Dos de la tarde. Quedan pocas sillas libres de las cincuenta disponibles en el salón donde María Alejandra Vélez enseña a sus estudiantes de Administración de Empresas cómo gestionar lo público en un país como Colombia, en guerra. Se ha preparado para eso. Es Doctora y Magíster de la Universidad de Massachusetts, Economista de la Universidad de Los Andes, Profesora Asociada de la Facultad de Administración. Tiene 38 años.
Antes de la llegada de los invitados a la sesión de hoy, María Alejandra pregunta a los estudiantes sobre su actitud frente a un desmovilizado: «¿le arrendarían una casa?, ¿le prestarían plata?, ¿le darían trabajo?» Se miran unos a otros. Se susurran al oído. Levantan las manos pidiendo la palabra. Hay opiniones divididas. La profesora insiste: «¿Se han preguntado cuánto están dispuestos a ceder? ¿Qué vamos a hacer con un país polarizado?»
Tres integrantes del programa de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), la entidad encargada de apoyar a los casi 60.000 desmovilizados que tiene el país, ingresan al aula para contar sus historias. Uno había combatido en las guerrillas de izquierda, los otros en las filas de los paramilitares de extrema derecha. Tras los testimonios, los estudiantes aplauden. Dos, tal vez tres, permanecen con sus brazos cruzados.
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María Alejandra llegó a Los Andes a cuestionar. A fin de cuentas es la quinta mejor universidad de Latinoamérica , según el ranking de QS. Ha graduado a un Presidente (César Gaviria Trujillo), varios directores del Departamento Nacional de Planeación; miembros de las juntas directivas de Ecopetrol, Isagen e ISA, las tres más grandes empresas públicas del sector energético; congresistas; magistrados; viceministros. Para poner una cifra más reciente: 35% del gabinete del primer gobierno de Juan Manuel Santos fue ‘uniandino’.
En Colombia no hay apoyo para las mujeres que trabajan y tienen hijos.
¿Cómo es la vida de una mujer que trabaja en la formación de los líderes de este país? Toda una paradoja. Es una profesional impecable y, sin embargo, está enfrentada a un conflicto personal inevitable: conciliar su carrera profesional con la maternidad, el gran dilema de la mujer moderna.
“La maternidad puede acabar con la carrera profesional de una mujer”, me diría José Rafael Toro, el vicerrector académico de la Universidad hasta finales de julio de 2014. Javier Yañez, decano de la Facultad de Administración en la que trabaja María Alejandra, está de acuerdo: “He notado la tensión que le genera (a María Alejandra) no poder estar con su hija. Le he dicho que considere el medio tiempo”. Es una encrucijada. María Alejandra está en la mitad.
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Quienes estudian el tema de género lo explican así: “El conflicto entre ser mujer y ser mamá es consecuencia de nuestra revolución; de querer construir el mundo junto con los hombres, pero sin abandonar el hogar. Esta ha sido una revolución que hemos hecho solas”, explicaría Florence Thomas, feminista, cofundadora del grupo Mujer y sociedad.
En Colombia no hay apoyo para las mujeres que trabajan y tienen hijos. En países del norte de Europa, como Finlandia, las licencias de maternidad pueden extenderse hasta dos años, con remuneración y garantías de volver al puesto de trabajo. En nuestro país, aunque fueron ampliadas en 2011 de 12 a 14 semanas, se instaura al menos una tutela al día por incumplimiento en el pago correspondiente. “Hay una brecha enorme entre las leyes y su ejecución”, precisa Thomas. Para ella, una sociedad sin mujeres trabajando vive una “democracia fracasada: nuestra democracia actual está sobre el papel. ¿Quién toma las grandes decisiones?”, esgrime.
La situación se agrava porque, además del legado cultural, la religión, la cultura centrada en el hombre, “hay demasiados problemas que resolver antes de atender a nuestras necesidades. Es muy grave que el país no entienda que somos la mitad de la población (51,2%, según el censo de 2005) y que cuando las mujeres de un país avanzan, el país avanza”, agregó.
Para Isabel Cristina Jaramillo, profesora Asociada de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes y quizás una de las personas que más sabe del tema en Colombia, “las políticas de conciliación de familia y trabajo son muy débiles. La Universidad de los Andes, por ejemplo, no tiene claro cuántas docentes son mamás”. Aparte de eso, el ordenamiento en la escala salarial de los profesores tiene requisitos estrictos atados a la productividad; hogar y familia son factores que la disminuyen necesariamente. Eso hace que las mujeres aplacen cada vez más el momento de tener hijos. “En la medida en que nos movamos hacia la internacionalización y la investigación en sentido estricto, los niveles van a ser mucho más exigentes. Eso puede ‘masculinizar’ la universidad o hacer que las mujeres, por su carrera profesional, decidan no tener familia”, añade Isabel Cristina.
El escritor francés Honoré de Balzac dijo que las costumbres modernas habían creado tres clases de personas: los ocupados, los intelectuales y los que no hacen nada. María Alejandra es de las primeras.
Es domingo, son las 4:30 p.m. María Alejandra tiene un esposo, una hija, una casa. La nevera parece de juguete. Es violeta, tiene flores. El comedor principal es como el de una casa de muñecas. Ella está pintando con su hija en el balcón. Suben al cuarto de la niña a jugar. Leen el cuento de Olivia en Venecia. Julieta, con apenas tres años, ya entiende de controles en aeropuertos, de góndolas y canales en Venecia. Bajan a la cocina. Los tres preparan pizza.
María Alejandra está inquieta porque la niña ha comido mucha ‘chatarra’. En la mesa Julieta le pide que cuente la historia de Elizabeth, una princesa que vence al dragón y salva a su príncipe.
– ¿El dragón es malo?–, pregunta Julieta.
– No, es un dragón.
María Alejandra trata de balancearlo todo. Es Libra, el signo del equilibrio, de lo justo, de los acuerdos.
Creció recorriendo el país con su familia. En vacaciones hacían viajes al Amazonas, a Tierradentro, a Caquetá, al mar. Iban de paseo a la finca que tenían en los llanos orientales. Conoce de cerca el conflicto. Floralba Lesmes, su mamá, me contó que el 23 de marzo de 1988 quedaron en medio de la balacera entre guerrilleros y ejército, cuando sucedió la primera ‘pesca milagrosa’, una modalidad de secuestro masivo. María Alejandra tenía 12 años. Su hermana Tatiana llevaba a su bebé de 2 años. Se agacharon dentro de la camioneta para cubrirse y su papá, Ancízar Vélez, abrió la puerta para acurrucarse en el pavimento. “Cuando terminó el enfrentamiento, revisamos la camioneta y una de las balas había impactado muy cerca de donde estaba mi esposo. Los del ejército nos informaron que se habían llevado varias personas hacia el monte. ¡Fue terrible!”, me dijo.
Una experiencia como esta explica por qué María Alejandra decidió trabajar en y por Colombia. “Siempre pensó en regresar (después de estudiar en los EE.UU.)”, me dijo Floralba. Junto a sus estudiantes, lleva el emprendimiento productivo a comunidades de pescadores y campesinos en zonas de conservación como el Pacífico, Providencia y La Guajira, que ayudan a mejorar su calidad de vida y la de su entorno natural. “Es una profesional profundamente sensible ante la situación del país que da, desde la academia, respuestas distintas, de valor”, aseguró el profesor Yáñez.
A sus estudiantes les parece muy pila. Dicen que les ha cambiado la forma de ver las cosas: tienen que leer mucho y opinar, los enfrenta a los compañeros que piensan distinto para que negocien. Los ha hecho cuestionarse sobre su actitud frente a la situación del país. Les ha mostrado esa ‘otra Colombia’ que antes de su clase no conocían. Hacer parte de soluciones reales y tangibles ha sido la mejor experiencia de vida para ellos. “No regala nota, pero tampoco niega oportunidades para recuperar o mejorar”, me dijo uno de ellos. “Es de esas profesoras que te envía de repente correos con textos que encontró y que le parecieron interesantes. Se nota que está muy conectada con su trabajo, aunque a veces quieres matarla porque te llena la bandeja de entrada. Uno llega a preguntarse ¿será que no tiene vida?”, me dijo otra.
La tiene. Pero desde chiquita fue muy exigente con ella misma y empezó a edificar ese vivir al 100%. María Alejandra fue la ‘muñequita’ de la casa. Sus hermanas le llevan 13 y 11 años. De sus días como deportista y bailarina de danza contemporánea le quedaron la disciplina y la exigencia. Estudió en el Colegio La Candelaria de Bogotá. Rumbera, alegre. La playa y el mar están conectados con las cosas más trascendentales en su vida. Además de sus proyectos con comunidades costeras, fue justamente en un campamento de verano, en unas playas de Ecuador, cuando conoció a Paula Hurtado, su amiga del alma. Le propusieron matrimonio en Palomino, donde se llevó a cabo la ceremonia y tiene, con su esposo, una casa que procura visitar con frecuencia en compañía de Julieta.
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No hay duda de que trabajar en una facultad predominantemente masculina, con colegas mucho mayores que ella, no ha sido fácil. “La veo dividida, cansada. Pero no me ha dicho nunca que quiera dejar todo tirado. Sin embargo noto que no tiene tiempo para ella entre el trabajo y la niña”, me contó Paula.
El escritor francés Honoré de Balzac dijo que las costumbres modernas habían creado tres clases de personas: los ocupados, los intelectuales y los que no hacen nada. María Alejandra es de las primeras. Da clases. Coordina el área de Gestión. Hace parte de la Red de Experimentos de Campo en Latinoamérica. Escribe artículos científicos. Viaja a encuentros internacionales. En 2013 se tomó un semestre sabático para ir la Universidad de Duke como profesora invitada. Apenas le queda tiempo para ser amiga, hija, esposa, mamá. Pero es tan exigente consigo misma que se obliga a cumplir en todo.
En su casa es 100% mamá. Se quita los zapatos, se tira al suelo, se ríe, cuida y también regaña. Pregunta a su hija por las cosas que le pasan en el colegio y en las clases de ballet. Sabe el nombre de los compañeros. La abraza, le da besos, le consiente el cabello. Le canta. A pesar de lo cansada que pueda estar, Julieta tiene el poder para sacarle una sonrisa. Es su proyecto más importante.