“Como todo en la vida, esto se lleva de la mano de las personas que te aman”, me dice antes de empezar su relato.
Era casi de noche, yo la esperaba sentada junto a una mesa, en un cuarto con la puerta entrecerrada y luz tenue. De repente apareció, me pidió que apagara mi celular y me dijo: “cuidado con revelar datos, no quiero que salgan nombres”. Por un momento creí estar en época de dictaduras, sentí pánico por ella y por mí.
Nos sentamos cerca, ella con su voz robusta empezó a hablar. Fue en el año 2001, cuando se oía en el mundo grandes ecos de la palabra terrorismo. Sí, el año en que derribaron las Torres Gemelas y el inicio de su historia.
Era estudiante de una universidad pública colombiana, de clase media-alta: “allá el ambiente es de crítica y análisis, allí se vive la sociedad colombiana”, comenta. Estos lugares se caracterizan por tener espacios de participación estudiantil, allí se ejercen diversos tipos de liderazgo y la realidad nacional se hace más tangible.
Ella vivía la cotidianidad de la universidad, tenía buenas notas, vestía jeans y tenis, pero pensaba en el cambio, en alternativas de empoderamiento. Nació en los ochenta y vivió la constituyente del 91 que, entre otras cosas, dio por fin participación a las minorías en la política, descentralizó el poder y –por primera vez– abrió un espacio político alterno al de conservadores y liberales.
A partir de ese contexto nacional, ella definió su postura: “no todo el mundo puede pensar lo que nosotros como estudiantes pensamos, hay gente que solo vive el día a día”, afirma. Por esta razón, empezó a formarse en líneas políticas de izquierda en la universidad. Sin embargo, bajo la premisa de quien habla en este país lo matan y de que un brazo político sin fuerza armada no puede competir contra el poder del Estado, tomó como camino la vía de hecho.
Pasaron varios años actuando política y militarmente en las milicias urbanas de las FARC-EP (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia- Ejercito del pueblo). Los paramilitares (AUC) empezaron a ganar fuerza con política y vías de hecho. Ellos querían apoderarse militarmente del territorio y posicionarse en el gobierno. Entre ese juego de intereses, ella tenía el objetivo de cambiar radicalmente el panorama político del país, entró al juego “de guerra de guerrillas, de a que te cojo ratón”. Y a ella la cogieron.
Fue una noche que llegó a su casa. Su compañero se encontraba abajo con dos amigos. Ella salió a hacer un recorrido rutinario, vio cosas sospechosas, rostros que nunca había visto. Regreso y con zozobra, se acostó a dormir. A las 3:15 am, se despertó, oyó ruidos, bajo y miró por el ojo mágico de la puerta, vio unos hombres instalando una bomba. Ella escuchó cuando dijeron “a la cuenta de tres”. Corrió a avisarle a su compañero, pero ya era tarde. La bomba había estallado en su puerta. Un arsenal de hombres entró a registrar todo cuanto encontraron. Los habían allanado. “Un infiltrado había entregado la vuelta”, dice con rabia. Entre forcejeos y angustia se los llevaron a todos.
Los separaron, a ella se la llevaron encapuchada, la interrogaron, la amenazaron, la torturaron y la golpearon tan fuerte que le lesionaron la rodilla derecha. Llegó al DAS, donde estuvo detenida por más de mes y medio bajo la figura de detención preventiva. “Allí me tocó hacer tutela para garantizar mis derechos”, asegura. Hubo un corto silencio entre nosotras, su rostro revelaba una encrucijada de imágenes, sonidos, olores y recuerdos. Con la mirada en alto dijo “nunca negaría porque estuve allí, no es que me de vergüenza”.
El primer día presenció la diversidad de rostros de mujeres de diferentes estratos socioeconómicos. Allí había sindicadas por narcotráfico, lavado de activos y hurto. Luego de «tocar el piano» o el proceso de reseña (toma de huellas y perfil), le asignaron una barraca de cuatro metros cuadrados, rodeada por barrotes, con un planchón metálico que colgaba de cadenas. Al entrar a los calabozos pasaron una noticia por televisión: “el complot para un golpe de opinión”. La noticia hablaba de su captura. “Todas empezaron a decirme: es usted, es usted”. Fue señalada, surgieron preguntas de si eso era cierto o no, y ella pensó, “todo el mundo estaba asustado por la sindicación de terrorismo, creían que iban a llegar a bombardearlas para sacarme”.
Allí entre esas rejas, ella no estaba bajo ningún proceso jurídico legal, por lo que cualquier cosa podía sucederle. Al calabozo lo único que pudo entrar fue el libro La madre de Máximo Gorki y unos zapatos que le sirvieron como almohada, comenta. Lo poco que recuerda con dificultad, era estar inquieta por su familia, quería llamarlos, pues en cualquier momento podrían desaparecerlos. La noche llegó y no pudo hablar con ellos. Entre la zozobra y la impotencia de incomunicación intentó conciliar el sueño hasta el amanecer. La mañana siguiente pensó en qué podría sucederle. No faltó la burla: “esta no pudo dormir, ¡ja, ja!”. Ese día los agentes le hicieron “entrevistas” no autorizadas por la fiscalía: “para ese momento ya sabía que toda mi familia y yo estábamos interceptados”, menciona.
Los días pasaron y ella se hizo parte del lugar. Ya no era la nueva, pasó a ser una mujer con la misma condición de sus vecinas de celda. Empezó a extrañar cosas que son mínimas para quienes están afuera: cada día podía salir apenas 15 minutos a un patio rodeado por cuatro paredes. “Todos los días añoraba ver el cielo completo, pero solo veía un cielo hecho a punta de cuadritos”, rememora.
A los 20 días recibió su primera visita. Fue corta, era su papá. Estaban rodeados de un ambiente vigilado por agentes del DAS, quienes cual máquinas, grababan cada palabra o mirada que cruzaban. Estaban al acecho. “Mi papá fue consciente, amoroso, me dio ánimo, valor, pensó en soluciones”. Ella le contó lo sucedido, su familia no sabía nada. Él, al conocer la historia, no se fue tranquilo.
Pasó mes y medio entre un proceso de “ires y venires”, de intentos de traslado entre el DAS y la cárcel de mujeres, “me llevaron cuatro veces y yo pensaba, ¿cuándo me hacen el paseo?”, recuerda. El día que porfin la trasladaron fue uno de los más felices de su vida: “descansé, porque las restricciones de visitas, abogados, aseo, comida, eran muchas. Allá era muy tortuoso para la familia”, enfatiza. La ingresaron al patio de presas políticas, donde la situación era más sosegada.
En ese patio había solo 20 mujeres. No había hacinamiento, era como un internado. Hablaban el mismo lenguaje, todas llenas de experiencias y unidas por sus ideales. “En especial recuerdo una de esas grandes mujeres, a quien violó todo un batallón del ejército. Pero ella seguía en la lucha”, recalca. Al llegar al patio fue recibida por esta mujer quien tenía el lugar organizado: “ella me ubicó un sitio especial para la condición de mi pierna. Me consiguió un colchón y me explico las reglas del lugar”, aclara, mientras me muestra su rodilla lesionada durante la captura.
Ese patio era diferente, “era una ciudad dentro de otra, tenía todo lo necesario para vivir cómoda el encierro”, explica. En los 20 meses que pasó allí, casi nunca salió, apenas iba a su terapia acompañada de guardias del INPEC y otras mujeres con los brazos perforados por los balazos de las AK-47. “Cuando cruzábamos por la cárcel, las demás reclusas nos miraban con miedo y otras con admiración”, afirma.
Los días pasaban en relativa armonía. Iniciaban con la contada a las 6:30. “Lo cuentan a uno como vacas: 1, 2, 3… ¡Ya termino la contada!”, dice molesta. Luego cada mujer podía escoger qué actividad hacer: académica, manualidades, leer. Todo antes de las 7:00 pm, hora de volver a sus celdas. “Todos los días eran igual pero usted lo hacía diferente”, reitera. Los fines de semana, cuando había día de visitas, todo parecía una romería: “era un orgullo ver a nuestras familias, porque para ninguna fue una pena estar allí”, dice con la cara en alto. Pese a lo anterior, muchas veces pensó en fugarse. Siempre era una alternativa ¿Cuál era el momento en el que el enemigo se encontraba débil? “Había la esperanza de que un día vinieran por nosotras”, señala.
A los ocho meses del 2011 hubo un amotinamiento. Las reclusas exigían mejores condiciones: “agarraron a la guardia, las amarraron, hubo gases y bala”, relata. La inculparon a ella, todo por un guardia que la acosaba. “Yo le dije: usted estará acostumbrado a sacar provecho de las mujeres que se sienten vulnerables por el encierro, pero conmigo no. El man se las cobró y me llevaron como perro, con los brazos hacia atrás”, señala con rabia. Se la llevaron a la SIJIN en la calle Sexta.
Fueron momentos de zozobra. Pensaba que la podrían robar, matar o violar. Allá se veían y oían torturas, no había comunicación: “todo se vendía y se compraba, todo tenía precio”, recuerda. En ese lugar pasó más de 15 días, de los cuales durmió ocho en el piso, sin sol y con hacinamiento. Era un subterráneo húmedo que olía a azufre. “Las visitas eran en un cubículo de cristal con los guardias velando. Un día mi familia me mando un colchón, yo no lo soltaba ni para mear”.
Estando allí, un día se la llevaron a 200 km de su familia. La embarcaron en un camión solo con hombres, la ataron y sin decirle a donde iban, arrancaron. Llegó a un lugar de clima cálido, allí la trataron bien, incluso tuvo privilegios como tener una tienda. “Allá me hice operar mi pierna, la que me jodieron en la captura”, remarca. Su mayor tortura fue la ira y estar lejos de todo. En este lugar duró un año, y aunque el calor era infernal, al atardecer podía disfrutar del fresco, del sol y la luna.
Se la volvieron a llevar por los mismos 200 km, pero esta vez hacia la libertad. Su papá la llamó, le dijo que alistara todo. Las cosas por fin eran favorables. Finalmente, el día que recibió su condena, fue liberada. Ella no dijo nada a sus compañeras, “subí al cuarto y le dije a mi amiga a la que violó todo el batallón: todo esto es para usted”. Le dejó libros, ropa y plata. Todo lo que tenía. Susurrando con cautela, pero queriendo gritar le dijo que se iba. “”¿Cómo así? no lo puedo creer”, le dijo su amiga, “¡a guerriarsela! No hay límites solo mentes limitadas”.
Bajó las escaleras y se notificó. “Entonces ¿qué?”, le gritó una guardia. Ella se contuvo. Hace días la estaba provocando para mandarla al calabozo. Nadie se lo esperaba, ningún guardia lo creía. Caminó hacia la puerta, detrás estaba su papá y la abogada —»sentía una zozobra ni la hijueputa»—, comenta. Avanzó por la calle—»se me hizo eterna»—, recalca. El resto de su familia la esperaba en el carro. Tomaron calles al sur, al norte, un recorrido con adrenalina para no dejar rastro. Entre las pocas palabras que cruzaron le preguntaron qué quería comer, ella respondió —todas las carnes habidas y por haber—.
Después de 72 meses confinada hay secuelas que restan en el tiempo, de las cuales ella resalta —nunca se te va a olvidar, el sentirte vigilado, que de alguna manera eres señalado y reseñado—. Pese a eso, hay cosas que aprendió estando allí — ser una observadora de los diferentes problemas, allí se hacen tangibles, nunca los hubiera podido vivenciar, cosas que ni te imaginas. Formas una visión menos sesgada —, destaca.
— ¿Qué horas son?— me pregunta. Mira alrededor y busca un reloj—las 11:00 pm— se responde. Me mira y me da señales de que es hora de terminar, momento de regresar al presente y dejar sus recuerdos atrás. Me queda una idea fugaz: los seres humanos se sienten prisioneros cuando creen que no pueden hacer algo, que están vencidos en su lucha. A veces es necesario romper las barreras físicas y llegar a imaginarse fuera de ellas, para no ser el preso que el opresor quiere que seas.
—Finalmente, la cárcel termina siendo una radiografía de la sociedad, la actitud no cambia, siempre habrán oprimidos y opresores, si tú te dejas joder yo te jodo—, cierra ella.
*Este testimonio fue recogido por Lizceth Guerrero, estudiante de administración. Esta crónica se hizo en el marco de la clase Crónicas y Reportajes de la opción en periodismo del CEPER