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Mujeres cocidas al vapor

El temazcal es un ritual indígena que obliga al hombre moderno a pensar sudando. Este es el relato de seis horas de transpiración en un iglú mexicano que es al tiempo moda, tradición y medicina.

por

María Paula Martínez


08.02.2012

Ilustación: I love trees @ Flickr

Deben ser las 3:00 de la tarde y la segunda puerta se ha cerrado dejando caer el agua sobre las piedras con un estruendoso shhhhh. Siento que el vapor me quema. Guardo mi cara entre mis piernas y con el ramo de yerbas cubro mi nariz. Crece mi desesperación al tiempo que mi fortaleza. Arde y quema, quema por dentro y por fuera. Quema, según las creencias chamánicas, todo aquello que perturba, que enferma y que sobra y por eso es benéfico. Arde y elimina lo malo que llevamos por dentro.

BoBos, pereza y la libertad del Tíbet

El hombre posmoderno es perezoso. Prefiere el ascensor, gusta del aire acondicionado, usa ropa sintética que le evite transpirar y mantiene una rutina sedentaria que oscila entre estar sentado en la silla de su escritorio y en la silla de su carro. Es un hombre de consumo o consumido, que para compensar su plástica vida inundada de aparatos electrónicos, desde hace unos años intenta, con afán, reconectarse con lo humano y darle un nuevo valor a lo artesanal, a lo natural y a lo popular. De allí el boom de los centros de yoga, la acupuntura, los restaurantes de comida vegetariana, la frutoterapia, las campañas de reciclaje, etc.

El hombre posmoderno es un BoBo. Un bohemio burgués (bautizado BoBo, por el periodista norteamericano David Brooks en el año 2000) es alguien que simpatiza con la lucha del Tibet sin conocerla, que hace Happy Yoga por cien mil pesos la hora, que es vegetariano y fiel visitante de la Plaza de Toros y que se siente conectado con la naturaleza cuando va al Country Club. Es una nueva clase alta a la que lo popular le parece Kitsch y siente atracción por las costumbres de pueblos lejanos y desconocidos pero la indiferencia más pura frente a la miseria más próxima. En Colombia un BoBo sería alguien que cuando conoce el puerto de Buenaventura en el Valle del Cauca decide hacer una donación a los niños de África, alguien que paga doscientos mil pesos por una sesión de acupuntura para bajar de peso o alguien que toma Yagé en un apartamento por  recreación.

Es en esta emergente cultura de BoBos que se practica hoy el temazcal, un antiguo ritual con atribuciones medicinales que ha sobrevivido siglos y hoy se ofrece en «spas» de belleza, en planes turísticos o en resguardos indígenas. Una ceremonia que cala muy bien en la onda de la bioenergética, la homeopatía y otros tantos métodos alternativos a la medicina tradicional que también están desde hace un tiempo en furor pues retoma el poder curativo de los elementos de la naturaleza, de las yerbas, de los ungüentos y de las flores.

Origen/primera puerta

Es medio día en un potrero del municipio de Zipaquirá en Cundinamarca. Observo la fogata, dejándome llevar por las formas raras y únicas que hace el fuego, mientras siento el olor de la leña quemada, ese humo gris y pesado que se eleva por el aire hasta perderse.

Los palos, que alguna vez fueron ramas de un árbol, están allí atrapados con el único fin de desaparecer. Debajo de ellos están las piedras volcánicas que harán las veces de horno en el temazcal. Son las llamadas “abuelas” que “son memoria e historia del mundo y sus transformaciones”, dice Juliana Valencia, organizadora de la ceremonia. Las abuelas son piedras agujereadas que terminaron atrapadas en formas no simétricas y  que se queman una y otra vez sin poder jamás volver a su estado anterior. Abuelas que han pasado de mano en mano por generaciones y se han quemado en más de cien temazcales.

Somos nueve mujeres que nunca antes nos hemos visto. Nueve mujeres que entraremos juntas al temazcal –también conocido como “vientre materno”– por recreación o con la convicción que saldremos curadas de algo. Entre nosotras reina el silencio y francamente no hay  ambiente de entusiasmo. Cada una, como los palos de la fogata, sigue el camino hacia la pequeña entrada del temazcal, no sin antes recoger el ramo de yerbas frente a la fogata y dejarse invadir de humo.

Me acomodo no muy lejos de la puerta contra el borde exterior y como el iglú es tan bajo, puedo sentir los palos de madera rosando mi cabeza. No han pasado cinco minutos cuando la oscuridad es plena y no logro ver ni mis propias manos. Aún no hay voces pero empiezan a ganar volumen las inhalaciones y las exhalaciones de las vecinas. Parpadeo con la idea que podré empezar a ver pronto, que mi pupila se acostumbrará y distinguiré las siluetas y las figuras. Pero nada sucede, solo veo negro. Llaman a la primera puerta y un pedazo del iglú se levanta para que entre una pala grande y embarrada que sostiene a las “abuelas” y las pone en el centro del iglú donde hay un hueco que las albergará durante todo el rito. Con la luz que se coló puedo ver a las otras mujeres que, sentadas en flor de loto como yo, esperan calladas el comienzo de la acción.

Cierran la puerta y la oscuridad es total otra vez. El agua cae en las piedras y empieza a salir el vapor que se pega sobre mi rostro ardiendo. La respiración se hace difícil y un olor penetrante de yerba me perturba. Inhalo y exhalo con tos. Tengo sensación de asfixia hasta que se oye una voz que canta e inaugura la ceremonia al ritmo de un tambor: aiioooo, aiiooo.

Este es un temazcal de mujeres hecho al estilo indígena; es decir, sobre el pasto, con una estructura de palos y armado con harapos, cobijas, bolsas de basura negras y mantas. Pero también los hay hechos en barro, en piedra o en cuartos enchapados en baldosín. Los hay solo para mujeres, o mixtos, para recién paridas o para mujeres con luna (referencia indígena a la menstruación). Este es un iglú femenino, siguiendo las reglas que impusieron los españoles en la época de la conquista cuando lo descubrieron, lo prohibieron, lo regularon, lo adaptaron y lo introdujeron en el diccionario.
Sobre su origen real poco se conoce. Es indescifrable la fecha de su nacimiento, tal vez unos 500 años antes de Cristo en lo que hoy es México y de no ser por que se ha mantenido la costumbre hasta hoy, bien o mal hecha, el temazcal se habría perdido por completo de nuestra memoria. Temazcal, viene de la palabra nauhatl temazcalli, que significa casa de vapor y honra a la diosa Ttemazcalteci.

Los primeros registros escritos aparecen en el año 1500 cuando los cronistas de indias, con sus ojos inquisitorios, contaron al rey la existencia de estos baños de vapor. Al igual que el resto de rituales indígenas, en aquella época el temazcal fue visto como un lugar nocivo, pecaminoso y vulgar: “usaban en estos baños otras bellaquerías nefastas que es bañarse muchos yndios e yndias en cueros y cometían dentro gran fealdad y pecado en este baño” (Códice Magliabecchiano). Se trató de extinguir sin éxito y terminó siendo reglamentado por los frailes quienes a finales de 1700, derrotados en su afán de catolicismo, empezaron a sacar provecho económico de él. Fue entonces cuando el temazcal tuvo un reglamento de uso, un arancel, una licencia de 10 años y un sistema severo y costoso de multas entre las que aparecían: quien entre con el pretexto de echar agua al otro, 50 azotes y un mes de grillete en las obras públicas y el administrador que consienta hombres y mujeres juntos en los temazcales, 25 pesos.

Los frailes lo incluyeron también en su discurso católico y en su sistema de penitencias espirituales que quedó registrado en el Confesionario de 1569 (que no es más que un depósito de memoria de las revelaciones y las amonestaciones que merecieron los indios pecadores):

“y tu que tienes baños calientes (¿)hiciste el baño que tienes con autoridad de la justicia? ¿y andan por ventura en él revueltos hombres y mujeres cuando se bañan?¿Quizá se cometió en él alguna maldad y tu no la estorbaste? (…) ¿besaste por ventura alguna mujer, abrazastela, o le asistes de las tetas, o la retocaste, deseando y codiciando tener una parte de ella” (Confesionario mayor impreso en 1569).

Bom, bom, robo bom. Siento el eco del tambor en mi pecho que está completamente mojado en sudor. De mi frente escurren gotas, las manos que tengo apoyadas sobre mis piernas empiezan a resbalar y en mis labios puedo sentir el sabor salado de mi propia transpiración.  Los cantos han cesado y Juliana ha empezado a hablar sobre la infancia, el cuerpo de niña sin curvas, los pezones que apenas son marcas en un pecho plano. De los recuerdos de una época donde la mujer es inocente, dependiente de su madre. La escucho atenta pero no puedo dejar de pensar y de contar mentalmente mi ritmo de respiración, uno-dos, inhala, exhala.

Segunda puerta

El vapor quema de la forma más literal. Quema tanto que hace un año, durante la onceaba celebración del mundial del sauna en Finlandia, el competidor ruso Vladimir Ladyschensky perdió pedazos de su piel, y tras seis minutos encerrado a ciento diez grados centígrados sufrió un colapso y murió en plena competencia. En su cuerpo semidesnudo y muerto que casi flotaba en su propio sudor, se veía la piel rosada y los cueros de la dermis achicharrada. Tirado en el piso frente a miles de cámaras que capturaron el momento en que su corazón ahogado en vapor de agua se paró y frustró su intento de convertirse en el campeón mundial del sauna. Una competencia que se celebraba desde 1999 cerca de Helsinki, capital de Finlandia, el país de donde viene la tradición del sauna (hay 2 millones de saunas para 5,2 millones de habitantes) y que reconoce desde hace más de 7000 años los poderes curativos y medicinales del vapor y el sometimiento del cuerpo a altas temperaturas.

La práctica de producir sudor es reconocida por civilizaciones tan antiguas como la Griega, donde Hipócrates, considerado como el padre de la medicina occidental dijo su famosa frase: “Dame una fiebre y curaré cualquier enfermedad”.

Me agacho, dejo caer mi cabeza contra el suelo y apoyo el cachete izquierdo contra el pasto donde por fin puedo respirar mejor. Huele a tierra húmeda, a barro, a pasto. Los pies mojados de mis vecinas me rosan sin perturbarme y la voz de Juliana que habla sobre la luna y la adolescencia me hace caer en recuerdos con los que, por primera vez desde que entré al iglú, puedo olvidar la intensidad del calor.

“Hay un momento en el que se rebosa el límite y llega el placer”, dice Natalia Peñuela, una de mis vecinas que suele practicar el temazcal con cierta regularidad. El temazcal es un rito que a diferencia del yagé, no implica intoxicación del cuerpo ni alucinación. Es precisamente todo lo contrario: es una experiencia que se vive en plena conciencia y consiste en eliminar y liberar toxinas y por eso exige un esfuerzo físico severo que no solo tiene que ver con poder respirar aire caliente o soportar el vapor, sino que impone un límite sobre nuestros propios temores y nuestras propias fobias. Es una prueba de resistencia al encierro, al calor, a la oscuridad y al hecho de estar allí en comunidad y medirse frente a las capacidades del otro. Según Claudia Durán, enfermera, partera y experta en medicina tradicional indígena, en el temazcal hay muchas cuestiones emocionales y físicas en juego y hay gente a la que la sola idea le produce pánico: “un proceso de introspección donde estas tu con tu, con tu propio límite y la prueba de lo que implica superar un miedo ya sea a la oscuridad, a que te ahogues, a tu cobardía”.

Es indiscutible que el temazcal tiene que ver con resistir, tiene que ver con la quema y la eliminación. Para los optimistas y creyentes, quema los malos pensamientos, los malos aires. Para los mas recreativos quema toxinas y ayuda a la eliminación de ácido úrico, láctico y de zinc, mercurio, cobre, plomo y otros metales pesados que absorbe el cuerpo por la contaminación de las ciudades modernas.

Tercera puerta

Siento mi cuerpo completamente mojado, mi pelo pesado cae y se pega a mi frente. Ya no siento las gotas de mi transpiración: estoy emparamada y enroscada mirando al pasto. Solo levanto mi cabeza cuando Juliana cesa el canto, levanta la puerta dejando pasar un hilo de luz y prende un tabaco que rotara por todas nuestras manos mientras hablamos de sexo.

Se cierra la puerta, cae el agua, sale el vapor. Siento mi cuerpo completamente mojado, mi pelo pesado cae y se pega a mi frente. Ya no siento las gotas de mi transpiración: estoy emparamada y enroscada mirando al pasto. Solo levanto mi cabeza cuando Juliana cesa el canto, levanta la puerta dejando pasar un hilo de luz y prende un tabaco que rotara por todas nuestras manos mientras hablamos de sexo. Percibo el olor y veo como la punta naranja y ardiente se acera a mi cara para que yo le dé un chupón y recuerde los siete años durante los que disfrute del vicio del cigarrillo.

El sabor amargo y seco inunda mi boca. Toso como una principiante y roto el envuelto a mi compañera que como yo, se encontraba acostada y cómoda, enroscada en sus propios brazos y piernas. Una de las mujeres toma la palabra para hablar del erotismo, el poder de seducción y el cuerpo de la mujer que con sus curvas, los senos y su vagina puede hipnotizar y reducir al hombre a un animal fácil de controlar. Su vecina, con una voz ronca y pausada, habla sobre lo absurdo de los estándares de belleza modernos y el sentido carnal del coito. Finalmente Juliana, quien tiene de nuevo el cigarro, termina la charla hablando sobre la sublimación como aquel momento de unión entre un hombre y una mujer que produce el mas grande placer humano.

De nuevo reina el silencio entre las nueve mujeres. Tal vez cada una fantasee con el sexo, tal vez ninguna piense en eso. El cigarro se ha apagado pero su olor lo ha impregnado todo y de nuevo siento dificultad para respirar y una sensación de incomodidad que ya había superado.

No sé cuanto tiempo falta; nunca me explicaron cuanto duraría. Este temazcal no tiene un orden específico más allá de abrir y cerrar cuatro puertas (que representan los cuatro puntos cardinales), ni un precio, ni un cronograma. Contrario a lo que sí ocurre con los temazcales que son ofrecidos por los spas de belleza y centros de estética en México o en Bogotá que junto a una foto de un sauna con arabescos y piedras, enchapado en lujosas baldosas, ofrecen un riguroso plan que incluye: 1) encuentro en el lobby 2) charla de introducción, 3) ofrecimiento de los cuatro elementos 4) las cuatro puertas del temazcal, cantos y tambores, 5) masajes con Aloe Vera, azúcar y miel 6) discusión y agradecimiento.

Ese es el caso del Maya Spa Wellness Center –a una hora y media de Cancún, México– o el Temazcal Piscina Spa –en La Plata, Argentina– donde defienden los poderes del temazcal como terapia para aliviar el estrés, para liberar toxinas y exfoliar la piel; una terapia que llevará a un cambio de actitud y una renovación en la rutina cotidiana. Todo por alguna cifra entre cincuenta y mil dólares. Como estos, hay decenas de hoteles por todo México que incluyen pseudo-temazcales como parte de paquetes de viaje para parejas, para recién casados y para extranjeros con sed de experimentar lo indígena. En Bogotá, aunque son menos populares, no dejan de ser importantes en la reducida oferta cultural y turística de los capitalinos. Por lo general son ofrecidos como planes completos de un día, en los que se combina de una manera sincrética el yoga nidra, una caminata ecológica, hidroterapia, tai chi y temazcal o algunos combos más extravagantes como los ofrecidos por la Fundación Sendero de Luz, que propone la experiencia de toma de yagé junto con el temazcal.

Cuarta puerta

Deben ser las 5:00 de la tarde. Las últimas abuelas hacen su triunfante entrada a nuestro temazcal y dejan ver por última vez la fogata que se quema en frente del iglú. El agua revienta contra todas las piedras que untadas con ungüento, dejan salir un vapor aromático muy agradable. Estoy de nuevo en posición fetal y respiro con absoluta normalidad.

Después del capítulo erótico, ahora el turno es para la procreación y la crianza.  El eje de la conversación es la maternidad y el rol de la mujer en la familia y la sociedad. Para mi sorpresa varias de las vecinas empezaron a hablar sobre la crianza como la única realización femenina. Al cabo de algunos minutos el temazcal se convirtió en una reunión de feministas exacerbadas. Somos nueve mujeres encerradas recapacitando en la mas conservadora de las ideas: la mujer se realiza cuando es mamá y cuida a sus hijos.

¿Y la liberación de la mujer, la lucha por sus derechos, por la igualdad, por su valor como mujer?  ¿dónde queda su feminidad más allá de la palabra mamá? Pues en el temazcal al parecer no queda. Allí el discurso es el de la mujer que cría, la mujer que teje por dentro a sus hijos y tiene valor en cuanto es madre y esposa. Parece normal pues para los indígenas el temazcal es un vientre materno y el rito consiste en volver a aquella morada completa en donde no existía siquiera la palabra, pero nada hacia falta. Es un lugar de sanación y de placer donde se puede reflexionar sobre el origen y el poder de la vida.

Reina de nuevo el silencio pero seguramente más de una de nosotras tiene ideas revolucionarias sobre la mujer que no incluyen ni la crianza ni la maternidad, pero Juliana, que dice hablar en nombre de las abuelas, representadas en las piedras calientes, está allí para recordarnos el poder de la mujer como creadora de vida y su posibilidad de dar equilibrio al mundo.

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Como tengo los ojos cerrados no me doy cuenta del momento en que la puerta se abrió y la luz empezó a colarse por entre el vapor gris y pesado. Levanto la cabeza lentamente y veo que el piso del temazcal está cubierto por cuerpos que contorsionados y enlazados empiezan a moverse. Por primera vez diviso las caras de las mujeres de quienes solo conozco su voz.

Es el fin de seis horas de encierro en una cueva construida en la mitad de un potrero verde y extenso que se acaba donde empieza una montaña virgen y majestuosa. El sol se está ocultando y el viento pega sobre la ropa emparamada erizando mi piel. No tengo hambre pero recibo las frutas que me ofrece Juliana al tiempo que me pregunta: ¿Saliste renovada? A lo que respondo con un tímido sí y me aparto en busca de un lugar donde resguardarme del frio. Juliana no debe tener mas de 45 años pero sus canas al descubierto la hacen ver más vieja. Tiene pecas en su pecho y espalda que junto con sus arrugas en el rostro delatan una larga estadía en un lugar soleado, tal vez cerca al mar. Es psicóloga de una universidad en Guatemala donde tuvo por primera vez contacto con este ritual.

Lleva una falda de arabescos y una pañoleta donde esconde su pelo gris y mojado. Esta descalza y baila al ritmo de los tambores que otras dos mujeres han empezado a tocar.  A las otras seis mujeres se nos nota el cansancio en la cara y reunidas frente al consumido fuego cruzamos algunas palabras sobre lo sucedido en el temazcal. Rosario, tal vez la vecina mas vieja entre nosotras, con mas de 50 años, me dice que con el baño de vapor le ha dado el último adiós a su madre recién fallecida. Carolina, una novata como yo, dice no tener razón específica para estar allí pero con desparpajo reconoce que tal vez nunca lo vuelva a hacer.

Helena, la dueña de la voz ronca y pausada que oía dentro del vientre materno hablando del erotismo, me despide con un abrazo húmedo. Su pecho caliente toca el mío y siento el olor de un cuerpo ajeno que transpiró durante seis horas.

*María Paula Martínez es profesora del CEPER, investigadora y estudiante de la Maestría en periodismo. Esta crónica fue producida en la clase Historias del periodismo de la Maestría del CEPER.

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