En uno de los archipiélagos de Bahía Málaga, las clases se dictan en la Iglesia y la sala de juntas del Consejo Comunitario. La escuela dejó de ser el lugar de aprendizaje pues hace más de un año las grietas en sus muros son una amenaza para los estudiantes y sus docentes.
por
Ernesto Soto Madriñán
17.07.2015
Fotos: Ernesto Soto Madriñán
Es martes, son pasadas las dos de la tarde y apenas comienza la semana académica después de diez días sin clases. Caminando por el paseo peatonal que atraviesa diametralmente el archipiélago de La Plata, como una suerte de malecón escarpado que crece y desaparece con la marea, se escucha la voz de las dos profesoras que empiezan a dictar la primera sesión del día por entre las puertas de dos cabañas. La primera tiene un letrero a la entrada que lee “Iglesia Pentecostal de Bahía Málaga” y en su interior, en vez de bancas, hay pupitres. Entre el relajo que el eco del espacio ceremonial genera en la clase, Mary Luz Torres pregunta a sus diecisiete estudiantes sobre qué leyeron durante la última semana. Los pequeños de jardín, primero, segundo y de los demás cursos más jóvenes miran como los pocos que participan pasan al frente e introducen una variedad de narrativas. En sus breves intervenciones, los participantes y más grandes logran dar constancia de alguna ojeada individual a cualquier texto como justificación del tiempo perdido y recién concluido.
Los niños de los cursos más pequeños miran a sus compañeros mayores compartir sus lecturas vacacionales.
A unas cinco cabañas en dirección al muelle principal, me voy acercando al murmullo de la siguiente clase donde ayer se habían acomodado el resto de los pupitres que quedaban por entre algunas sillas ‘Rimax’. Esta cabaña es más abierta y todo su interior y fachada están cubiertas en una madera contrachapada y con algunos casetones en el techo. Esta casa, que ordinariamente cumple como sala de juntas para el Consejo Comunitario de Bahía Málaga, es otro lugar poco convencional para las clases. Congregados los dieciocho estudiantes de sexto a noveno, la profesora de bachillerato Mireya Díaz da ejemplo sobre cómo supo darle buen uso al lapso de tiempo sin clases sacando provecho de la semana de manera diligente y proactiva en Buenaventura. Todo está fuera de lugar.
Sigo caminando y al llegar al muelle principal me encuentro de nuevo frente al mismo edificio macizo por el que hay que pasar constantemente para entrar y salir del archipiélago. Todavía está vacío y su puerta blanca y torcida permanece cerrada. Tiene dos pisos, el segundo es una extensión en madera que se apoya del primero. Este primero constituye un bloque de cemento que no se eleva sobre el cambiante nivel del mar —como sí lo hace el resto de estructuras autóctonas—. Su fachada es blanca y azul y en la planta baja tiene un mural pintado hace algunas décadas en el que se ilustran niños inmersos en el paisaje, flora y fauna que rodea la comunidad. Esta es —o solía ser hasta hace poco tiempo— la escuela de La Plata. Más arriba de la puerta principal, en un letrero de los mismo colores de la fachada, apenas se lee “Manuel S. Caicedo”. Más arriba, éste se somete a otro letrero que dice “Institución Educativa Rosa Zárate de Peña”. Por último, del tejado cuelga torcido un viejo retazo de madera en el que dice “Escuela” en palabras amarillas.
Últimamente las grietas han venido creciendo a un ritmo acelerado y ahora solo parece ser cuestión de tiempo para que ocurra una tragedia
Al asomarme por las ventanas se ven partes del cielo raso que se han venido desfondando y, a parte de algunos pupitres rotos y afiches institucionales vencidos de la prueba ‘saber Pro’ del 2010 colgados en las paredes, el espacio está abandonado. Lleva desocupado los mismo diez días que los niños tuvieron de vacaciones extraordinarias. Esto es así desde que la comunidad finalmente decidió tomar medidas de precaución antes de que la escuela terminara de debilitarse con la posibilidad de desplomarse sobre los niños. Según un estudio estructural de Control de Riesgo y Prevención de Desastres de la Alcaldía de Buenaventura, la escuela puede haberse caído hace ya más de un año.
Así quedó el interior del segundo piso de la escuela después de que la comunidad retirara los pupitres para las clases provisionales afuera de la escuela.
El edificio está construido a una distancia demasiado cercana del mar de la Bahia. Como sostiene la profesora Mary Luz, “cuando construyeron la institución, no hubo buenas bases sólidas. Entonces cuando hay puja, que quiere decir que el mar crece demasiado e inunda la playa, entra por debajo de la escuela. Entonces el mar ha socavado todo y eso ha hecho que la escuela esté muy deteriorada”. Se ha concluido que el agua de la bahía sedimenta el subsuelo, dejando la estructura sin terreno sobre el cual apoyarse. Esto se evidencia en grietas en los muros de los costados, que eventualmente van a dividir la escuela en dos partes iguales. El piso, también agrietado, parece dejar la fachada apoyada sobre un tejado subterráneo. Últimamente las grietas han venido creciendo a un ritmo acelerado y ahora solo parece ser cuestión de tiempo para que ocurra una tragedia. Hasta el momento, lo poco que se ha logrado ha sido sacar a los estudiantes y a las docentes de las aulas hacia la iglesia y uno de los dos salones comunales, ambos proporcionados y ‘adecuados’ temporalmente por la comunidad.
En retrospectiva, a la escuela le ha hecho falta un mantenimiento periódico que ha sido nulo casi desde su edificación por parte de la comunidad hace más de treinta años. Dadas las condiciones específicas de localización y estructura, el abandono de esta escuela no se refleja solo en su aspecto, sino en su estructura. Sin embargo, nadie ha tomado responsabilidades en el asunto, y las causas naturales que han llevado al debilitamiento son constantemente mencionadas como la sola razón de esta emergencia. Esta escuela hace parte de una red afiliada a la escuela Rosa Zárate de Peña con su sede central en La Bocana, primer Consejo Comunitario al norte de Buenaventura. Legalmente, esta sede es la responsable por la manutención de sus sucursales rurales. Al contrario del resto de las escuelas, a la institución de La Plata poco se le ha hecho para mantenerla apta para su uso en consideración de las condiciones que debe soportar.
Para Saúl Valencia y Carlos Hinojosa (el representante legal y secretario para la junta del territorio colectivo, respectivamente) dicen haber solicitado apoyo de manera diligente y constante por más de seis años. Parece que los pocos recursos de la alcaldía de Buenaventura a la población insular no auxilian en lo más mínimo la demanda académica de esta comunidad. ‘A pesar de que la Bocana tiene buena infraestructura, buenos docentes, buenos materiales didácticos y gran cantidad de niños, las sedes secundarias están en pésimas condiciones. Se han concentrado mucho en su institución madre para mostrar que realmente es más importante y lo que han venido haciendo’, dice Carlos. Además, como padre de familia, explica que la comunidad está cansada de pedir recursos al distrito sin respuesta alguna.
Carlos Hinojosa, el secretario de la junta del Consejo Comunitario señala una de las grietas de la escuela que se han ido dilatando en los últimos meses.
Las profesoras en La Plata coinciden en que esta sede principal en la Bocana se encuentra bien capacitada. Con respecto a la evasión de responsabilidades que apuntan a dicha sede, Mireya y Mary Luz justifican que el cambio de rectores en la sede principal de la escuela Rosa Zárate de Peña es demasiado periódica, haciendo que los aportes sean provisionales y no planificados. Esto ha imposibilitando una gestión completa que todavía requiere de la terminación de un informe para la evaluación del caso. Según Mireya Díaz, la sede Rosa Zárate en la Bocana si tiene la responsabilidad, pero la restauración y manutención de la escuela local no ha sido posible. «No ha sido posible de pronto porque ha habido muchos cambios. Entonces entra un rector, para tres-cuatro meses, cinco meses y se va. Entra otro rector, para un año y se va. Eso ha hecho que no hayan dado ayuda hacia nosotros.”
Además desde que Mary Luz tiene que viajar al archipiélago desde Buenaventura semanalmente para dar las clases, que es hace ya más de siete años, siempre ha tenido que buscar hospedaje en diferentes casas de locales que la reciben. Nunca le ha sido asignada una residencia suministrada por el municipio como su contrato lo establece.
Ambas profesoras, Mary Luz y Mireya, defendieron su derecho a protestar y a no dictar clase por miedo a las consecuencias que atentan contra su salud y la de sus estudiantes. A través de esta decisión, también consiguieron llamar la atención de los padres de familia para que tomaran acción logrando la adecuación rudimentaria y el desplazamiento temporal de la escuela a los dos otros espacios. ‘Estamos hablando, pero igual no se está buscando una solución a largo plazo para arreglar el problema. Entonces eso hizo que nosotras esa semana dijéramos que no entramos a clase y que vamos nosotras a hacer las diligencias pertinentes. Pero nos dimos cuenta de que lo único que podíamos hacer era comunicarle a la comunidad que nos trasladara. Pero más de ahí no, porque eso le corresponde al director de la institución y de pronto al consejo comunitario’. Anteriormente, a los padres y a Saúl Valencia, el representante legal, se les había citado numerosas veces e incluso se les había escrito una carta en la que, según Mary Luz, ‘se les decía que era necesario cambiar de lugar mientras se arreglaba el inconveniente en la institución’.
Los habitantes de la comunidad se solidarizan con la escuela y, en el lunes festivo antes de reiniciar las clases, trasladan los pupitres a los salones temporales.
Marcela Mosquera Velázquez, una estudiante de primaria que temporalmente atiende a las clases en la Iglesia Pentecostal, cuenta cómo este ‘inconveniente’ en la escuela no era una exageración. En una ocasión el cielorraso se fracturó sobre su cabeza, momento para el cual ella alcanzó a alertarse y moverse desde su pupitre a un lado antes de que le cayeran los escombros del techo sobre su cabeza. En un estudio comparado, las demás poblaciones de Bahía Málaga, que constituyen la Sierpe, Mangaña y Miramar, no registran tales emergencias.
Contando La Plata, todas las sucursales son instituciones rurales que reciben lo mínimo para sostenerse y formar una educación integral para los jóvenes locales; aunque no cuentan con suficientes docentes, instalaciones ni libros como para satisfacer la iniciativa gubernamental que fomenta el programa “Todos a aprender”. Para este momento, en La Plata ni siquiera se puede ofrecer a sus estudiantes la posibilidad de acabar su bachillerato en su población y se ven obligados, en la mayoría de los casos, a irse a Buenaventura, con algún familiar cercano, o a Juanchaco, otra población rural donde otra escuela les permite completar su estudios.
Andrés Felipe Moreno es uno de los estudiantes que quieren dejar La Plata para terminar el colegio en Buenaventura e irse a Bogotá con su padre para trabajar como mecánico.
Después de que el lunes festivo en la mañana la comunidad acordara trastear libros y pupitres hacia los establecimientos temporales, los problemas tampoco son solucionados a corto plazo. Además de la constante fuga de cerebros de aquellos estudiantes que aspiran seguir con su educación fuera del archipiélago, la limitada oferta de docentes tampoco cumple con las expectativas de sus estudiantes. En algunos casos las sesiones escolares las comparten alumnos con diferencias de edad hasta de siete y ocho años.
Las dos profesoras tomaron el estandarte en la movilización académica; acción que Carlos Hinojosa apoya como medio para llamar la atención al distrito, que es la administración competente. La reubicación de los salones fue efectiva para el fin del año escolar, que se dio por terminado en junio de 2015. Sin embargo, en unas cuantas semanas, cuando vuelva a iniciar el calendario escolar, ni los estudiantes ni los docentes sabrán dónde, si en algún lugar, van a dictarse sus clases.