Medellín. Año 2002. Una ciudad sitiada por sí misma.
Paula, una estudiante universitaria de fotografía, es testigo accidental del asesinato de su padre, un profesor de ciencia política. Paula logra ver al sicario que huye en moto y, un tiempo después, cuando llega la navidad, lo reconoce en una discoteca. Frente a la interminable burocracia estatal y la inactividad de la policía en asesinatos de gente que no es rica –cuándo no-, Paula decide acercarse a Jesús, el asesino de su padre.
Mientras estudiaba en Australia, Laura Mora, la directora de la película Matar a Jesús y cuyo padre también fue acribillado en la capital antioqueña, soñó que se encontraba con el autor del crimen. ¨Me llamo Jesús y yo maté a tu papá¨. Mora cuenta que se levantó en la mitad de la noche y se puso literalmente manos a la obra. Cinco años después, el resultado es la imprescindible película Matar a Jesús, elegida como favorita del público en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI) del 2018.
Matar a Jesús – cuyo título en inglés, Killing Jesus, es un gran acierto– trata sobre la relación entre Paula y Jesús, y el choque entre esos dos mundos tan distintos y tan cercanos. Ambientada en el Medellín de hace unos años, la película muestra cómo todas las violencias convergen en una misma ciudad. Ya no solo es la violencia palpable de las armas, sino también aquellas que, muy a menudo, pasan desapercibidas: la violencia estatal, la económica, la exclusión social, la violencia estructural de una sociedad que no ve, no quiere ver, sus propios problemas.
Hay que hacerlo con odio. Apunte a la cabeza y dispare con odio para matar a esa gonorrea
Lita, como le dicen a Paula sus amigos, decide conocer a Jesús conducida por un sentimiento de venganza. En varios momentos, siente el espectador que Paula lo hará, lo matará, saciará su sed de venganza. En una toma excepcional, se ve a Paula y a Jesús nadando en un lago y cómo él trata de arrastrarla en las profundidades, pero ella se resiste y, al final, ambos salen a la superficie.
Al tiempo que Paula va conociendo a Jesús, va descifrando también su humanidad. Jesús es un sicario, claro que sí, pero también es un joven pobre de Medellín que le gusta pintar y que se emborracha cuando el poderoso de la montaña, equipo del cual es hincha, gana un partido. La protagonista se debate entre la venganza y el perdón, y no se sabe cuál está más lejano. En algunos momentos siente uno que Paula sucumbe ante el ansia de venganza, y nos sentimos incapaces de juzgarla; incluso llega a pedirle a Jesús que le enseñe cómo se utiliza una pistola. “Hay que hacerlo con odio. Apunte a la cabeza y dispare con odio para matar a esa gonorrea” dice Jesús. Pero es un odio que el mismo Jesús no entiende, pero que comparte con muchos otros jóvenes de su barriada y de su ciudad.
El espectador se va reconociendo en Paula, y también en Jesús. Y ese es el gran logro de esta película, y del arte en general, pues logra que nos reconozcamos en la humanidad del otro, incluso de aquel que sentimos tan pero tan lejos.
Matar a Jesús es una oda a todas aquellas víctimas anónimas que hemos olvidado, que hemos normalizado, y nos recuerda que somos humanos. Aunque suene extraño y simplista, es algo que no es fácil de recordar en un país como Colombia. Es, también, una invitación a renunciar a la venganza y a la violencia.
Paula, de pie en uno de los cerros que descubrió gracias a Jesús, le da la cara a Medellín, esa ciudad que le disparó con balas a su papá y a mucha gente más, pero ella le responde disparándole con su cámara. Con arte.
*Tomas Uprimny es estudiante de Derecho con opción en periodismo del Ceper.