A finales de 2018, Felipe* estaba en su casa de Ibagué fumándose un bareto. Minutos después de haber abierto la ventana, tenía en frente a unos agentes que le incautaron la marihuana y le pusieron un comparendo que enmendó posteriormente tomando unas clases. Un vecino había dado la alerta. Los agentes alegaron estar amparados por un decreto presidencial. El humo, le dijeron, trascendió al espacio público.
Unos meses atrás, en octubre de 2018, Iván Duque había firmado el decreto 1844 en nombre de los niños, los jóvenes y la “convivencia en el espacio público”. La norma le dio fuerza a la Policía para perseguir la dosis personal. “No se trata de llevar a la cárcel al consumidor, se trata de quitarle la dosis y destruirla”, dijo el presidente en la rueda de prensa que acompañó la firma del documento.
Felipe no supo muy bien qué hacer. Es entendible. Su caso ilustra el profundo estado de confusión de los consumidores de marihuana en Colombia que, según los cálculos del Departamento Nacional de Planeación, superan el millón de personas. ¿No podía fumarse lo que quisiera estando en su casa? ¿El hecho de que el humo saliera por su ventana realmente afectó la convivencia? ¿No tenía Felipe derecho a una dosis personal, gracias a la famosa sentencia C-221, escrita por Carlos Gaviria en 1994?
En la práctica, parece que no.
El enredo normativo que existe en Colombia al respecto es del siguiente calibre: hay una línea de sentencias de la Corte Constitucional que, resumidas, dicen que la dosis personal, su porte y consumo, están permitidos. Incluso en el espacio público general, por cuenta del derecho al libre desarrollo de la personalidad. Pero a la par, hay una serie de disposiciones, contenidas en normas de diverso tipo, incluyendo la Constitución Política, que fue modificada por el gobierno de Álvaro Uribe en 2009, que dicen que no, que el porte y consumo de sustancias psicoactivas están prohibidos (aunque la dosis personal no dé cárcel).
La normativa errática con la que conviven los usuarios de drogas en Colombia afecta a cientos de miles de colombianos, porque obliga a muchos de ellos a comprarles marihuana a las mafias sin ningún tipo de control sobre la sustancia que consumen. También le impide a la sociedad estudiar y comprender mejor sus efectos en la salud. Y finalmente, genera una enorme y peligrosa confusión entre las autoridades, abriendo espacio para el abuso de poder y la corrupción, como lo han advertido numerosos expertos en la materia. Una de ellas, Inés Elvira Mejía, lo ilustró así en el portal Pacifista: “depende del policía que a ti te agarre lo que suceda a continuación. El escenario se vuelve de hostigamiento, de persecución y de castigo. Limitan además el derecho a vivir en la ciudad”.
El siguiente diálogo evidencia esta confusión. Es la reproducción de una llamada a la línea de atención al ciudadano de la Policía Nacional:
—Quisiera saber qué le puede pasar a una persona a la que cogen fumando marihuana en la esquina de una calle cualquiera.
—Pues, esas actuaciones están en el Código de Convivencia de la Policía Nacional.
—¿Y qué le pueden hacer a esa persona?
—Dependiendo de la cantidad que tenga, se puede hacer una incautación de la sustancia.
—Hace poco sacaron una sentencia en la Corte Constitucional que dice que el consumo está permitido en el espacio público.
—Sí, sacaron una sentencia. Pero, por eso, depende de la cantidad de droga que tenga.
—¿Cómo funciona eso?
—Si está con la dosis de consumo, la mínima, no podemos quitársela.
—¿Y qué pasa con el decreto 1844 de 2018? ¿Ese no permite que la dosis mínima sea incautada y destruida?
—Es que depende del caso. Yo le recomiendo que mire los artículos del Código de Convivencia de la Policía Nacional. Ahí están las respuestas.
—¿Qué artículos sirven para salir de la duda?
—Tocaría mirar por Internet. Ahora no los recuerdo.
Uno no sale de la duda. Las normas que el agente recomendó mirar por Internet, por ejemplo, las del Código de Policía, deben estar en los siguientes artículos: 140, 33, 34 y 38. El primero de ellos prohíbe a los adultos incitar a menores de edad a que consuman bebidas alcohólicas, sustancias psicoactivas o sustancias prohibidas. El resto, prohíbe el uso de esas sustancias, primero, en instituciones educativas, y segundo, en el espacio público general: coliseos, centros deportivos, parques y calles. Seguramente, cualquier lector recuerda, como le dijimos al agente, que hace tres meses la Corte Constitucional volvió a permitir el consumo de sustancias psicoactivas y de bebidas alcohólicas en el espacio público general.
¿Entonces? Pues que la cosa va de un lado para otro, en un vaivén inentendible.
“El escenario no es solamente confuso para los usuarios, sino también para los entes de control”, dice el abogado Sebastián Lanz, de Temblores ONG, una organización que defiende los derechos humanos de poblaciones marginalizadas. Es decir: el marasmo normativo, que a veces suscita acalorados debates en el escenario público, comporta en la práctica un sinsentido de actuaciones que, en la mayoría de los casos, terminan afectando a los consumidores.
La última actualización del Observatorio de Drogas de Colombia (OCD), dice que 762.000 personas consumieron marihuana alguna vez durante 2013, y las proyecciones del Departamento Nacional de Planeación dicen que la cifra hoy superaría el millón.
En muchos casos no es claro cuándo el control policial pasa a ser abuso. Una fuente anónima le contó a Mutante su encuentro más reciente con la Policía en el barrio Chapinero de Bogotá. En el trayecto de su casa a un bar, unos agentes le pidieron una requisa, dentro de la cual le exigieron meterle las manos a los bolsillos. Cuando él se negó, por miedo de que lo “cargaran” con una sustancia, y por considerar esa conducta como una irrupción a su intimidad, pidió ser trasladado a una estación de Policía y que la requisa fuera tramitada con testigos. El agente lo golpeó en el brazo, lo esposó, y se lo llevó a la estación con la excusa de que tenía marihuana. No era cierto.
La historia de esta persona ilustra el gran problema que afecta a los consumidores de marihuana que terminan enfrentados a la policía, buscando hacer valer los derechos que les garantizó la sentencia del 94. El problema, según Alejandro Lanz, es que “en ese enfrentamiento siempre va a ganar la Policía”.
De esta nebulosa realidad quieren salirse algunos. El pasado 23 de julio, un grupo de congresistas autodenominado la “alianza interparlamentaria”, conformado por senadores de varios partidos, entre ellos Gustavo Bolívar, de Decentes; Iván Cepeda, del Polo Democrático o Temístocles Ortega, de Cambio Radical, radicó un paquete de proyectos de ley que busca, desde la Constitución Política para abajo, cambiar el esquema histórico con el que el Estado ha entendido el mundo de las drogas y, de paso, solucionar la inseguridad que hay sobre lo que puede o no hacerse con ellas.
El proyecto busca modificar el mismo artículo que en 2009 mandó cambiar el presidente Uribe. En su momento, el Congreso añadió la prohibición del porte y consumo de sustancias estupefacientes y psicotrópicas al artículo 49 de la Constitución —que trata sobre el derecho a la salud—. Ahora, esta coalición de oposición busca modificar de nuevo el mismo artículo cambiando la palabra “prohibir” por la palabra “reglamentar”.
Y ahí hay todo un mundo de distancia.
Desde un punto de vista de salud pública y reducción del daño, el concepto de “reglamentación” conlleva que los consumidores no sean estigmatizados o perseguidos, y garantiza derechos en dos frentes: desde el jurídico, por la consumación del derecho al libre desarrollo de la personalidad, y desde el sanitario, porque implica una mayor dedicación por parte del Estado a indagar por las repercusiones que el consumo tiene para la salud.
“El consumo (en la ilegalidad) es más riesgoso para las personas y por lo tanto hay más impacto en la salud física, pero también psicológica, por la carga de estigma social que llevan los consumidores”, aseguró Hannah Hetzer, gestora de políticas internacionales de Drug Policy Alliance, durante su visita a Colombia en 2018.
La última actualización del Observatorio de Drogas de Colombia (OCD), dice que 762.000 personas consumieron marihuana alguna vez durante 2013, y las proyecciones del Departamento Nacional de Planeación dicen que la cifra hoy superaría el millón. Según la Encuesta Mundial de Drogas de 2019 (Global Drug Survey), 85% de los usuarios en este país desean que industrias y gobiernos den más información sobre riesgos, daños y consecuencias negativas del consumo.
El Estado, entretanto, hace lo contrario.
La fuerza del Estado
El 18 de agosto de 2011 unos agentes de la Policía Nacional en Bogotá, que estaban realizando una operación de verificación de antecedentes, le solicitaron la cédula a una mujer que caminaba en la calle. “Muy nerviosa, les entregó voluntariamente cuatro bolsas transparentes que contenían 80,6 gramos de marihuana”, relata el libro “Sobredosis carcelaria y política de drogas en América Latina”, escrito por Sergio Chaparro y Catalina Pérez, del centro de estudios Dejusticia, publicado en 2017.
La mujer fue detenida y entregada a la Fiscalía. “En la audiencia de imputación Zury no aceptó cargos. Pese a que en el juicio alegó que se trataba de un porte para consumo personal, la jueza 1° penal del circuito de Paloquemao con función de conocimiento consideró que no era así, pues a ella ‘le correspondía presentar las pruebas del caso para esa demostración, cosa que no hizo’”. Fue condenada a 64 meses de prisión y a una multa de dos salarios mínimos. Más: como el castigo era superior a cinco años, no tuvo acceso a ventajas, como la prisión domiciliaria.
Chaparro y Pérez trazan un paralelo con la historia de Santiago Gallón, un hombre procesado por apoyar financieramente a un grupo de 300 paramilitares comandados por los hermanos Castaño (es decir, había masacres de por medio) que se acogió a sentencia anticipada por el delito de concierto para delinquir agravado. La condena fue de 78 meses, con rebaja posterior de la mitad. Los investigadores se preguntaron en el libro: “¿Es mejor ser capo confeso que usuaria inocente?”.
“El uso social de la sustancia también genera daños —dice Alejandro Lanz, de Temblores ONG—. El estigma del uso de la droga en el espacio público siempre ha recaído sobre el marihuanero, porque su consumo es muchísimo más perceptible por parte de los agentes de la fuerza pública. Si alguien prende un porro, pues el porro olió, cosa que es muy distinta a comerse un trip o meterse un pase de cocaína”.
El capitán Alex Morales, jefe de Prensa de la Dirección de Seguridad Ciudadana de la Policía Nacional, nos dio unos datos que corroboran lo anterior: entre enero y septiembre de 2019, en el marco del decreto de dosis mínima, fueron incautados 210 kilos de estupefacientes en el país, por los cuales han sido interpuestos 250.216 comparendos. Al desagregar las cifras por tipo de sustancia, se hace evidente que los consumidores de cannabis son a quienes más se castiga: 92% de la droga incautada corresponde a marihuana.
El veto a la marihuana viene de tiempo atrás. Habita en el derecho colombiano desde que, en los años 70, se incorporaron a nuestro sistema jurídico tres instrumentos: la Convención Única sobre Estupefacientes, de 1961, actualizada por el Protocolo de 1972; el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas de 1971 y la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas, de 1988.
Desde entonces, hay una fuerte regulación que se ha basado en sanciones penales para un amplio número de conductas relacionadas con drogas, que incluían casi siempre castigos de cárcel. Una tradición que fue interrumpida en 1994, por la sentencia C-221 de la Corte Constitucional, que despenalizó el consumo de la dosis personal.
El profesor Rodrigo Uprimny, una de las caras visibles en el estudio de la política de drogas en Colombia, calificó dicho fallo judicial en una columna como una “oportunidad (perdida) de adoptar una política más humana, eficaz y democrática frente al problema del abuso de sustancias psicoactivas”.
La sentencia, en resumen, quitó de en medio tres normas de la Ley 30 de 1986 que castigaban con cárcel el consumo de drogas. Carlos Gaviria Díaz, el ponente, basó parte de su argumentación en la autonomía inmanente a los seres humanos: “el considerar a la persona como autónoma consiste en que los asuntos que solo a la persona atañen solo por ella deben ser decididos. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto”, dice una de las consideraciones del fallo.
Esto, para el profesor Uprimny, araba un camino posible para desarrollar una política de salud pública que respetara a los consumidores. Pero la oportunidad, como escribió, fue borrada por gobiernos sucesivos que criticaron la sentencia e intentaron penalizar de nuevo el consumo, incluyendo la “victoria parcial” de Álvaro Uribe en 2009, “que prohíbe el consumo de sustancias psicoactivas, pero no autoriza la penalización de los consumidores, con lo cual quedamos en una ambigua situación jurídica”.
Este artículo —que es justamente el que hoy quiere modificar la “alianza interparlamentaria”— le ha permitido a los opositores de la dosis personal desarrollar una serie de regulaciones con las que gradualmente le han construido un cerco jurídico a la sentencia, incluyendo el Código de Policía. El último de ellos fue el llamado “decreto de la dosis mínima” firmado por Duque el año pasado, por medio del cual los policías le incautaron a Felipe la marihuana que se estaba fumando en su casa de Ibagué.
¿De qué ha servido este enfoque prohibicionista?
El informe del Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas, “Balance de una década de políticas de drogas”, presentado el 21 de octubre de 2018, dice, a grandes rasgos, que la guerra contra las drogas fue un fracaso en su intención de lograr “un mundo libre de drogas”. Un grupo de 174 organizaciones evaluaron 10 años de trabajo desde que las naciones del mundo firmaran la Declaración Política y Plan de Acción para contrarrestar el problema mundial de drogas. Su conclusión: no se redujeron ni la demanda, ni los cultivos, ni la fabricación, ni el tráfico ni el lavado de dinero.
Pongamos un solo ejemplo, la demanda. El informe estima que el número total de personas entre 15 a 64 años que consumieron drogas al menos una vez en 2016 fue de 275 millones. Es decir, 31% más que el 2011. Y, al mismo tiempo, que una de cada cinco personas reclusas del mundo están ahí por delitos relacionados con drogas: 83% de ellos, por uso o posesión.
La colombiana Isabel Pereira, coordinadora de la línea de política de drogas en el centro de estudios Dejusticia, participó en la redacción del informe. En una entrevista que dio para la época de publicación del documento, dijo a El Espectador que “la policía está desbocada en las calles requisando a cuanta persona considere sospechosa de estar portando marihuana, cuando en realidad portar ese producto no le representa ninguna amenaza a terceros”.
Por su parte, Alejandro Lanz, de Temblores ONG, pone de manera cruda el escenario que, en la vida real, va en contravía de la línea que sentaron las sentencias: “La orden que dio el presidente con ese decreto (el 1844 de 2018) se tradujo en la necesidad de que la policía empezara a perfilar a ciertas ciudadanías como usuarias de drogas”. Lanz ha enviado derechos de petición al Centro de Traslado por Protección, preguntando cuáles son las poblaciones que llegan allá de manera sistemática, a lo que le han respondido, literalmente, que malabaristas, habitantes de calle, barristas, población LGBTI, trabajadoras sexuales y usuarios de droga.
La marihuana se persigue.
Un tema de salud
Las consecuencias negativas de la prohibición de la marihuana recreativa se amplían en su espectro si uno mira con detenimiento la otra cara de la moneda, que es la de los efectos sanitarios que tiene en usuarios frecuentes. Las preguntas más simples que pueden hacerse sobre el consumo de una sustancia (de un chicharrón, de una manzana) se tornan complejas cuando no hay una regulación razonable sobre ella.
A pesar de que sobre la marihuana se ha generado la narrativa de que es inofensiva, por el hecho de provenir de una planta, lo cierto es que las mezclas entre especies, así como los métodos de cultivo, han dado como resultado una sustancia mucho más potente (tres veces más que en la década del 90, según la DEA), y cuyos efectos en la salud a largo plazo lucen elusivos para los estudios científicos creíbles y recientes que se han hecho al respecto.
Debe ser por esto último que algunas personas y colectivos de la sociedad civil se han abanderado en difundir información sobre cómo disminuir los riesgos asociados a la salud. En el portal de Échele Cabeza, un colectivo que busca educar acerca del consumo, se leen en la etiqueta de marihuana algunas recomendaciones para, por ejemplo, reducir los riesgos para el aparato respiratorio (fumar en pipas de vidrio), evitar accidentes de tránsito (al recomendar no fumarla antes de operar un vehículo), prevenir la ocurrencia de efectos no deseados (ansiedad, pérdida de concentración, taquicardia), así como entender los tipos de cepas de marihuana que existen y los efectos que estas producen.
Sin embargo, hay una serie de preguntas frente a las cuales los activistas del cannabis, los pedagogos del consumo recreativo y los científicos no se ponen de acuerdo: ¿hay abuso del cannabis? ¿Cuándo? Y si lo hay, ¿genera daños permanentes en la salud mental y física?
Julián Quintero, sociólogo, director de Acción Técnica Social, una organización que hace análisis de sustancias para consumo recreativo y proyectos de reducción del daño, dice que no puede responder cuánto ni qué significa abusar de la marihuana sin tener una regulación de por medio. Dice Quintero: “Quien le debería definir eso a usted tiene que ser un grupo de personas: un psicólogo o un psiquiatra, un médico general, un nutricionista y, lo más importante, alguien que le provea a usted una marihuana estandarizada”.
Quintero usa varias veces la palabra “estándar”, la clave de su discurso. Un día como hoy, dice, el proveedor le vende al usuario “cripa”. Mañana, no hay, entonces le da “regular”. Pasado mañana se le acabaron las dos y le entrega una llamada “cafuche”, de pronto untada con caca de paloma, la cual puede generar en el usuario un cuadro de neumonía. Tres opciones distintas para una misma persona. De ahí la preeminencia del estándar: “si hay estándar, le puedo decir cuándo hay abuso. Si no, no”.
Para esta investigación conversamos con un campesino cultivador de marihuana en Corinto, Cauca. Nos contó que los campesinos aplican a los cultivos de cannabis fungicidas como Antracol y Dithane; fertilizantes como Crecer 500, e insecticidas como Acaramik.
Frente a la posibilidad de legalizar la marihuana para usos recreativos, 69% está en contra.
Al preguntarle al médico y toxicólogo Jairo Téllez por una opinión aproximada sobre los efectos que estos químicos producen en el cuerpo, dice que es imposible darla: no hay manera de saber sin estudiar una muestra. “Depende del tratamiento que le den a las hojas. Es lo mismo que pasa con cualquier otra planta: no pueden quedarle residuos. Pero depende de las sustancias, porque todas actúan distinto”.
Aunque poco se discute, cada vez es más evidente que es muy difícil estudiar la marihuana de uso recreativo mientras sea ilegal. Un problema que tiene la ciencia en todo el mundo, y que dificulta considerablemente generar evidencia que permita políticas públicas de prevención y reducción de daño en el consumo. Así como conocimiento alrededor de su consumo. Entre otras, entender el universo de usuarios, en el cual se incluyen muchos consumidores adultos no problemáticos de la sustancia y que no reportan que les afecte su salud.
En materia de marihuana, la ciencia conoce muy poco. Se sabe que no hay casos reportados de sobredosis. O que hay evidencia sustancial de su relación con accidentes de tránsito entre quienes la consumen antes de manejar un automóvil. O, del mismo modo, que entraña un riesgo alto de generar, sobre todo entre los usuarios menores de 21 o de consumo agudo, enfermedades mentales como la esquizofrenia u otras psicosis, como han señalado respetadas publicaciones científicas como Archives of General Psychiatry, Schizophrenia Bulletin y The Lancet.
Sin embargo, más allá de estos hallazgos, la ciencia aún vive en el oscurantismo en materia cannábica. Basta con dar una mirada a la academia en Estados Unidos para corroborarlo. En 2017, las “Academias de Ciencia, Ingeniería y Medicina”, de Estados Unidos, presentaron el que quizás es el estado del arte más avanzado en la materia: más de una docena de científicos sopesaron unos 10.500 estudios relativamente confiables que hasta entonces habían hecho laboratorios y universidades. El consenso general es que de la marihuana hay más conocimiento relativo que certero. Y es, de nuevo, por la falta de regulación. Por eso los autores insisten en que el cannabis sea retirado de la Lista I de la DEA, ya que esto “impide el avance de la investigación”.
Entender la marihuana
Todo lo anterior, es decir, la necesidad de que una droga como la marihuana, la más consumida del mundo, sea regulada para entenderla más en el marco de la no persecución a los consumidores, encuentra un obstáculo difícil de sortear en este país: que la gente no quiere que eso suceda.
La empresa Ipsos, dedicada a hacer investigaciones a partir de encuestas, publicó este año los resultados de una que indaga sobre vicios, la Global Views on Vices, en la cual arrojó resultados acerca de, entre otros, las visiones que los colombianos tienen sobre el uso recreativo de la marihuana. Por ejemplo, ante la pregunta de quiénes podrían estar facultados para comprar y consumir marihuana, un 38% de las personas dice que nadie. Frente a la posibilidad de legalizar la marihuana para usos recreativos, 69% está en contra.
¿Qué futuro puede tener en Colombia el hecho de que exista hoy un proyecto de acto legislativo que pretenda romper esta narrativa?
Isabel Pereira, de Dejusticia, dice que el proyecto “es aspiracional y pretende regular lo que tiene que regular. Sería injusto que no lo hiciéramos, con todo el potencial productivo y agrícola que hay acá. Pero en este Congreso y en este país es muy difícil que pase algo así”. David Ponce, líder cannábico reconocido dentro de la comunidad, dice que el pesimismo alrededor del proyecto “está basado en el momento político que está atravesando el país, donde el Gobierno libra una lucha directa al tema de las drogas”.
Al interior de esa institución, al menos en el arranque, se respira un ambiente medianamente favorable. El ponente del proyecto es Temístocles Ortega, de Cambio Radical, quien hace parte de la alianza que presentó la reforma constitucional. Dentro de la Comisión Primera, donde está radicado, hay senadores como Roy Barreras, Armando Benedetti o Gustavo Petro, que en principio no tendrían que estar en contra de la reforma. Esta semana, de acuerdo a lo que pudimos averiguar, podría iniciarse el debate en la Comisión Primera, con un tiempo estrecho para que llegue a los cuatro que debe surtir antes del 16 de diciembre. Y habrá que esperar, también, a los argumentos presentes en el debate y al desenvolvimiento de las posturas que tenga en las elecciones regionales el tema.
De todas formas, viendo el vaso medio lleno, Pereira afirma que esta es una oportunidad “para educar a ciertos congresistas que no necesariamente eran conservadores en el tema, sino que repetían prejuicios por ignorancia. Nada más arrancar esta conversación y que estén escuchando argumentos de una cosa que pensaban que era el demonio es una ganancia”. Ponce, desde su orilla, dice: “tenemos la expectativa de que se empiece a abordar este tema desde el legislativo y se ponga en la agenda no solo pública sino política del país”.
El reto, social, científico, médico, ideológico, incluso, es lograr lo que no se ha podido después de 40 años de guerra contra las drogas y persecución a los usuarios: entender la marihuana. Esa sustancia que encabeza todas las listas.