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Soy adicto al debate político en redes sociales

De debate en debate, buscándole incesantemente la lógica a los argumentos más absurdos con el fin de contradecirlos, fui vetado de más de tres grupos del Centro Democrático en Facebook, y la sección de comentarios de Fox News se volvió como un segundo hogar. Con suerte esta confesión constituya un primer paso hacia una tenue rehabilitación.

por

Carlos Arturo Espinosa Marinovich


23.08.2017

Aunque a lo largo de mi niñez y adolescencia afirmé siempre que la política no era lo mío, que aquellos temas no me interesaban en lo más mínimo, y que prefería no enfrascarme en posiciones ideológicas sin sentido, hoy en día veo atrás y me doy cuenta de que nada podía estar más alejado de la realidad. Al escudriñar algunas de las más remotas memorias de mi infancia, me encuentro con la imagen reiterada mi persona siendo partícipe de discusiones acaloradas sobre asuntos políticos, que muchas veces escalaban hasta el punto de la violencia verbal y quedaban a un paso de degenerar a la violencia física, ello incluso a pesar de no ser yo una persona particularmente conflictiva.

Decía ingenuamente ser un “apolítico”, cosa que hoy en día considero absurda, pues los seres humanos, querámoslo o no, somos seres inmanentemente políticos. Tal era mi ingenuidad, que mientras decía ser “apolítico” llevaba muy seguido al colegio una camiseta con una calavera barbada que portaba una boina con una estrella roja, debajo de la cual se leía irónicamente el eslogan “hasta la victoria siempre”, como diciendo “el comunismo ha muerto” estampado que motivó a uno de mis compañeros a llamarme “fascista” en una ocasión, lo que desencadenó una discusión bastante vehemente y un tanto ociosa. Otra de las camisetas que portaba con orgullo decía “enjoy capitalism” en las letras rojas del logo Coca-Cola, la cual por supuesto era motivo de disputas con el mismo compañero que antes me había tildado de fascista. También recuerdo que por la misma época le puse a otro niño el apodo de “Godofredo” por ser declaradamente conservador. Ese pequeño yo de 13 años, que se hacía llamar apolítico no se daba cuenta de que en realidad era un liberal radical, defensor a capa y espada del “laissez faire” (aunque evidentemente ni siquiera conocía ese término), lo que contrasta de manera irónica, incluso graciosa con la ideología que defiendo ahora que tengo 23 años y un baúl lleno de textos de política detrás.

El paso de los años, que me trajo una variedad de experiencias y conceptos, me hizo cambiar un tanto mi perspectiva. De considerarme un “apolítico” pasé a considerar que esa cosa que llamamos la política (o “lo político”, si uno quiere dárselas de schmittiano) comprende y atraviesa todos los ámbitos de la vida social del ser humano. Tan arraigada estaba dicha consideración en mí, que decidí ingresar a la carrera de Ciencia Política. Fue allí donde mi adicción, que ya venía incubándose desde mi niñez, comenzó a cuajar. Puesto que mi disciplina evidentemente exige estar al tanto de los últimos acontecimientos en materia política, las redes sociales se convirtieron  en un instrumento precisamente para eso. Mientras seguía las páginas de los más grandes medios de comunicación de Colombia y el mundo, me encontré con una variedad inmensa de opiniones y posturas en las secciones de comentarios, algunas de las cuales sencillamente no me pude resistir a debatir. De debate en debate, Facebook fue lanzándome cada vez más sugerencias de grupos y páginas dedicadas a la discusión política, hasta conducirme a aquel oscuro mundo de las redes conocido como el “Leftbook”, donde izquierdistas radicales de todo el mundo y todos los matices comparten todo tipo de contenido, desde opiniones, experiencias y temas triviales hasta memes y bromas de internet para burlarse de la derecha y de tanto en tanto de la propia izquierda, todo con un toque de ironía.

Es bien sabido que todo en exceso es malo, y aunque el ejercicio del debate es algo de lo que las personas no deberían temer o huir, también puede conducirnos a la demonización del interlocutor y la radicalización de las propias ideas

Pero a pesar del tono ligero del leftbook, sus memes malos y sus a veces excesivamente susceptibles “Social Justice Warriors”, también se comparte una gran cantidad de material académico interesante, textos de autores radicales de los que jamás se enseñaría en una universidad neoliberal como la mía, Lenin, Bakunin, Kropotkin, Bookchin y todo tipo de “ins”. La comunidad de leftbook se convirtió en una especie de familia de miles de extraños izquierdistas de internet por así decirlo, con sus brazos abiertos a personas de todas las nacionalidades, razas, religiones y orientaciones sexuales, pero implacable ante todo aquello que pudiese siquiera oler a racismo, misoginia, homofobia, transfobia, islamofobia, antisemitismo y todo lo que pudiese considerarse opresión por uno u otro motivo, al punto de rayar a veces en el absurdo. Por ejemplo, existe un debate reiterado sobre si las personas blancas pueden utilizar rastas, o si ello se considera una forma colonialista de apropiación cultural de Europa sobre las tradiciones africanas.

Pese a las diversiones que pudo traerme el leftbook, muchos de sus debates se reducen a temas triviales, y otros ni siquiera son debates sino más bien una suerte de espacio de mutua validación de opiniones. Para este punto, mi ya avanzada adicción me exigía algo más fuerte, algo que me alterase más y por más tiempo. Debatir con personas cuyo mayor desacuerdo conmigo giraba alrededor de un corte de pelo no sería suficiente para satisfacer mi ansia política. Fue entonces cuando pasé de buscar grupos de izquierda radical a buscar grupos de derecha radical para hacer lo que en la web se conoce como “mental gimnastics”, el acto de buscarle incesantemente la lógica a los argumentos más absurdos con el fin de contradecirlos. En el proceso fui vetado de más de tres grupos del Centro Democrático en Facebook, y la sección de comentarios de Fox News se volvió como un segundo hogar. Fui a parar a páginas llenas de gringos, autoproclamados nacionalistas blancos, para explicarles que en el África y la América pre-coloniales también había arte, cultura y tecnologías, que en Oriente también hubo grandes pensadores y que no es lo mismo destruir una estatua de los Estados Confederados que destruir la estatua de  Martin Luther King.

Como todo aquello que pueda considerarse una adicción, el debate político terminó afectando aspectos importantes de mi vida. Incontables fueron las ocasiones en que me encontré procrastinando tareas y lecturas de la academia para discutir una infinidad de temas inútiles en páginas de internet, hubo ocasiones en que de cuatro horas que pasaba en la biblioteca, tres las gasté discutiendo con algún desconocido. Me hallé en páginas creadas con el fin particular de reunir a las personas con las ideologías más radicales, como “Anarcodebatism” y “Ancom Vs. Ancap debate group”, en donde se compartían los usuales memes e insultos, pero esta vez desencadenando en debates compuestos por comentarios de cientos y a veces miles de palabras, acompañados por fuentes, y estudios de todo tipo, desde el texto del viejo Ludwig Von Mises hasta los videos de veinte minutos sobre las desgracias del pensamiento posmoderno (como el que yo defendía), a los que no se podía responder con los viejos “ins” tan fácilmente tildados de marxismo trasnochado, sino con los cánones. A la tecnocracia y los modelos matemáticos responder con sociología y filosofía. No había de otra. Noches enteras sin sueño pensando en qué responder ante los axiomas y la gimnasia mental que requiere la construcción de un oxímoron conceptual como es el de “anarco-capitalismo”. Todo ellos sólo para recordarme al otro día, cuan mejor habría quedado mi trabajo de la universidad si le hubiera dedicado el mismo tiempo que había dedicado investigar y redactar los enormes textos argumentativos que enviaba a los “ancaps” en la sección de comentarios.

Todo ello no me dejó mucho más que noches en vela y unos cuantos enemigos, no obstante fue un proceso lleno de aprendizaje que me permitió conocer todo tipo de perspectivas y posturas, leyendo de primera mano a las personas que las defienden y practican. Me permitió desarrollar, si no otra cosa el músculo de la retórica. Es bien sabido que todo en exceso es malo, y aunque el ejercicio del debate es algo de lo que las personas no deberían temer o huir, también puede conducirnos a la demonización del interlocutor y la radicalización de las propias ideas. Sin importar cuánto escribamos, cuánto apelemos a las emociones cuántas metodologías, fuentes y estudios utilicemos en nuestra propia retórica, las posiciones políticas nunca dejan de ser eso, posiciones, no dependen necesariamente del raciocinio y la deliberación, sino principalmente de la experiencia y la percepción, y la mayoría de las personas darían gritos y alaridos y simplemente evadirían la discusión antes de moverse un solo centímetro de su postura. Con suerte esta confesión constituya un primer paso hacia una tenue rehabilitación frente a este peligroso hábito, para pasar de los debates, muchas veces sin fin y sin sentido, hacia formas más reales y efectivas de activismo.

 

 

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