Durante el último par de años me ha dado la impresión – impresión que sé que muchas personas comparten – de que el mundo está cada vez más polarizado. Tal vez sea la edad, tal vez sea el progreso de las comunicaciones que nos permiten dirigir nuestras opiniones a miles de personas y ver la de otras miles, o quizás sea una simple cuestión de percepción de nuestro presente, algo así como la idea de que todo pasado fue mejor, más tranquilo. Parece que últimamente las opiniones son cada vez más radicales y la conversación más trivial corre el riesgo constante de convertirse en un debate político acalorado.
Las redes sociales son el espacio donde se refleja con mayor claridad la actual polarización, o quizás más que sólo reflejarla, ellas mismas han contribuido enormemente a generarla. El individuo que accede a ellas se encuentra al instante con toda una amalgama de usuarios, desde su familia y amigos cercanos hasta algún desconocido en literalmente cualquier parte del mundo. Cada uno con una opinión distinta respecto a infinidades de temas, desde lo más frívolo hasta lo más polémico, en un espacio en el que ricos y pobres, poderosos y despojados, expertos y legos están todos en facultad interactuar y expresar al resto del mundo sus ideas en relativa igualdad de condiciones. Entre toda esa masa contenedora de pensamiento humano, ubicada en una especie de limbo entre lo físico y lo metafísico que es la red, encontramos desde libros enteros de filosofía antigua hasta la opinión más radical y el insulto más nefasto escritos en 140 caracteres.
Ahora bien, una cosa son las capacidades que nos da la tecnología para acceder a las ideas de otros seres humanos así como transmitir las propias, y otra cosa es la capacidad de cada individuo no solamente de discernir entre ese océano infinito de enunciados, sino de expresarse en él con prudencia. Y más allá del debate excesivamente trillado sobre las bondades y problemas del internet, es importante darnos cuenta de que, por su naturaleza, las redes sociales constituyen hoy en día el espacio político por excelencia.
Es famosa la frase de Clausewitz que dice que la política es la continuación de la guerra por otros medios. Así como la guerra, la política sirve en términos amplios para establecer modos de vida, cimentar estructuras sociales, fijar el curso de la historia, y en su sentido más mezquino para establecer quiénes tienen y quiénes no, quién gana y quién pierde. Es por ello que resulta un tema tan sensible que la mayoría de la gente prefiere evadir en una reunión familiar o de amigos.
Y así como en una guerra de fuego contra fuego, el radicalismo se combate con radicalismo, la irracionalidad con irracionalidad y el insulto con insultos.
Enfrascarse en una discusión política es como librar una pequeña guerra, una guerra de ideas. En el contexto de las redes sociales la guerra se libra a la distancia, desde las trincheras de la ausencia física y el anonimato, que les permiten a las personas emplear sin temor las armas del radicalismo, la irracionalidad y el insulto. Y así como en una guerra de fuego contra fuego, el radicalismo se combate con radicalismo, la irracionalidad con irracionalidad y el insulto con insultos. Es justamente en ese sentido que las redes han contribuido a la fractura social que vemos hoy en día, haciendo que las personas se vuelvan cada vez más radicales, menos racionales y más incendiarias.
Mientras tanto el debate sano basado en argumentos se convierte en algo ineficaz y casi que anticuado, algo así como el “honor”, del que sólo se preocupan los caballeros medievales. El raciocinio, la coherencia, la prudencia y el conocimiento no son armas eficientes en un campo de batalla en el que el vencedor es aquel que logre hacerse oír, quien logre convencer a las masas de la veracidad de sus postulados, para que brinden su apoyo expresado dentro de la simbología cibernética a través de un “me gusta” y un “compartir”.
Después de todo, se ha dicho mucho en la psicología que los seres humanos tenemos algo así como dos mentes, una racional y otro intuitiva. Mientras que la primera es metódica, deliberada y lenta, la segunda nos permite tomar decisiones en el instante y reaccionar rápidamente a problemas del presente. No obstante, nuestra intuición necesita de sesgos cognitivos para funcionar, como por ejemplo nuestra tendencia a creer que todo aquello que nos es familiar es mejor, o nuestra inclinación aceptar sin reparos cualquier enunciado que se acomode a nuestras preconcepciones. Esas mismas tendencias intuitivas son las que nos llevan a creer que está bien que un expresidente acuse a un periodista de ser un violador de niños ante millones de personas sin prueba alguna, o a pensar que está bien burlarse de una niña de tres meses sólo porque es la hija de una persona que apoya una causa contraria a la nuestra.
En el mundo de lo instantáneo, de los 140 caracteres, en que cada persona habita simultáneamente una multiplicidad de espacios, donde hay que correr siempre para no quedarse atrás, el mundo de la constante competencia, de comer o ser comido, la intuición lo es todo y la razón es apenas un lujo que pueden darse unos pocos. Todo lo que vemos en internet lo evaluamos en el instante, lo que se acomode a nuestras preconcepciones es automáticamente bueno, de lo contrario es automáticamente malo. El bien y el mal en un enunciado dependen casi enteramente de la boca que los proclame, de qué tanta confianza nos genere de antemano un interlocutor.
Retomando a Clausewitz, si la política es la guerra por otros medios, nadie conoce mejor las dinámicas de la guerra que un político, así como también esos “otros medios”, que pueden ir desde instituciones y parlamentos hasta nuevos espacios de discusión como las redes sociales. Por la misma razón, un experto en marketing político sabe mejor que los mismos psicólogos qué tan parecidos podemos llegar a ser los humanos a los perros de Iván Pavlov, que fueron condicionados para babear cada vez que oían una campana. De modo similar, muchos de nosotros estamos condicionados a defender a capa y espada ideas y causas que quizás no sean propiamente nuestras, porque las relacionamos con la imagen de personas que por uno u otro motivo nos suscitan confianza, porque son las ideas que nos son familiares y que se acomodan a nuestras preconcepciones. Tanto es así que, mientras que dos figura públicas como Daniel Samper Ospina y Álvaro Uribe se insultan por twitter, nosotros, los ciudadanos de a pie, usuarios promedio de la red, jugamos nuestro papel como peones, a los que se nos dice a quién debemos odiar, por qué cosas debemos indignarnos, y cuáles son las causas que debemos defender, en lo que en últimas no es más que una enorme batalla de egos, no muy distinta de cualquier intercambio de insultos entre niños en un patio de recreo, guardadas las proporciones.