Nunca había sido tan necesario ponerse en los zapatos de los otros. Ser generoso, benevolente, amplio, hacer algo por alguien sin esperar nada a cambio. ¿Existe ese bien que no se nota? Existe. Ojo Rojo es una fundación sin ánimo de lucro que enseña, promueve y comparte la fotografía documental y el periodismo visual en Colombia y en América Latina. La historia de sus fundadores -fotógrafos en su mayoría extranjeros que se enamoraron de Colombia- y la manera como hacen lo que hacen, muestra dónde está la semilla de esas bondades invisibles que tanto bien le hacen a un mundo raro.
por
Jorge Posada, Carlos Alberto Borda Ladino, Lina Fernanda Palacios Villarraga
Estudiantes maestría periodismo (Ceper)
10.01.2023
Editora: Alejandra de Vengoechea
Cada año Ojo Rojo produce cuatro exposiciones, hace decenas de encuentros con fotógrafos y enseña el arte de la fotografía, el enfoque, el color a adolescentes de barrios populares. ¿Se nace o se hace la bondad? Perfiles de algunos de quienes están detrás de esta fundación.
Fabio Cuttica y la importancia de las madres y de los amigos
Por Jorge Posada
Esta es una historia sobre cómo nacen las cosas. Y es la historia, también, de cómo se mantienen. Fue en el barrio de La Macarena de Bogotá, en una noche de 2015, cuando el italiano Fabio Cuttica cocinó pizza para Stephen Ferry y Carlos Villalón, también fotógrafos extranjeros. Diana Peláez, esposa de Fabio, estaba embarazada y al final de la cena dijo: “o abren la galería o entierran esa idea”.
Diana, socióloga de 42 años, quien murió en un accidente de tránsito este año en Tijuana, sabía poner los pies sobre la tierra. “Como en la vida académica, tienes una idea, armas un plan con unos objetivos claros y te vas al terreno y lo llevas a cabo. Así tenía que ser la galería”, dijo ella.
¿Cómo un grupo de fotógrafos logra financiar y mantener un sueño que al mismo tiempo es una escuela, casa de arte y un bar en las noches de bohemia de La Macarena? ¿Cómo lograr algo tan intangible como el arte, como el bien que no se nota?
La conversación de esa noche de 2015 fue definitiva para que arrendaran la casa de la calle 26 con carrera quinta, que entre Diana, Fabio, Villalón y Ferry convirtieron en Ojo Rojo, la fábrica de arte visual que abrió el 9 de abril de 2016.
Muchas veces han peleado y muchas se han reconciliado, como aquella noche de 2015. Diana les preguntó: ‘¿qué porcentaje de tiempo le van a dedicar?’ Todos respondieron que un 10 por ciento. Entonces Diana fue enfática: ‘crear una galería es como parir un hijo, se necesita tiempo y trabajar como en una familia’.
A diferencia de Ferry y Villalón, Fabio es el único que está casado y al que todos llegan cuando no tienen esperanza. Ésta también es una historia de eso que decía el filósofo español Fernando Savater: la familia es la única tienda que no cierra en las noches.
Es curioso. Fabio viene de la errancia porque con su madre Giovanna Cuttica, una diplomática italiana, vivió en cinco países. Siempre necesitó una familia y “Diana me la dio”, cuenta Fabio sentado al lado de su esposa, mientras Amalia, su hija, duerme en sus piernas. Son las cuatro de la tarde de un viernes de febrero de 2022 y Fabio empieza a describir los cuadros que están colgados en la sala de su apartamento del barrio Palermo de Bogotá. De cada uno de sus amigos, como Villalón y Ferry, tiene fotografías que atesora como símbolo de unión y de que es mejor vivir de principios que de otras cosas.
Tan fuerte es esa unión que les ha dado fuerza para capotear situaciones como esta: en 2019 se ganaron un concurso y una agencia de cooperación les ofreció una cantidad de dinero que haría sostenible a Ojo Rojo por años. Pero la agencia les puso una condición: no podían capacitar iniciativas que denunciaran la violencia del Estado colombiano a través de la fotografía. Villalón, Ferry y Fabio no aceptaron esta exigencia. Eran fotógrafos y periodistas. Conocían la realidad de este país. Ceder a no denunciar era aceptar callar. Renunciaron a ese proyecto.
Después apareció el covid-19. Casi se derrumban. Y aunque desde marzo de 2020 hasta julio de 2021 la casa de La Macarena estuvo cerrada, desde las mesas de sus casas, durante las largas cuarentenas, con el orden y pragmatismo de Diana, se postularon a las convocatorias de estímulos de Mincultura y crearon talleres virtuales que mantuvo conectada a miles de personas con Ojo Rojo.
De alguna manera, Ojo Rojo es la muestra de que el buen karma existe. Según el Ministerio de Cultura, en 2020 se cerraron 800 centros culturales y salas de exposición como Ojo Rojo. Y según la Unesco en toda Latinoamérica, durante la pandemia, resultaron afectados 2,6 millones de puestos de trabajo en las industrias culturales y creativas y las pérdidas en ingresos fue del 80%. “Sobrevivimos, pero siempre hemos estado en crisis”, concluye Fabio.
Stephen Ferry y la importancia de leer periódicos
Por Carlos Borda
Abro un ejemplar de Violentología, un manual del conflicto colombiano, del fotógrafo e historiador estadounidense de 62 años, Stephen Ferry. Son 184 páginas de imágenes acompañadas de ensayos, entrevistas y análisis sobre el por qué, el cómo y el para qué se mata. Puede verse el famoso corte de franela que los liberales aplicaban a sus víctimas conservadoras. O los cuartos que usaban las guerrillas para esconder a sus secuestrados. O la manera como eran entrenados los paramilitares en 2002. Veo la violencia. Y veo a Jacinto Cruz Usma, también conocido como “Sangrenegra”, el más temible de los bandoleros, a quien mi abuelo materno, un policía macizo al que le gustaba jugar el ajedrez, intentó matar varias veces por allá en los cincuenta.
Stephen congela la violencia, la entiende, la deja para la posteridad. ¿De dónde viene esa particularidad?
Elizabeth, la hermana de este periodista que por sus trabajos en National Geographic, Time, Newsweek y Geo se ha ganado dos veces el World Press Photo, el mayor y más prestigioso concurso anual de fotografía en el mundo, explica un primer origen. “En nuestra casa teníamos la suscripción al periódico The New York Times y a la revista Life. Fue tal el compromiso con la fotografía que, a los siete años, Stephen instaló un cuarto oscuro para revelar las fotos en el sótano de nuestra casa”.
Pero también hubo otro motivo. Stephen creció en Boston, una ciudad llena de arte y de cultura marcada por la guerra en Vietnam. A los nueve años llevó al colegio un ejemplar que retrataba a una niña vietnamita en un hogar destruido por la guerra. Uno de sus compañeros se burló de esta imagen. “Terminamos a puños”, cuenta Ferry hoy en día.
Ferry hace parte del equipo fundador en Ojo Rojo. Sobre el por qué se le facilita darlo todo a cambio de nada, tiene claro que, como toda galería, el lugar debe estar abierto siempre. “Gratis y abierto al público”, dice. “De lo contrario no sería un espacio inclusivo”. Y eso es justamente lo que quieren ser.
Carlos Villalón y la fotografía con causa
Por Lina Fernanda Palacios Villarraga
Buscó por años a los migrantes. Pero fue trabajando para la revista Terra Mater, cuando Carlos Villalón supo que un hombre había muerto cerca de la frontera del lado colombiano en el Tapón del Darién. Caminó solo por la selva y encontró su cadáver. El muerto sonaba: emitía un shhhhh por la acelerada descomposición. Tenía heridas de machete en la cabeza, en el brazo. Sus pantalones estaban en las rodillas y su pequeño maletín había sido saqueado. Carlos supo que nadie sabría de él. Entonces lo fotografió.
Carlos Villalón es uno de los fotógrafos fundadores de OjoRojo. Allí se destaca por entregarse los fines de semana a enseñar el arte de fotografiar a los muchachos de La Perseverancia, el barrio vecino.
Nació en Chile hace 57 años. Se crió cerca al campo. A los siete años, cuando escuchó disparos, bombas, helicópteros y vio edificios y carros destruidos, supo que el golpe militar que dio origen a 17 años de dictadura lo marcaría para siempre. Estudió diseño gráfico, aprendió fotografía y quedó fascinado con la foto reportería.
Su libro Coca: la guerra perdida es prueba de ello. Fueron diez años de trabajo para que en 208 páginas logra mostrar la ruta de la coca desde que nace de la tierra hasta que mata en las calles de las grandes urbes. Algunas de las fotografías que se pueden apreciar son de niños recolectando hoja de coca, indígenas masticándola, mujeres pesando pasta de coca para pagar el mercado, autoridades colombianas levantando un muerto en Medellín y adictos en un andén de Nueva York.
Carlos ha trabajado para medios como New York Times, CNN, Wall Street Journal, Newsweek, National Geographic, The Boston Globe y VICE. En un trabajo para National Geographic en el Congo, Carlos fue detenido y amenazado por las autoridades de ese país por tomar fotografías de la exposición pública de ladrones. Su traductor tuvo que huir del país después, pero Carlos permaneció un par de meses más fotografiando a riesgo de ser asesinado y a pesar de las extorsiones de las autoridades congolesas a las que jamás cedió. Paula, su hermana, tiene claro que hace único a Carlos: conecta con las personas, genuinamente le importan. Será quizás por eso que la vida lo protege.
Adriana Rodríguez y la importancia de observar con calma
Por Carlos Borda
Lo que más le gusta a Pedro Betancourt amigo de Adriana Rodríguez Carmona, periodista de 46 años, es que “ella presta sus ojos para acercarnos a unas realidades que descubre”.
El 20 de mayo de 1992, en Riosucio, Caldas, aparecieron los restos de Luis Fernando Lalinde, sociólogo y militante del partido comunista, torturado y asesinado por las fuerzas militares colombianas, como indica el informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de 1987. Años después Adriana fotografiaría a Fabiola Lalinde, la madre de Luis Fernando, quien logró que el caso de su hijo fuera registrado como el primer desaparecido en Colombia reconocido por la CIDH.
¿Cómo se volvió experta en mostrar emociones en un papel fotográfico? De pequeña Adriana sabía dónde estaban los detalles. Caminaba con su padre por los campos de Palmira, Valle del Cauca. “Estas dos montañas están atravesadas por un río y dos carreteras veredales”, le decía él. Pero ella se fijaba en el fluir del agua, en los verdes oscuros, lima y olivos de la naturaleza. “La fotografía es una herramienta de transformación y cambio”, dice sobre el por qué hace lo que hace y enseña como enseña. “Promueve la bondad porque permite obtener un panorama de la humanidad”.
Samuel Bregolin y la importancia de ser libre
Por Lina Fernanda Palacios Villarraga
Un hombre de veintisiete años que habitó la calle habla frente al lente de una cámara. Consume bazuco, un alucinógeno fabricado con cocaína, ácido sulfúrico, kerosene y metanol, a veces mezclado con polvo de ladrillo, destapa cañerías y jabón. Comenta que ha robado y cometido otros delitos por su adicción, pero quiere rehabilitarse porque su novia está embarazada. En sus ojos se ve la honestidad del relato y en sus manos temblorosas la determinación. Esta es la escena que más ha conmovido a Samuel Bregolin mientras trabaja en Bogotá.
Samuel llegó a Colombia hace tres años y recientemente se unió a OjoRojo. A través de sus exposiciones, de sus fotografías, ha contado historias relacionadas con migración en Latinoamérica, pobreza, multinacionales extractivistas, drogadicción, grupos al margen de la ley y represión policial.
Samuel nació hace 37 años en Padova, Italia, en una sociedad y familia conservadoras. Desde los quince años dejó la escuela y empezó a viajar. Primero Alemania, donde lavó platos y luego regresó a Italia para estudiar agronomía, leer filosofía, sociología, poesía.
Siendo un joven con instinto social, en 2001 conoció la historia de Carlo Giuliani, un activista antiglobalista asesinado por la policía en el marco de la cumbre del G8. Su muerte traumatizó a su generación e instó a Samuel a llevar una vida en dirección obstinada y contraria, como la canción de Fabrizio de André.
Samuel decidió ser nómada y viajar, documentar sus viajes y publicarlos en revistas italianas. Vivió de su trabajo agrícola y viajó como mochilero, siempre lejano al sueño modernista, desinteresado en el dinero y perseguidor de la libertad. Matteo Calore, su mejor amigo, cuenta con nostalgia y gratitud que tras el divorcio con la madre de sus hijos Anais (4 años) y Pedro (1 año), Samuel los recibió en una casa de la montaña cercana a Boloña, donde les enseñó a preparar queso y producir verduras en la huerta. “Fue una experiencia médica para mí y mis hijos… Totalmente regenerador”, cuenta Calore.
Siendo el más joven de los fotógrafos de OjoRojo, Samuel incluyó video reportajes en la cartera del equipo. Este año dictará clases de edición de video en la sede y espera con esto impactar la vida de los niños de La Perseverancia y de las personas que se aventuran en el mundo del video reportaje.
Esta historia fue producida en la clase de Perfil de la maestría en periodismo del CEPER, Uniandes.