Piernas de mujeres entaconadas atraviesan corriendo la pantalla y se enfrentan a ese uniforme verde biche inconfundible. Se ven las luces del alumbrado público, los carros que pasan y, en cuestión de instantes, sólo el asfalto de la calle. La imagen tiembla, se tambalea, se desenfoca. “¡Pero no le pegue, no le pegue!”, grita una voz desesperada. Su voz se quiebra, se convierte en llanto. “¡No le pegue!”. Un hombre uniformado levanta el brazo por encima del hombro y descarga un bolillazo seco contra el cuerpo de una trabajadora sexual trans. Así, confuso e inestable, es el video que una mujer grabó con su celular en la localidad de Kennedy, al sur de Bogotá, mientras la Policía Nacional la hostigaba y violentaba junto a sus compañeras. “Eso pasa todo el tiempo”, dice Andrea Correa “Coqueta”, una mujer trans que fue trabajadora sexual.
El estigma y la violencia que enfrentan las trabajadoras sexuales en Colombia y en la región no es un secreto. De ahí que la semana pasada la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) realizara la primera audiencia sobre los derechos del trabajo sexual en América. Las altas tasas de homicidios y de impunidad, las barreras para acceder a la justicia y la violencia institucional ejercida por la fuerza pública son sólo algunos de los hechos que hicieron que este ente internacional le pidiera a los estados diseñar regulaciones y políticas públicas que garanticen los derechos de quienes ejercen este trabajo e implementen medidas de protección a su vida, su integridad, su honor y su dignidad.
Coqueta no habla de su edad, pero sabe que cuando se tienen más de 40 años el trabajo sexual ya no da para vivir. “La belleza no es para siempre”, dice con una risa algo nerviosa. Durante los últimos siete años, se ha dedicado a defender los derechos de poblaciones vulnerables como habitantes de calle, trabajadoras sexuales y mujeres trans. No necesitó de nadie que le explicara cómo acercarse ni cómo trabajar con ellos porque conocía la situación muy de cerca, la había vivido. “Comencé en la calle a los 16. Le conté a mi mamá que a mí me gustaban los hombres y ella, con tanta ignorancia del tema, me dijo: yo no le voy a aceptar eso y se me va de la casa. Era un niño y me fui”.
Así comienza la experiencia de trabajo de muchas mujeres y hombres que hoy se dedican a la prostitución. “Cuando a uno le echan de su casa, no está preparado para nada. Va a dar a la calle y la primera opción que encuentra es acostarse con un tipo porque le va a pagar la dormida y le va a dar para comer”, dice Coqueta cuando comienza a contar su historia de vida. Es una mujer alta y de piel morena, con una voz gruesa que en ocasiones cuesta trabajo escuchar porque habla entre los dientes. Comenzó este “caminar por la vida” en la carrera Séptima siendo hombre, pero al poco tiempo inició el proceso de transformación. Al principio, “durante el día me vestía de chico y en las noches me desarmaba. Pero eso tenía muchas complicaciones, entonces desde 1993 dije: a mí no me importa lo que pase, yo quiero ser una chica de día y de noche. Yo quiero ser una mujer libre, quiero vivir y hacer lo que sea”.
Pero esta no es una decisión fácil. Ser una trabajadora sexual trans implica lidiar contra muchos prejuicios y contra una discriminación doble: por este oficio y por asumir una identidad de género distinta. De ahí, precisamente, surge la violencia -en todas sus formas- que viene de varios sectores de la población, uno de ellos la Policía Nacional.
Según un informe de Colombia Diversa sobre los derechos humanos de la comunidad LGBTI en Colombia, de los 222 hechos de violencia policial registrados en 2013 y 2014, el 50% afectaron a personas trans. Los prejuicios, según este informe, son mayores hacia esta población y más específicamente hacia las mujeres trans en ejercicio de prostitución. “Basta identificarlas a distancia para que en muchos casos se ejerza de forma inmediata la violencia verbal o física”. Eso se demuestra en casos como el de Katia Trillos, una trabajadora sexual reconocida por denunciar los malos tratos de la Policía. “La primera vez, en el 2012, me quemaron los senos y el abdomen con un gas. En otra ocasión me golpearon las piernas y los glúteos y es de todos los días que me insulten, que me detengan arbitrariamente y que me impidan ejercer mi trabajo”, dice esta mujer oriunda de Ocaña y víctima del desplazamiento.
Todas estamos en un contexto de trabajo sexual, pero a la mujer cisgénero no se le asocia con enfermedades ni se le ejerce tanta violencia por todo y sin razón
También sufren de violencia por discriminación. El trato a las trabajadoras sexuales trans y las cisgénero -que se identifican como transgénero- es completamente diferente. Según Gustavo Pérez, coordinador del área de derechos humanos de Colombia Diversa, la Policía pide documentos y requisa a las trabajadoras sexuales trans y no a las que no lo son. “No es que eso sea ilegal, porque la policía puede y debe aplicar procedimientos de tipo preventivo como la requisa, pero lo que vemos es que lo están haciendo de manera selectiva y desproporcionada contra mujeres LGBTI”, dice enfáticamente el investigador.
“Todas estamos en un contexto de trabajo sexual, pero a la mujer cisgénero no se le asocia con enfermedades ni se le ejerce tanta violencia por todo y sin razón”, dice Coqueta y agrega que aunque la calle y la ciudad es de todos, hay zonas que no lo son. “Es un territorio dividido”. Y lo dice porque la violencia policial está asociada y es diferenciada según la zona de la ciudad.
El decreto 400 de 2001 creó la regulación para las zonas de alto impacto entre las que están las relacionadas con el trabajo sexual. Con el decreto 469 de 2003 el Distrito estableció seis de estas zonas en la ciudad, pero hoy solo una, la del barrio Santa Fe, es una de alto impacto para la administración pública. Alejandro Lanz, director ejecutivo de Parces ONG -Pares en Acción-Recreación contra la Exclusión Social-, considera que esta regulación sólo se refiere a establecimientos dedicados a negocios relacionados con el trabajo sexual, pero en cuanto al trabajo sexual de calle no hay una regulación específica. “No hay una Ley que prohíba pararse en la calle y encontrarse con el cliente, no es ilegal y la Corte ha reconocido esta actividad como un trabajo digno”, recalca Lanz. Sin embargo, el nuevo Código de Policía establece que “ejercer la prostitución o permitir su ejercicio por fuera de las zonas u horarios asignados para ello” afecta la convivencia y quien incurra en “este acto” puede ser multado.
Esto no sólo es un escudo para los policías que les permite ejercer control y justificar su actuación que en ocasiones incurre en el abuso de la fuerza y del poder, sino que además resulta inconstitucional. “La Corte dice que no no es posible usar la política de recuperación del espacio público en contra de quienes se cree ejercen el trabajo sexual. ¿Quién define eso? El ejercicio [de la prostitución] no comienza cuando yo me visto y salgo a la calle. Tu no puedes perfilar a nadie por como se viste, ni por cuánto tiempo pasa en una esquina”, agregó Lanz.
Coqueta se vio enfrentada a estos hechos de abuso de poder durante los 30 años que se dedicó al trabajo sexual. Ella no sólo estuvo en las calles de Bogotá. Cuando transformó su cuerpo acorde a su identidad de género, se fue para Cali. “Ahí el calor, las hormonas, claro, me puse regia”, recuerda emocionada y sonriente. Regresó a Bogotá y unos años después se volvió, como ella dice, “una chica internacional”. Viajó a Europa, estuvo en Italia, España y Francia, y aunque confiesa que viajó con las personas equivocadas, que fue explotada laboralmente y que le quitaron el pasaporte, se enorgullece de decir que allá consiguió la plata suficiente para poder dejar de lado el trabajo sexual e incursionar en nuevos campos laborales. Coque, como le dicen de cariño, habla en retrospectiva de esos 30 años y se estremece al recordar las veces en que ella y sus compañeras fueron sometidas a tratos “inhumanos” por parte de la policía.
Dice que llegó a pasar 48 horas en una estación y aclara que en eso, a ella, no le fue tan mal. Recuerda que había mujeres que pasaban varias semanas, incluso un mes. “Que te cojan por no estar haciendo nada y te lleven 48 horas a una estación, eso es inhumano. Además la cosa era más violenta porque nos metían con los hombres y eso no está bien, es más discriminación”, dice alzando la voz como muestra de su indignación. Coqueta habla de esto en pasado, no sólo porque ya no ejerce el trabajo sexual, sino porque ha habido cambios. Para ella, la constitución de 1991 trajo reformas notables, hubo un reconocimiento de los derechos humanos y se inició el trabajo por parte de organizaciones para defender esos derechos. Sin embargo, esto no significó acabar con esta violencia y mucho menos transformar unas prácticas institucionales que vienen de un problema estructural y que a pesar de los esfuerzos por erradicarlo, nada ha sido suficiente.
Según Juan Carlos Prieto, director de Diversidad Sexual de la Secretaría Distrital de Planeación, durante 10 años se han aplicado estrategias para concientizar y acabar con la problemática. Desde la Secretaría se han hecho mesas de trabajo, recorridos, charlas con la dirección de Derechos Humanos de la Policía y sensibilización a los uniformados. Pero para Prieto, “hacen falta estrategias mucho más efectivas porque el problema es evidente y lo que se ha hecho hasta ahora no ha funcionado”.
Lo que sí ha sucedido recientemente es que han cambiado las formas de ejercer la violencia. Para Gustavo Pérez de Colombia Diversa, aunque persiste la violencia física, la Policía en ocasiones la reemplaza por una violencia que no deja huella. Se trata además de actos que, en su mayoría, son completamente legales y hacen parte de las funciones de los agentes: comparendos, expulsión del espacio público, obstrucción del trabajo, entre otras. Esto, desde luego, trae consecuencias. De acuerdo con el informe “Ley entre comillas” que publicó el Observatorio de Trabajadoras Sexuales en diciembre de 2016, la violencia por parte de la Policía produce vulneraciones a los derechos fundamentales y un alto índice de impunidad. Según este informe, “la impunidad está relacionada con el miedo a denunciar por tener como referencia los casos en los que la denuncia trae peores represalias, además de la falta de garantías y acciones legales por parte de las entidades del Estado”. Como dice el director ejecutivo de Parces, Alejandro Lanz, es muy difícil denunciar ante el mismo uniforme que hizo la agresión. Por eso, dice, hay desconfianza y un problema muy grande de acceso a la justicia por parte de estas mujeres.
Ante la pregunta de si alguna vez denunció la agresión policial, Coqueta responde que sí, que ella lo hizo en una ocasión. “Nunca me pusieron atención. Dijeron que estaba borracha y drogada”, dice sin profundizar mucho en el tema. En Coqueta se siente la rabia por saber que en el país no ha garantías para denunciar, pero al mismo tiempo habla de esto con un poco de resignación: “a uno solo lo tratan como una escoria de la sociedad. A nosotras nos da miedo denunciar porque con la denuncia van a tener nuestros datos y eso puede generar más violencia, por eso todo esto sigue pasando”.