Tiempo atrás asistí a un concierto de una agrupación de rock que quería ver desde hace años. Era un festival de varios días, pero compré sólo la boleta del día que se presentaban. Estaba expectante y ya ahí instalado frente al escenario, no puedo pensar en una palabra diferente a eufórico cuando finalmente salieron. Todo iba bien. Arrancó la música y con ella mi desconcierto; luego vino el fastidio y después la rabia. Un numero incalculable de personas grababan con compulsión el concierto por su celular, como si su vida dependiera de ello. No fue un par de segundos. No fue una canción completa. Era la necesidad de grabar todo el concierto.
Recuerdo que hace un par de años, otro artista de esos de talla mundial prácticamente suplicaba a los espectadores que al menos por esa canción guardaran los celulares y vivieran la experiencia sin la pequeña pantalla que ocultaba sus miradas. Los espectadores, con la altivez que da el creer que porque han pagado su entrada puede hacer lo que les da la gana porque son al final los dueños de la escena, siguieron grabando la súplica y la canción que irremediablemente comenzó a tronar por los parlantes. Miles de pantallitas encuadraban un anhelo, pero quizá más una urgencia, una necesidad impostergable.
Con rabia comencé a bailar y a gritar en el concierto hasta que se me fuera la voz en ello, tratando de arruinar las grabaciones de los que estaban a mi lado. Cuando terminó, reflexioné un poco sobre la naturaleza de mi indignación, sobre lo infantil de mi conducta. ¿Por qué estaba tan molesto si había visto al grupo que tanto quería? Comencé a preguntarme sobre el destino de todos esos videos ¿Para qué grabamos y tomamos fotos de todo para subirlo a una red social? ¿Para nosotros, para los otros? ¿Hay una finalidad o sólo una acción sin consciencia, automática, estereotipada de hacer algo por la habituación de la contemporaneidad? ¿Por qué me importa tanto lo que hacen los demás si a la larga no me afecta y allá ellos y sus formas de estar en el concierto? ¿Es sólo una cuestión de hacer lo que los da la gana, vivir y testimoniar milimétricamente lo que vivimos para parchar, pasarla bien, sin hacerle daño real a alguien más? ¿Es esto en verdad inofensivo?
Instagram tiene 1200 millones de usuarios activos aproximadamente y Tik Tok casi 1600 millones; 500 millones de personas utilizan los stories de Instagram cada día, y sin saber muy bien la totalidad de videos que hay en Tik Tok, sólo en 2021, 8.6 mil millones de videos fueron cargados. No quiero centrarme en el potencial comercial y de mercado de esto, ni la manera como las empresas usan esta información para bombardear y precisar la información asociada a nuestro consumo. Menos quiero pensar en los influencer que son la punta de lanza de todo esto, ni en los nuevos emprendedores que sueñan con beber de esta teta. Mi énfasis va en esa compulsión de subir, cargar, compartir la vida propia y la vida de los otros como si se tratara de un ritual, de una cura a ese mal impreciso que no tiene los síntomas negativos de una enfermedad.
Esto tampoco es una crítica a la visibilidad y la figuración personal. Mucho menos a la conducta de tomar fotos, llevamos casi 200 años haciéndolo. Se constituye más como una defensa al silencio, el anonimato y a la experiencia como un acontecimiento privado que es trascendental no por mostrarlo, sino simplemente por vivirlo y ser consciente de él.
Las redes sociales ya existían antes de virtualizarlas, muchísimo antes de la llegada del internet. El tiempo ha deformado la palabra y ahora llamamos red social a todo aquello etéreo donde depositamos nuestra información y vida con fines que aún no puedo definir con precisión. Nos inscribimos “gratis”, subimos información “fácil” y “rápida” de lo que somos, de lo que hacemos, de con quién estamos, y esa gratuidad se traduce en endorfinas que nos sosiegan, que nos alegran y combustionan esa idea de que estamos haciendo algo importante que se debe compartir con personas perfectamente desconocidas, que aseveramos con ingenuidad que les puede llegar a importar todo lo que hacemos.
Creo que habrá personas que cuando están planeando qué hacer, al mismo tiempo ya están proyectando qué fotos y videos tomar y cómo subirlas
Intuyo que estas redes sociales modernas se crearon con el fin de publicar lo que vivimos, de tener experiencias compartidas que tejen nodos entre personas que les gusta y comparten lo que hacemos a un nivel exponencial, porque el conocimiento desde hace siglos ha sido sinónimo de ventaja y poder, o simple chismorreo sin fines trascendentales, y saber lo que las persona les gusta, en dónde lo hacen y con quién lo hacen, debía de tener una ventaja logística que hoy se ha capitalizado totalmente y sabemos que ha sido fundamental para que compremos y hagamos cosas que perfectamente pueden ser prescindibles e innecesarias. Ahora, que pareciera que hemos posteado todo y tomado fotos de todo, la consigna es vivir para publicar cosas a un grupo que ya está lejos de ser exclusivo, un comportamiento que lleva hasta el extremo esa necesidad malsana de impresionar a los demás, de ser admirados o de complacer estándares que no sabemos su origen. Por eso, el objetivo es mostrar todo a todos.
Creo que habrá personas que cuando están planeando qué hacer, al mismo tiempo ya están proyectando qué fotos y videos tomar y cómo subirlas.
Lo que publicamos da la sensación de que efectivamente vivimos con plenitud, que comimos algo espectacular, que hicimos ejercicio y nos sentimos más saludables. Visitamos un sitio de moda, pero algo falta si no nos tomamos la selfie, porque eso garantiza que la experiencia fue con todas las de la ley. Si viajamos a un lugar alejado al cual todos quieren ir, y todos van, lo posteamos al igual que millones de personas para que la liturgia esté completa (bienaventurados hermanos, la paz sea con ustedes y con su espíritu. Miren acá y sonrían…). Nos sentimos exclusivos en medio de comportamientos masivos, saturados. Somos revisores de la vida de los otros, censores, auditores, contralores, fiscales, y miles de personas se creen con el derecho de ser los de la nuestra cuando autorizamos lo de la letra chiquita que jamás leemos.
Al poner una foto o un video corto de nuestras actividades buscamos generar un enlace y en esa revisoría fiscal completamente voluntaria de la vida de los otros, parecería haber otredad, alteridad: una preocupación sincera por lo que hacen los demás. Nada más falso. Quizá por eso en una reunión presencial, en un almuerzo familiar, en un bar, o en otro espacio realmente social, cuesta hablar con el de al lado y mirarlo a los ojos. Es fácil repartir likes o scrollear (palabra que ya se abre paso y que seguro se consolidará para definir la acción apremiante de avanzar horizontal o verticalmente por cientos, miles de publicaciones de perfectos desconocidos que aparecen como amigos, seguidores o seguidos). Y no… no es un tema de estar pegados al celular; la cuestión es si ya es posible vivir sin postearlo.
Parecería que toda experiencia es significativa en la medida que es posteable en alguna red social. Quizá el valor se calcula no tanto en la implicación afectiva del evento, la memoria simbólica o la serenidad silenciosa con la que reflexionamos durante y después de hacerla; en lo que esa experiencia contribuyó en nuestra historia de vida. No, la experiencia es importante por mostrarse con la grandilocuencia de las fotos o videos cortos que prometen testimoniar lo real. Y como falsa promesa de realidad, luego de vivir algo y postearlo (instagramearlo, tiktokearlo o lo que sea) queda una brusca apertura, un regusto amargo en la boca que solo se alivia en la medida que alguien, decenas, cientos, miles de personas lo retroalimenten de alguna forma (like, corazoncito, comentario de felicitación que enmascara la envidia); o para pensar en lo siguiente que necesitamos postear. ¿Cómo hacíamos antes cuando vivíamos sin la necesidad urgente de mostrar todo? Si, es cierto, siempre ha estado esa urgencia de impresionar y encajar. Mi cerebro piensa (como dice mi hijo) en si volveremos a la calma y al aburrimiento hermoso del anonimato, de sólo vivir por vivir, sin esas urgencias imaginadas de poner como una película las historias minúsculas de esas vidas que parecen más reales en una pantalla, que en eso que llamamos realidad.
Susan Sontag en su libro Sobre la fotografía, un texto de 1974 mucho antes de todo este desenfreno mediático, afirmaba que el hábito de la visión fotográfica de contemplar la realidad como un despliegue de fotografías potenciales, enajena la naturaleza en vez de unirnos con ella. La fotografía no es una captura de la realidad, mucho menos es La realidad. Me atrevo a decir que ni siquiera es una porción de ella: semeja más una ilusión, una promesa, un deseo por algo idílico, irreal que promete su contraparte y elicita un recuerdo. Pienso en esas fotografías de perfiles tan distantes de los rostros en la experiencia real, y no me refiero solo al uso de filtros de belleza, me refiero también a la búsqueda de ángulos en decenas de ensayos y errores que tratan de sacar lo mejor de nosotros hasta que damos con esa foto que satisface no aquello que somos, sino eso que queremos proyectar y ser: nos tomamos tantas fotos como sea posible para ocultar todo rastro del yo real y llegar a ser lo más parecido a ese yo ideal que vemos con tanta facilidad en los otros. Terminamos siendo el avatar de nuestro deseo.
Psicológicamente hablando ¿cuál puede ser el costo? Mi respuesta, muy preliminar, puede ser la disonancia como estilo de vida
Karamakate en El abrazo de la serpiente, tras observar su propia fotografía tiene una discusión con Theo Koch-Grünberg porque quiere quedarse con su foto. En su “ingenuidad” cree que la foto es él mismo. Theo le responde que la foto no es él sino una imagen, a lo que Karamakate le dice que si es un Chullachaqui, un ser igual a uno pero vacío, hueco, algo que no tiene recuerdos, como un fantasma, entre el tiempo sin tiempo.
Jean Baudrillard en La ilusión y la desilusión estética afirma que vivimos ahora en un mundo de simulación, un mundo en el que la más alta función del signo es hacer que desaparezca la realidad y, a la vez, esconder esta desaparición. Pre-redes sociales la ilusión era una categoría sustantiva y la realidad incuestionable. Ambas estaban perfectamente separadas. Ahora esa línea se borró, y esto hace una esquizofrenia colectiva, una desilusión estética donde lo bello se confunde con lo bonito, y la ilusión se produce, empaqueta y se mercantiliza como realidad. ¿Psicológicamente hablando cuál puede ser el costo? Mi respuesta, muy preliminar, puede ser la disonancia como estilo de vida. Esa comparación y autocomparación permanente que trae la desilusión: un malestar virtual y una fuga que debe ser taponada con más fotos, con esa necesidad de perseguir objetivos que reafirmen que sí estamos viviendo y que sí la estamos pasando de lujo.
Se instaura así la Hiperrealidad de la que habla Baudrillard, una situación en la que la realidad misma se ha vuelto indistinguible de su representación simbólica. Esto no es más que un simulacro. Estamos saturados de imágenes, signos y símbolos producidos por los medios de comunicación y las tecnologías que producen millones de sujetos con un celular en la mano. La representación de la realidad ha reemplazado a la realidad misma. El concierto parecería más importante porque dejamos la huella de nuestra participación, no tanto por lo que escuchamos o por lo que nuestros otros sentidos percibieron. Vemos, pero no contemplamos. La contemplación si no ha muerto, al menos agoniza. Baudrillard argumenta que vivimos inmersos en una hiperrealidad construida por simulacros que no tienen un referente real, sino que son simulaciones que preceden y determinan nuestra percepción de lo real.
Madurar es darse cuenta que la vida se volvió un interminable ciclo de cortas vacaciones en medio de la relatividad de largos periodos de agonía en el trabajo, mientras la mente escapa en deseos y experiencias cuidadosamente programadas, consumidas y posteadas para que seamos otros, para monetizar todo, para vivir una vida fácil llena de objetivos vacuos carentes de valores, para ser el próximo coach, el próximo influencer, el próximo iluminado, cuando lo único que necesitamos en la vida es aire para respirar, un poco de silencio, algo más de consciencia y disfrute del presente y de lo que tenemos ahora, y tal vez algunos videos de gaticos que nos curen de verdad esa horrible sensación enfermiza de ser la peor versión de nosotros mismos por no tener lo que supuestamente deberíamos tener. En redes sociales todos tenemos nuestro talón de Aquiles, nuestro placer culposo o nuestra perversión. La mía es los videos y memes de gaticos (más desde que murió el mío) que llegan a mi pantalla con precisión cuántica gracias al credo del algoritmo.
En esos días de 27, 29 o 30 horas, dónde los minutos se elongan entre las horas y los segundos se acomodan a rumiar en medio de los años, solo me dan ganas poner la cabeza en la almohada, cerrar los ojos, pasar saliva y dejar de pensar en la irregularidad de lo no logrado, la imperfección de la ausencia. Me aferro a algo mientras trato de descansar. Abro los ojos, tomo el celular en mi mano y scrolleo; scrolleamos, como si de un ritual pagano se tratara, una liturgia privada para auditar la vida de miles de contactos mientras sofocamos esa llamarada de sensaciones de fracasos que pululan en nuestra cabeza.
Sé que lo importante no es hacer cosas, mucho menos publicarlas para lograr simpatías romas y superficiales: lo importante es aferrarme a los valores que hacen que al otro día me levante y continúe con esas cosas. Porque cuido, porque no me quedo con nada para el regreso, porque mi vida ya no tendría sentido, sería aburrida y majadera si me enfoco sólo en el espejo de agua de mí mismo, que se ve lindo, perfecto, feliz y positivo en una foto en la que parece que soy y no soy.
¿Habrá algo autentico en estas redes sociales? Seguramente. La gente de manera genuina, con convicción, comparte sus sueños, sus logros, eso que tanto esfuerzo les costó; lo macro y lo minúsculo. El problema surge cuando lo autentico se torna compulsión, afán y se reduce a objetivos que se deben chequear, cosas y pendientes por lograr que abren infinidad de otros objetivos, otros lugares por visitar, otros platos que se saborean con los ojos, otras experiencias para dejar atrás luego de fotografiarlas que dejan escombros de insatisfacciones y malestares, incluso cuando estamos cumpliendo nuestros sueños.
Los valores no necesitan ser retratados, los valores existen y son una fuente inagotable de felicidad desde el anonimato. No necesitamos hacer una buena obra y gritarla al mundo para demostrar lo buenos y sensibles que somos. Eso revela más nuestra carencia y falta de empatía.
El niño busca atención permanente, busca que le refuercen eso que a su parecer es maravilloso y lo hace ser mejor. “¿Papá mira lo que hice? ¡Wow, es maravilloso, eres el mejor!” El niño lo hace por su propio proceso de desarrollo, el adulto lo hace porque piensa que todo se trata de él. El niño supera la fase narcisista: el adulto vuelve a ella para abrigarse de un mundo hostil e insaciable en positividad que le exige que sea mejor, que viva más y que tenga más y más experiencias significativas.
Esto será publicado y espero compartido por cientos de personas. Seguramente seré cómplice de aquello que estoy criticando. ¿Y quién no, ahora en tiempos de posteos que son liturgias?