“Soñé que le afeitaba el bigote a Maduro”

¿Qué sueñan los venezolanos que migran por la frontera? Situaciones como la de Venezuela nos invitan a pensar el sueño como un espacio público en disputa.

por

Daniel Ávila Vera, Bogotá


03.07.2025

En julio de 2019, Giomar Briceño, un ex miembro del cuerpo de guardaespaldas del expresidente Chávez, soñó con el difunto presidente.

“Llorábamos frente a una mesa de vidrio redonda y del centro salía un líquido espeso, negro, como el alquitrán”, contó Giomar, mientras se acercaba a pie al infame trayecto del páramo de Santurbán. Portando su uniforme naval sin honores en el pecho, junto a Chávez, Giomar veía cómo el libro azul –el texto constitucional para la Revolución Bolivariana– se consumía en la oscura sustancia. Mientras tanto, ambos permanecían de pie y a discreción, con las manos cruzadas en la espalda baja y la pierna derecha ligeramente adelantada, esperando el siguiente grito del orden cerrado.

En el programa En contacto con Maduro, el mandatario aseguró haber soñado con un 61 que se dibujaba nítidamente en la oscuridad: una cifra que, según él, auguraba su victoria en las elecciones parlamentarias de 2015. Su gobierno perdió las elecciones. En otra ocasión, poco después de entrar al palacio de Miraflores, vio la encarnación de Chávez en un “pajarito”. Tras esta visión y con la derrota del gobierno, este sueño se deslizó entre las muchas visiones de Maduro que hoy causan risa.

Pero entre las burlas no hubo un intento de analizar el sueño de Maduro, ni el decálogo de ocurrencias místicas del mandatario. Y no hay razón suficiente para negarle a lo onírico su valía. El psicoanálisis, la literatura, y las creencias populares coinciden en un afán por interpretar los sueños; los leemos y los explicamos como podemos, esperanzados por que en ellos esté cristalizada una parte de la realidad (cuando nos conviene), o que sean simple superchería (cuando no). Con su repaso esperamos esclarecer algo de nuestras propias narrativas.

“Los sueños encarnan en imágenes fugaces algunos de nuestros sentimientos más profundos y reacciones más primitivas. Cuán importante aprender de nuestros sueños cuáles son nuestros sentimientos cuando estamos sometidos a condiciones extraordinarias”, escribía Bettelheim, una de las figuras más importantes del psicoanálisis de la segunda mitad del siglo XX. Y si lo onírico retrata nuestro estado emocional, los sueños son una segunda –a veces incluso la primera– revisión de lo que vivimos.

“Allá en Venezuela una prestobarba no se consigue, aquí esas desechables te las regalan”, decía Yismar Monsalve, licenciado en educación. A principios del 2018, Yismar llegó a Colombia al encuentro con su primo, quien le prometió un trabajo en la capital como peluquero. De sus primeras semanas en el país recuerda un sueño en particular: “En esos días yo tenía la barba larga y estaba ahí parado con un delantal de cuero y unas cuchillas. En una silla como de salón de belleza estaba sentado Maduro y yo le afeitaba el bigote –hace una pausa extrañado por lo que acaba de decir en voz alta–. ¿Qué te puedo decir?”.

The Third Reich of Dreams: reportar lo onírico

Con la subida del nazismo en 1933, y después de tener un sueño que consideró enigmático, Charlotte Beradt comenzó a entrevistar a sus vecinos y conocidos sobre los sueños que estaban teniendo en ese momento. Sin embargo, su tarea tuvo que terminar en 1940, cuando la periodista alemana se vio forzada a exiliarse. Beradt publicó una fracción de su colección de sueños o, como ella los llama, “diarios de la noche”, en un breve artículo para la revista de izquierda Free World. Luego, con el apoyo de Hannah Arendt, se publicó en 1968 el libro The Third Reich of Dreams, en donde Beradt compendia y comenta los sueños de sus contemporáneos alemanes. La gente se sueña en casa sin poder salir, repetidas veces aparecen en sueños sin la posibilidad de hablar, ven a sus seres queridos muertos por las noches e incluso sueñan que está prohibido soñar. Quienes los narran describen con la mayor sutileza los efectos del totalitarismo en el ser humano, “con una mayor sutileza –nos recuerda la autora– de la que jamás hubiesen podido tener despiertos”.

Al registrar esos sueños se documentó por primera vez el fenómeno psicopolítico de la época. O en otras palabras, quedó expuesto el encuentro violento entre la política y la psique. Beradt muestra que el totalitarismo raptó el sueño y vemos, en imágenes vívidas, el éxito del nazismo en su búsqueda por totalizar la vida humana. En un contexto así, caótico y absorbente, la situación se impone hasta en los sueños, que terminan emulando la realidad.

Lo onírico puede ser usado por la política o resistir a ella, pero indudablemente es afectado por ella. Beradt lo resume con acierto y genialidad: “Una visión, por supuesto, significa primero ver”.

Beradt inauguró una metodología valiosa para el periodismo, pues permite dar cuenta de ciertos fenómenos y problemáticas sociales, incluso antes de que se asienten (si es que alguna vez lo hacen) en el entendimiento de los entrevistados.

Al comienzo de su libro, estipula una cláusula que luego traiciona: no interpretar ni explicar los sueños. Aunque admite que los sueños son interpretados y seleccionados por quien los cuenta (podemos también cuestionarnos al respecto), asegura que su significado es evidente y no necesita descifrarse, por lo que se propone únicamente a describirlos.

Acojo parcialmente el mismo propósito; pienso lo onírico como una secuela de la existencia en público y no solo como un correlato de la vida privada. Por eso resulta irrelevante buscar en los sueños símbolos fálicos o asemejar la aparición de una serpiente a la existencia de un chisme. En cambio, considero que es despropósito abstenerse de enmarcar y relacionar los sueños en esa compleja trama que se ha producido por la diáspora de venezolanos.

La crisis migratoria de Venezuela ha estremecido la vida de los más de cuatro millones de ciudadanos que han dejado su país. Es de suponer, entonces, que las incontables incertidumbres que surgen al migrar a un país ajeno, las penurias que sabemos han vivido muchos migrantes, reclaman algún terreno en sus sueños.

En sus primeros días en Cúcuta en 2019, después de ejercer –por primera vez en su vida– como trabajadora sexual, una mujer de veinte años tuvo el siguiente sueño: “Yo vine porque quiero ayudar a mi abuelo con los medicamentos y soñé que estaba en una esquina llorando y llegó un señor que me dijo que él me ayudaba con mi abuelo, que me daba lo que yo le pidiera, pero que me tenía que ir con él”. La escena del sueño se interrumpe y la mujer aparece en un cuarto de su casa: “Abro los ojos y siento que hay alguien encima de mí. Y me está apretando, me está ahorcando, y me grita que me vaya. Yo aguanto la respiración, ni sé para qué, hasta que él me rompió. Y me despierto”.

Ese sueño es apenas uno entre más de cien que recogimos, junto al fotógrafo Nicolás Ávila, en 2019. En ese momento la frontera hervía: Iván Duque inauguraba su “cerco diplomático” y daba por iniciada la cuenta regresiva de Maduro, mientras este respondía con ejercicios militares y acusaciones de invasión, bajo la sombra cómplice de un Trump que, recordemos, coqueteaba abiertamente con la idea de intervernir Venezuela. En medio de esta coreografía de advertencias, escaramuzas y gestos altisonantes, 4.500 migrantes venezolanos cruzaban cada día hacia Colombia.

Algunos de ellos, en Cúcuta, en las inmediaciones del puente Simón Bolívar y en el ascenso al páramo de Santurbán, decidieron detenerse un momentos para relatarnos sus sueños y pesadillas. 

Sin apuntar a una interpretación exhaustiva, pero tampoco a una simple transcripción, aquí siguen algunos comentarios de los sueños. Me contento con que esta investigación se presente como lo que es, un compendio de relatos oníricos.

La premonición, un dispositivo de tanteo

La mayoría de los entrevistados, en un intento –quizá inconsciente– de autoanalizar sus sueños, aseguraron haber tenido visiones premonitorias en los últimos meses, aunque se tratara, acaso, de imágenes sin más sustancia que la que quisieron atribuirles.

“Yo veo en los sueños gente que no conozco marchando con carteles, y luego salgo a la calle al otro día y me los encuentro”.

“Uno sueña con gente que vive como en el mismo sector de la frontera, pero que uno no conoce. Un día, en la casa de mi prima, yo sabía que conocía de un sueño a una amiga de ella”.

“Una vez soñé que me estaba casando. Estaba mi abuelo viéndome en una silla; él está muerto, pero en el sueño estaba vivo. No vi con quién me estaba casando, solo vi a mi abuelo que estaba en una mecedora y me miraba con tristeza, como afligido. Luego vi al tipo un día que venía para Colombia y sentí mucho miedo”.

“Alguien nos perseguía y, de repente, yo me paré en un lugar a tomar agua y él se había ido. Yo fui a preguntarle a una niña qué pasaba, pero ella estaba asustada. En eso llegó él y me agarró y no me soltaba. Y era un señor que luego llegó al refugio, que siempre se me aparece y me da miedo”.

En medio de una crisis humanitaria, la vida del migrante se desarticula, y el vecino se vuelve un extraño. En ese tránsito, los sueños —a veces— suavizan el desarraigo: si en ellos aparecen rostros nuevos que se muestran amables, la asociación con desconocidos se vuelve más llevadera. Pero no siempre es así. Hay sueños que advierte: una mirada demasiado fija, o una ayuda excesivamente generosa, operan como señales de alarma, premoniciones que enseñan a desconfiar incluso antes del primer saludo.

La divinidad, “Dios aprieta, pero no ahorca”

Repetidamente encontramos sueños sobre el encuentro con Dios. Un Dios onírico que reprende con tono paternal: anima a seguir, pero no se ahorra la acusación.

Más allá de un posible resurgimiento de la fe en tiempos de crisis (“Antes el venezolano cargaba una revista de caballos o de carros; hoy los ves cargando un Nuevo Testamento”, comentaba un migrante), interesa observar cómo se entrelazan la esperanza y la culpa en los sueños religiosos.

“Yo tuve un sueño con Dios –contó Doris Guerrero, maestra de preescolar–. Dios me dijo en el sueño que no me preocupara. Que todo se iba a solucionar y Maduro iba a salir pronto, pero todo a su debido momento. Y me pidió que orara por el mundo que está tan perdido, porque fuimos nosotros los culpables de todo lo que está pasando. Fuimos nosotros mismos”.

Casi la mitad de los entrevistados contaron sueños similares.

“El Señor me mostró que venía a llevarse sus iglesias de Venezuela –dijo Ronald, un carretero que cruza la frontera cargando mercancías en su espalda–. Soñé que subían los ángeles… –respira hondo– pero yo me quedaba. Y lo reconozco: soy desobediente a Dios”.

Me pregunto si los migrantes venezolanos se leen a sí mismos de la misma forma en que suelen ser leídos por otros. Con frecuencia se les ubica en el lugar de la víctima, lo que conlleva una presunción casi automática de inocencia. Pero este ejercicio revela algo más complejo: saberse víctima no excluye sentir culpa. Muchos migrantes, aunque se reconozcan como afectados por la crisis, quebrantados por la situación en Venezuela, también se sienten, en parte, responsables de ella; cargan con el doble dolor de lo vivido y de no haber tenido agencia para evitarlo.

En estos sueños, alivio y culpa se entrelazan, moldeando su lectura. Cuando el alivio predomina, el sueño se vive como respaldo:  “La virgen es hermosa, Dios es hermoso –narraba una mujer en el puente Simón Bolívar–. Ese día decidí quedarme aquí”. Otra mujer, en la zona de tolerancia de Cúcuta, vivió algo similar: “Y Él me decía ‘No te vayas, tú tienes que ayudar a tu familia’, y ya llevo dos meses aquí”.

Pero cuando no hay sensación de absolución, el sueño adquiere un tono fatalista: “Y le digo –nos contaba con resignación Manuel Aparicio–: ‘Bueno, Señor, si me pasa algo que duele, si se me va un hijo mío, es su voluntad’”.

La cotidianidad, un sueño inútil

“Dormir es refrescante porque en nuestros sueños podemos sentir y hacer cosas que no nos atreveríamos a intentar en la realidad”, anotaba Bettelheim a propósito del papel reparador del mundo onírico. Por la noche, la psique debería compensarnos por un día de censura y autocontrol. Sin embargo, para varios entrevistados, el sueño no es más que una extensión del horario laboral, sin ninguna ruptura hacía la posibilidad otra. 

“Cuando uno tiene tanto trabajo, cae muy cansado. Y uno sueña es con el trabajo, el día a día. Yo sueño que voy al súper a abastecerme y camino con el carrito lleno otra vez para Venezuela”.

“Yo llevo tres días caminando y camino con la niña al hombro. Casi ni he dormido. Una sola vez que dormimos, que tuvimos que dormir en carretera, tuve un sueño con el frío y con los camiones que pasan cerca, y estaba con mi hija caminando”.

“Uno cuando duerme tiende a hablar mucho –me contó un carretero del Puente Simón Bolívar–. Tú sabes que aquí uno se la pasa diciéndole a las personas ‘¡Sí, acá! ¡Pasamos las maletas por La Trocha! ¡Por aquí por el puente!’. Y a veces mi pareja me dice: ‘Chamo, anoche te escuché hablar dormido. Estabas diciendo ¡Mira qué te paso! y qué tal’. Eso mismo que yo grito todo el día”.

Las consecuencias de estos sueños inútiles son funestas. Como contó Johanna Correal, una economista venezolana que esperaba por el diagnóstico de sus hijas a las afueras de un hospital de Cúcuta, “he escuchado de mucha gente que tiene que tomar medicamentos o ansiolíticos para poder dormir, porque realmente la realidad se les refleja. Hay unos que tienen que buscar estar en negro para ir a descansar”. 

Prolongada la vigilia, la mente, en lugar de retirarse, repite. Las ansiedades del día no se disuelven en el descanso: se fijan. Dormir, entonces, no apaga la jornada; la arrastra.

La extrema violencia, una realidad indecible

Charlotte Beradt omitió deliberadamente los sueños de violencia. “Excepto por su frecuencia –escribe–, no hay nada nuevo en estos sueños, y es difícil determinar qué catástrofe produce cuál sueño”.

“Yo he tenido sueños dantescos, sueños de guerra, de muerte. A mí el gobierno me mató al hermano mío en noviembre y me lo tiró en la puerta de la casa. Sueño con guerra; tengo tres días soñando eso. Reconozco calles de Venezuela por donde voy caminando, y a ambos lados hay niños agusanados”. Tras decir esto, Pablo Gonzáles, un licenciado en educación de la tercera edad, reacciona a su propio sueño concluyendo: “Y sí, le he pedido a Dios que me lleve, porque yo de verdad no sé qué hacer. Me quitaron mi mundo”.

En las entrevistas fue común encontrar escenas en donde el sadismo y la barbarie entorpecen la lectura del sueño, pero no por esto el sueño deja de estar relacionado con lo político.

Varias trabajadoras sexuales –que antes del exilio nunca habían pisado un prostíbulo– describieron sueños marcados por mutilaciones y abusos: “Veía yo a un lado mi pierna, al otro lado un brazo y no podía bajar la cabeza para ver en dónde estaba. Y uno se despierta llorando y con morados en los brazos”. “Estaba en un cuarto oscuro y alrededor mío había velas y cruces. Había un tipo que quería abusar de mí y me estaba asfixiando. Yo me resistía y todas las cruces comenzaban a caerse”.

Carreteros del puente Simón Bolívar también narraron sueños violentos ocurridos transcurrían en este sitio. Sobrevenían riñas contra la policía nacional o la guardia civil, al igual que enfrentamientos entre las bandas delictivas que operan y se disputan las trochas clandestinas abajo y en las cercanías del puente. “¿Sabes lo que yo sueño? Un día soñé que tenía una pistola y le metí fue un coquero a ese roñoquero– reía el hombre–. No me dejaba pasar a Colombia, y le borré la cara a ese mamahuevo”. “Hace tiempo soñé que me habían matado aquí en La Trocha. Yo iba cargado con los otros maleteros, pero se metió el ejército, comenzó el tiroteo entre ellos y en el fuego cruzado me acribillaron”.

La prostitución en Cúcuta y el trabajo de los carreteros son oficios que emergen del éxodo mismo. Quizás la clave esté en reconocer que su cotidianidad no es solo dura: es estructuralmente violenta.

Es cierto que hay una dificultad inherente en comunicar experiencias violentas (y un dilema moral en transmitirlas). Una experiencia que disloca algo en nosotros no es fácilmente reducible a un relato: es un intento por decir lo indecible. Pero estos sueños retratan también otra dificultad: la dificultad de significar la violencia más allá de su brutalidad.

Y sin embargo, algunos lo intentan:

“Yo un día soñé –ese día quedé tan extrañada–, soñé que todos bajaban en ríos, ríos de gente. Pero bajaban, no subían como siempre suben. La gente ahora se estaba devolviendo. ¿Qué pasaría?, pensé. Se estaban devolviendo para Venezuela. Iban vestidos todos de negro y algunos me saludaban. Pero iban muy callados, tristes, como si volvieran de luto a su casa”.

“Una vez vi que estaba en Valencia (en Venezuela) y había un terremoto. Todo el mundo corría en las calles y yo iba por ahí buscando a mi hermano. Toda la ciudad se estaba derrumbando, pero yo por fin podía encontrar a mi hermano. Soñé que corríamos hacia un túnel y cuando llegábamos una señora nos llamaba, qué fuéramos. Llegamos a donde ella estaba y dijo que nos iba a ayudar. Todo el mundo corría en el túnel, entonces decidimos ir con ella. Y se volvió más bien tipo pesadilla, porque nos metía a un hueco y no podíamos salir de ahí”

***

Sueños indescifrables, simbologías intrincadas, ocurrencias divinas y cotidianas, premoniciones y sueños de extrema violencia; relatos que confiesan profundas complejidades de la situación actual de los migrantes. Contrario a quienes intentan sentar a los sueños en un diván, lo onírico no se reduce a un mensaje íntimo de autodescubrimiento. Lo soñado es a la vez parábola de la realidad personal y radiografía de una época. Situaciones como la de Venezuela nos invitan a pensar el sueño como un espacio público en disputa.

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Daniel Ávila Vera, Bogotá


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