Su vida está tan planeada que ya anda en piloto automático. En cambio usa su genio en diseñar magnas estrategias para planear la vida de sus compatriotas. Luis Fernando Mejía, Subdirector Sectorial del Departamento Nacional de Planeación, es uno de los hombres que programa el futuro de Colombia.
Es Napoleón Bonaparte sobre un toro domado mirando desde una cumbre sus extensos territorios. Luis Fernando Mejía es un joven meritócrata, de 37 años, que a punta de primeros puestos se ha ganado la vista bogotana del piso 32 (el de las directivas) en el Departamento Nacional de Planeación (DNP).
“¡HOLA!— me saludó la pequeña Isabela de 5 años para luego anunciar un hecho claro —¡Mi papá es del gobierno!”
Pero entender el eslabón que ocupa Mejía en la enmarañada cadena gubernamental es bastante complejo.
El DNP es un edificio de 37 pisos cuyos trabajadores poseen trayectorias precoces y virtuosas, cerebros de nerdos y pensamiento workahólico. Y no es para menos, pues esta entidad es la encargada de fabricar el ADN de cada plan presidencial. Material genético con el que el gobierno incrusta sus acciones sobre toda Colombia.
La dirección está encabezada por Simón Gaviria, quien a su vez se soporta de dos grandes columnas: la subdirección territorial de Manuel Fernando Castro y la subdirección sectorial de Luis Fernando Mejía.
Como Napoleón, el genio militar y conquistador francés, la labor de Mejía consiste en coordinar tantos temas como hombres, armas e insumos puede haber en un ejército: el subsidio de agua potable, el cañón, las inversiones en la política transicional, la campaña de Italia de 1796, el uso efectivo del BigData, la expedición a Egipto, la fundación del Imperio, la expansión al este, la espada del SISBEN, la invasión a España, el código napoleónico y voilà: temas heterogéneos se acoplan en la marcha de su ejército y se conglomeran en una estratagema que luego expone frente a Simón Gaviria, el director. Y a grito de batalla y anuncio de trompetas, el director le da salida política.
—Se viste como un viejito, pero es jovencitico— dice un hombre en el ascensor. —Tiene cuerpo delgado y cara como de monedita— dice la señora de los tintos. —Es muy serio, inexpresivo— dicen muchos quienes le han visto merodear por el edificio. Pero sus asesores más cercanos concuerdan en una misma cosa: “Es muy seguro de sí mismo y casi nunca se equivoca”.
—Soy de los pocos economistas que ha tenido la gran oportunidad de trabajar en las tres instituciones económicas más importantes del país (Ministerio de hacienda, Banco de la República y DNP)— me dijo él mismo con esa inverosímil voz grave que parecía aumentarle los kilos que exageradamente posee de menos.
Allí, en el piso 32, hay dos salas de juntas: la de Simón y la de Luis Fernando. Todos los días, Luis Fernando se desplaza de sala a sala y de junta en junta en un andar previo al trote; el andar relámpago de workaholic. —No me sirve que me diga que va a funcionar si no me pone cifras— le dice a un asesor como quien señala un error táctico. —Avance que ese tema ya me lo sé— le dice a otro ostentando su radar. —Reúnase con Rafael Puyana que él tiene muy avanzado ese tema— comenta para propiciar un acuerdo bilateral.
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Mejía todavía recuerda el primer hito de su vida: en tercer grado ganó la mención al mejor estudiante del colegio distrital Externado Nacional Camilo Torres. El orgullo de su padre acompañado del llanto de su madre lo hicieron sentir tan bien, que eso de ocupar primeros puestos se convirtió en el Leitmotiv de su vida. Hoy a los 37, además de ocupar la subdirección del departamento, es el sexto economista en Colombia en ser citado en artículos y publicaciones económicas según RePEc (Research Papers in Economics) ¿Cómo no iba a ser un hombre seguro?
“Yo llegué acá por la combinación de un buen rendimiento académico y de una serie de oportunidades que se me han abierto. Pero sobre todo hay algo fundamental, el apoyo de mi familia. Me casé a los 22 años con Margareth y ella ha estado conmigo en todas las aventuras que hemos hecho”.
Para la fiesta de Halloween del DNP (la más famosa de las entidades gubernamentales), Margareth recorrió toda Bogotá en busca de una corbata blanca. Ese día Mejía trabajó hasta las 10. Entre 10 y 10.30, al interior de un carro que avanzaba por la Circunvalar, se puso su corbata blanca, un sombrero de copa y un tabaco en la boca, pasando de ser Napoleón a ser Al Capone. —Como todo el mundo le dice siempre que es bravo, se tomó en serio su papel— cuenta Dimitri Zanninovich, el director de Infraestructura.
Dos son las pasiones de este Al Capone: el fútbol y la tauromaquia. Ambas heredadas por su padre, el mismo hombre que lo bañó toda su vida con el bálsamo de la seguridad. —Es raro verlo nervioso— dice Margareth— excepto con Millonarios. Tal vez por eso le gusta tanto el fútbol, porque es de las pocas cosas que no puede controlar—
“Cuando él murió—, cuenta Luis Fernando recordando a su padre —y nuestra relación de padre e hijo concluyó, entendí por un momento por qué las personas creen que algo pasa después de la muerte”.
Quizá por eso jamás pierde un segundo de su tiempo. Su almuerzo usual consiste en Subway, McDonalds, Corral o de repente un Stroganoff de Crepes & Waffles que consume en su oficina mientras continúa trabajando. Casi siempre desayuna poco y por lo general lo mismo: una arepa con algo que se va comiendo de camino al trabajo. Aborrece siquiera la idea de “pensar” en qué quiere comer. Mucho menos piensa en cómo se va a vestir. Detrás de esas decisiones, que constituyen escapes cotidianos de tiempo, está Margareth.
Escribe con la mano izquierda sobre el papel y con la derecha sobre el tablero, con esa también maneja la raqueta Head, tiene un pie en la academia y otro en la política y ha estudiado a punta de becas. Apenas abre los ojos y pronuncia un “¡Uy no!” cuando la pequeña Isabela, impulsada por el amor hacia los animales, formula su deseo por ser veterinaria. Al Capone muestra cierta entonación cuando se refleja en ella. —¡Es muy competitiva!— me dice mientras la observa en su entrenamiento de tenis.
Cuando él juega al tenis, sonríe si hace puntos complicados. Pronuncia un “noooo” fusionado con dejes de carcajadas cuando los puntos se los hacen a él. Incluso se le salen los “¡Dios mío!” mientras mira al cielo pese a que Dios es una idea improbable en su mente cúbica y académica.
Las raíces de la reforma tributaria del 2012, la primera en 50 años de historia moderna de Colombia, brotaron cuando Luis Fernando apenas era un investigador junior del Banco de la República. Junto con Franz Hamann realizó una investigación académica “Formalizando la informalidad empresarial en Colombia” en la que dilucidó la monumental barrera de costos no salariales que impedían a una empresa pasar de la informalidad a la formalidad.
“Fue una gran coincidencia— dice Luis Fernando, quien a pesar de su metodismo, reconoce un sustrato de casualidad en su destino—cuando un par de años después, trabajando en el Ministerio de Hacienda, el ministro Mauricio Cárdenas me dijo que teníamos que solucionar el tema de la informalidad. Yo ya tenía todo un estudio hecho” Este documento, orbe de la psique de Mejía y Hamman, ha tenido impacto nacional.
“¿Sabías que la constitución colombiana está basada en el Código Napoleónico?— me preguntó. —Los estudios académicos permiten que uno pueda impactar al futuro” me dice aquel que considera que después de la muerte no hay absolutamente nada. Luis Fernando, el que se proyecta como futuro ministro de hacienda o de comercio y el que planea estrategias desde el piso 32 del DNP, sí cree en un más allá. Cree en la academia como su propio código napoleónico.