Los Pizarro. Una familia, tres generaciones y cien años de historia [PRÓLOGO]
Publicamos el prólogo de «Los Pizarro», el reciente libro del periodista holandés Robert-Jan Friele, que indaga en la saga familiar que atraviesa casi un siglo de la historia política y violenta de Colombia.
por
Robert-Jan Friele
periodista holandés
03.12.2025
Hacía ya un buen rato que las campanas de la parroquia de Guayatá habían dado las cuatro cuando los hijos de Margoth Leongómez de Pizarro empezaron a removerse intranquilos en los bancos de madera y a apartar los ojos del ataúd marrón oscuro colocado delante del altar para mirar a su alrededor.
¿Dónde se había metido el sacerdote?
Guayatá se encuentra en las entrañas de las tres cordilleras que atraviesan Colombia, en el departamento de Boyacá, conocido por la devoción y la cerrazón de sus habitantes. Allí, la misa dominical constituye desde tiempos inmemoriales el puntal de la semana y, desde la plaza principal, la gran iglesia blanca con sus pilares amarillos sigue descollando como siempre sobre los demás edificios. Solo el letrero que hay junto a la entrada delata la apertura a cierta modernidad: «Dios te llama, pero no por celular. Favor apagarlo».
«¿Quién no ha querido a veces rebelarse contra lo que vive?»: Robert-Jan Friele
Entrevista con el periodista holandés a propósito de la reciente publicación de su libro «Los Pizarro», la historia de una familia que atraviesa la política y la guerra en el país.
Aquel lunes, en la plaza cuadrangular con palmas delante de la parroquia, la bandera colgaba a media asta por orden del alcalde, que había decretado un día de luto nada más fallecer Margoth. Para no ser menos, el concejo municipal puso a disposición su salón de actos como cámara ardiente para la ilustre vecina del pueblo de cinco mil habitantes. Unas grandes velas flanqueaban el ataúd, mientras que, desde las sillas que se encontraban alrededor, decenas de vecinos se despedían de ella antes de que empezara la misa. Después, su única hija y sus nietas habían cargado el ataúd hacia la iglesia. Ahora, en el primer banco los tres hijos de Margoth —Juan Antonio, Eduardo y Nina— esperaban al párroco. Junto a ellos se encontraban las esposas, los ex, los nietos y los primos. En los bancos de detrás se oía el murmullo de amigos, vecinos, antiguos empleados, un exgeneral de la república y un par de exguerrilleros. Todos atesoraban recuerdos de su madre, abuela, Margie, doña Margoth, Mrs. Pizarro, y quien consiguiera capturar todos esos recuerdos podría escribir la historia de todo un país. Y eso era justo lo que yo me proponía hacer.
El desencadenante fue un viejo artículo de la revista Gente sobre su hijo Eduardo que encontré por casualidad mientras preparaba una entrevista con él, con motivo del proceso de paz que habían iniciado el Gobierno colombiano y las Farc. Gracias a mis años como corresponsal en el país, sabía que Eduardo, en aquel momento embajador en La Haya, era el experto por excelencia en este ámbito. El titular del artículo rezaba así: «Soy hijo de un almirante, hermano de dos guerrilleros asesinados, mi hermana perteneció al M-i9 y mi otro hermano y yo fuimos comunistas». Enseguida, en mi cabeza todo empezó a encajar. Si el Gobierno y las Farc alcanzaban un acuerdo, se apagaría un conflicto que había «nacido en las entrañas de la Guerra Fría» (como diría Eduardo en uno de sus libros). Un conflicto que se había prolongado durante cincuenta años y que incluso había sobrevivido largo tiempo a la caída del Muro, por la despiadada manera en que la élite se aferraba al poder y por la tozudez con la que la guerrilla seguía considerando que las armas eran la única forma de imponer un cambio. Los ingresos procedentes del tráfico de cocaína hacían el resto. Cuando las partes se sentaron a negociar, la perspectiva de paz provocó todo tipo de especulaciones sobre el desarrollo de la democracia y el crecimiento económico (entre un dos y tres por ciento adicionales al año). En resumidas cuentas, una nación de cuarenta y ocho millones de habitantes estaba preparada para el Gran Momento Colombiano. No había mejor oportunidad para repasar todos los elementos de la historia e intentar comprender qué le había pasado a Colombia en las décadas anteriores, en las que ocho millones de personas fueron víctimas del conflicto, entre desplazados, heridos, supervivientes y más de doscientos mil muertos. Como tampoco había una mejor manera de hacerlo que a través de los Pizarro. Su historia se leía como una parábola de todo el país.
En 2010 me había mudado a Colombia por una sencilla razón: nunca había oído a nadie que hubiese viajado hasta allí hablar mal del país. Las historias sobre la belleza de la naturaleza y la amabilidad de sus gentes contrastaban tanto con la reputación de Colombia que mi curiosidad por el país no había hecho más que aumentar. No tardé en sumarme a los que, con cualquier pretexto, hablaban maravillas de Colombia. Fue en Colombia y en ningún otro lugar del mundo donde me emocioné por primera vez cuando contemplé un paisaje; donde recibí aplausos de un taxista cuando le conté que iba a establecerme allí; donde a lo largo del día el sonido de las voces me acariciaba los oídos en tiendas, restaurantes o gasolineras; y donde encontré una población con una enorme energía para hacer algo de la vida, con la omnipresente música como combustible adicional. «Colombia, el riesgo es que te quieras quedar», repetía un anuncio publicitario que se emitía durante mi primera visita. Pocas veces ha sido tan cierto un eslogan turístico. Al mismo tiempo, no tardé en descubrir que Bogotá estaba plagada de ONG y proyectos que incorporaban la palabra «paz» en su nombre. Ideas para la paz, iniciativas para la paz, laboratorios para la paz. Y es que había buenas razones para ello. A medida que avanzaba mi estancia en Colombia, fui oyendo más y más historias que arrojaban una sombra sobre el paraíso que creía haber encontrado. Durante un almuerzo, una mujer me contó que su padre había sido secuestrado por guerrilleros de las Farc. Una noche, un amigo me habló del padre de aquel otro amigo: asesinado porque representaba a campesinos que habían sido expulsados de sus tierras. En casa, la señora de la limpieza me contó de su hermano, muerto a tiros por los paramilitares. De camino a un fin de semana en una finca, una amiga me habló de aquella vez que su padre, director de una fábrica, recibió una llamada de alguien que decía representar a un grupo armado y que le exigía plata. En los años siguientes, leí libro tras libro e informe tras informe, y viajé por todo lo ancho y largo de Colombia. A veces, el paraíso resultaba ser un infierno y las personas más amables demostraban periódicamente ser capaces de una violencia impensable.
Durante mucho tiempo, nada apuntaba a que la violencia también arrastraría a la familia de Margoth. Ella había nacido casi un siglo antes, en un momento en que el país miraba al futuro con esperanza. Su padre era un coronel que había sido edecán de tres presidentes. Margoth contrajo matrimonio con un futuro almirante y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. ¿Qué podía pasarle a ella? Lo que le pasó fue Colombia. Ese país en el que, en palabras del escritor Alonso Sánchez Baute, «cargamos profundo un diablillo que nos conduce todo el tiempo hasta la muerte, al tiempo que somos fiesta, alegría y carnaval». Colombia fue asimismo el motivo por el cual el funeral de Margoth se celebró en Guayatá. Hubiese sido demasiado complicado llevar el ataúd al sur hasta Cali, la ciudad donde treinta y cinco años antes había sido enterrado el Almirante. Por otro lado, una ceremonia religiosa en Bogotá, donde había pasado la mayor parte de su vida, conllevaba el riesgo de que los medios de comunicación se enteraran de su muerte y resucitaran viejas historias que sus hijos preferían no desenterrar. En cambio, aquí, en este pueblo escondido en un rincón del valle de Tenza, no tenían de qué preocuparse. Pero ¿dónde demonios se había metido el sacerdote? Por mucho que Colombia sea un país de alegre improvisación, en torno a los muertos reina la seriedad. Al menos en Boyacá. Entre los que esperaban sentados en los bancos de la iglesia, incluso Teresa —hermana de la fallecida, aquejada de demencia— se daba perfectamente cuenta de que la ausencia del párroco a la hora anunciada de inicio del funeral constituía una grave infracción del protocolo. Nina, la hija de Margoth, se fue a ver qué pasaba.
Hasta su época estudiantil, los cinco hijos de Margoth no se apartaron del recto camino. Asistieron a escuelas privadas dirigidas por jesuitas, frecuentaron el club San Fernando de Cali y optaron por estudiar Derecho en el centro más prestigioso del país, la Pontificia Universidad Javeriana. En casa, Margoth no se cansaba de repetirles que debían apuntar alto. Ser líderes. Tal vez incluso llegar a presidente. A fin de cuentas, eso era lo que dictaba la tradición familiar. Sin embargo, de pronto, los Pizarro rompieron de forma radical con sus orígenes. Sucedió a finales de la década de los sesenta y «the times, they were a-changin». En algún lugar leí que su generación abandonó la fe en Dios por la fe en las personas. Esas personas iban a llevar el cambio a Colombia. Un país que era administrado por un puñado de familias —con nombres como Restrepo, Santos, López, Lleras o Turbay— como si fuera su finca. El cambio se convirtió en revolución, la revolución en guerra, la guerra en guerra sucia. En lugar de visitar a sus hijos en el palacio presidencial, Margoth tuvo que hacerlo en la penitenciaría de La Picota, la mayor cárcel de Bogotá. Y en lugar de una guardia de honor, a sus hijos les esperaba la sala de torturas. En los años más oscuros, ella misma tuvo que residir algún tiempo en París, como refugiada política huyendo de las decisiones de sus propios descendientes.
Eso sí, los Pizarro se forjarían un nombre. A fin de cuentas, también se podía llegar a líder de la revolución. Carlos, su Charly Boy, se convirtió en comandante general de su movimiento guerrillero y, en 1990, fue el primer líder rebelde que firmó la paz y puso patas arriba al país en una campaña política que duró cuarenta y cinco días. Cuando el palacio presidencial parecía estar al alcance de su mano, se evidenció que Colombia en el fondo no había cambiado: un sicario vació el cargador de su metralleta sobre él, para más inri, en un avión en pleno vuelo. Aunque el que yacía en el ataúd de madera ante el altar de Guayatá era el cuerpo de Margoth, una parte de los presentes en el templo acudieron por Carlos. El antiguo compañero de departamento, el exguerrillero, el intelectual que lo había ayudado con su programa electoral: casi todas las personas con las que hablé sobre él acababan quedándose en silencio en algún momento, para cerrar los ojos y llorar discretamente, asombrándose en ocasiones de lo mucho que lo echaban de menos tres décadas después de su muerte. Carlos les había llegado al corazón con su carisma, su calidez y su coraje, y la madre que siempre había estado allí, apoyándolo, se merecía recibir todo el respeto en su último adiós.
Sin embargo, una guerra no solo produce héroes. Margoth también fue madre de Hernando, en cuyo historial figuraba la masacre de más de ciento cincuenta personas en Tacueyó, a finales de 1985. Eso sí: en nombre de la revolución. ¿Qué le había pasado al menor de sus hijos que antes de aquello parecía predestinado a entretener al mundo con historias y teatro? Tras la masacre, nadie de la familia se atrevió a preguntárselo. Decían que, desde entonces, Hernando se había quedado apergaminado, que desde Tacueyó era un muerto viviente. Aquel día en la iglesia, nadie lo mentaría y el único que se atrevió a hablar de él fue su primogénito Jacobo cuando preguntó a uno de los presentes: «Usted conoció a mi padre Hernando, ¿verdad? ¿Y sabe quién lo asesinó?».
Durante todos aquellos años, Margoth escondió su dolor tras una preciosa sonrisa. Cuestión de disciplina. ¿Qué otra cosa podía hacer? Los revolucionarios —también su hija Nina se había unido a la guerrilla— consideraban que podían combinar su lucha con tener hijos. No obstante, fue Margoth la que se ocupó de la educación de esos hijos mientras ellos estaban presos, mientras recibían adiestramiento militar en Cuba o atravesaban las montañas con el fusil sobre el hombro. Con tres nietos en casa, Margoth no tenía tiempo para estar triste. Más tarde, cuando aterrizó en Guayatá para disfrutar del descanso y de la eterna primavera, optó por olvidar. Le quedaban suficientes cosas de las que sentirse orgullosa. Juan Antonio y su hermosa carrera de empresario, Eduardo el embajador, el honor póstumo que le concedieron a Carlos y sus nietos, todos ellos brillantes. Eso la hacía la mujer más feliz del mundo, y sonreír era su forma de sobrevivir. Al final acabó olvidando de verdad. Su radiante mirada se había apagado y apenas quedaba rastro de su sonrisa. Tras casi noventa años intensos, la vida se le había agotado.
Nina encontró al sacerdote detrás de la iglesia. Estaba tomándose un trago con un conocido y se había olvidado por completo del funeral. «Padre, ¿viene?», preguntó Nina. Ya eran casi las cuatro y media y si no celebraban rápido la ceremonia tendrían que enterrar a Margoth en la oscuridad. Mientras el párroco subía con cuidado hasta el púlpito, los murmullos cesaron. Sus palabras resultaron ser tan insustanciales que más tarde nadie fue capaz de reproducirlas. En cambio, la intervención de Teresa perduró en la memoria.
«Quiero decir algo también», soltó la hermana de Margoth y, antes de que el resto de la familia hubiera tenido tiempo de considerar si era sensato dar la palabra a una anciana con alzhéimer durante un funeral, ella se plantó delante del altar, junto al ataúd de su hermana. Con el mismo resplandor en el rostro que el que había tenido Margoth, agradeció a todos los presentes su asistencia. Alzó las manos como una estrella del pop al final de un buen concierto.
«¡Los amo a todos!». Fue un bis muy adecuado para una mujer que a pesar de todo solo había estado una vez al borde del precipicio. Y también en esa ocasión salió airosa, haciendo gala de la energía con la que abrazaba la vida. De pie junto al ataúd de su hermana, Teresa saludó una vez más. Seis hombres agarraron el ataúd por las asas negras y abandonaron la iglesia por el pasillo central, descendieron por la escalinata y dieron la vuelta a la plaza en sentido contrario a las agujas del reloj. Después pusieron rumbo al camposanto, bajando por la pendiente pronunciada como un tobogán.
Yo llegué demasiado tarde. Para el funeral, se entiende. Puesto que para la historia llegué justo a tiempo, pues Margoth no hubiera permitido que se escarbara en el pasado. Y sus hijos le habrían hecho caso a ella, la matriarca. A alguien que ha sobrevivido a la vida olvidando tres de sus décadas no se le molesta preguntándole justo por esos años. En cambio, tras la muerte de Margoth, ellos podían hablar con libertad. Y no solo ellos. Sus hijos, sus primos, sus antiguos vecinos, viejos revolucionarios, testigos de la masacre de Tacueyó: en todas partes se fueron abriendo puertas que habían permanecido cerradas durante aquellas décadas. Y con el paso del tiempo lo vi: la parábola de los Pizarro y su país hablaba de un sueño. No de esos que ya has olvidado nada más despertarte, como si se evaporaran al abrir los ojos, sino uno que podías tocar, que podías hacer tuyo, uno que podías ser. Los Pizarro, y miles de colombianos de su generación, no solo creían en ese sueño, sino que empezaron a vivirlo. A veces cambiaron tanto para lograrlo que se volvieron irreconocibles, y con ellos su país.