rojas se encarga de identificar a los niños que necesitan ayuda, habla con sus familias, gestiona brigadas de salud para llevar a los menores y a sus familias a iniciar un tratamiento y consigue apoyos económicos para salvar la vida de cientos de niños de la región.
Rojas trabaja bajo el sol intenso, se mueve en trochas y se planta frente al ICBF a exigir el cumplimiento de la sentencia durante días. Esta mujer nació y fue criada dentro de la cultura wayuu, trabajó desde niña para ayudar a su madre con los ingresos del hogar. Recuerda su infancia sin escasez de comida, porque aunque creció en una casa en la que su mamá fue madre y padre a la vez, ella y sus hermanos siempre veían alimento y pudieron estudiar gracias a que su mamá vendía productos en el mercado, como el maíz o la ahuyama.
Aunque no tenían lujos, reconocía que, a diferencia de otras personas de su comunidad, sí tenía mucho más: tres comidas diarias, acceso al agua y una casa en donde dormir. “Desde muy joven le serví a mi comunidad porque siempre he visto el abandono y las injusticias que se viven cuando eres wayuu”.
Treinta años después, las cosas no han cambiado para los indígenas, aunque existe un precedente como la sentencia T-302 de 2017, que obliga al Estado a poner su mirada sobre la situación desoladora en la que viven los niños y niñas en La Guajira.
Camino a la ranchería Walipantui, a donde Rojas y el equipo de la IPSI debían ir a una jornada de salud, ella detuvo la camioneta y señaló un desierto de palos, arbustos y barro. Miró con tristeza el paisaje y soltó con rabia la razón por la que se detuvo: “Estamos sobre el río que se robaron y a estas alturas el río está seco, cuando antes veíamos agua y podíamos sembrar y había comida. Miren lo que nos queda”.
Cuando dice “se robaron” se refiere al arroyo Bruno, que abastecía a más de 200 comunidades de la zona y que, por un convenio con El Cerrejón, una de las operaciones mineras de exportación de carbón a cielo abierto más grandes del mundo, desviaron su cauce, para beneficio de la extracción y explotación mineral y sin participación efectiva de las comunidades wayuu.
Esto pasaba a solo dos kilómetros de la casa de Greisis y Manuel, dos niños de uno y tres años que habían sido ingresados al centro de salud El Tablazo por un cuadro de desnutrición aguda y que solo llevaban una semana de regreso en sus casas después de haber sido hospitalizados.
Greisis, de un año, no llega a los cinco kilos, cuando el peso normal para una niña de su edad debería ser de al menos ocho. Da la impresión de ser una bebé que tiene pocos meses, luce adormecida y se mueve muy poco. Manuel, quien ya tiene 3 años, tiene la estatura de un niño de un año, no camina y hasta ahora aprendió a sentarse.
Mireya Epieyuu, la mamá de Greisis y Manuel, recuerda que vivir allá no era lo mismo hace cinco años. Durante cada estación tenían un alimento, el agua estaba fresca y el río, muy cerca a su casa. Ahora no le queda más que rebuscarse el día a día tejiendo mochilas por las que le pagan 60.000 pesos, pero para realizarlas dura cerca de una semana. Ese dinero semanal le debe alcanzar para los alimentos de la familia, el transporte para llevar la mochila a Riohacha y comprar más materiales para seguir trabajando.
Los indígenas en La Guajira mueren por muchas razones: desnutrición,infecciones respiratorias, infecciones agudas, todo esto producto de la imposibilidad de sembrar algo a causa de las sequías y la crisis climática, por el poco acceso al agua, que cada vez se hace más difícil, por la poca cobertura de registros y acceso a servicio de salud y a beneficios que brinda el Estado, por el incumplimiento de los políticos en sus proyectos para las comunidades, pero sobre todo, por el abandono.
Mireya Epieyuu, en la Ranchería Walipantui, retratada por Samuel, su hijo mayor.
A pocos metros de Mireya vive Magda Ipieyu, una mujer a la que le cuesta mucho hablar de su presente, pero mucho más del pasado. Ella tampoco puede subsistir con más de 60.000 pesos a la semana, haciendo mochilas y vendiéndolas en el centro de Riohacha. Magda, que hoy tiene 30 años y tuvo siete hijos, a su corta edad ya enfrentó la muerte de tres de ellos, que se fueron por sed y desnutrición. “Nos han quitado todo, el agua y el viento, nos robaron el río, pero a mí me robaron la vida”.
Magda Ipieyu sobrevive con 60 mil pesos semanales haciendo mochilas. Las comercializa en Riohacha. Con ese mismo dinero compra materiales, se transporta y compra alimentos para su familia.
Ni sus nombres, Camilo Ipieyu, Jose Ipieyu, Gimena Ipieyu, ni su fecha de nacimiento –7 de febrero de 2016, 10 de marzo de 2017 y 9 de diciembre de 2020– ni el día del fallecimiento –16 de mayo 16 de 2018, 11 de junio de 2020 y 19 de abril de 2021– fueron reportados a las autoridades.
Mientras escribía este reportaje recibí una llamada de Judith Rojas, lideresa de la comunidad, quien me dio la dolorosa noticia de que Greisis había fallecido. Se hizo un silencio y el tiempo se detuvo, así como pasa en La Guajira.