Después de que Guillermo Botero renunció a su cargo como Ministro de Defensa, el Gobierno y el uribismo han insistido en sostener la tesis de que el Ejército actuó de acuerdo a las leyes de la guerra, el Derecho Internacional Humanitario (DIH). Y han querido responsabilizar del hecho únicamente al actor armado que reclutó forzosamente a los niños y niñas que perdieron la vida. Nadie niega que la responsabilidad del reclutamiento reposa en los reclutadores. Pero tampoco podemos negar que el Estado tiene la responsabilidad y el deber de proteger a los niños, las niñas y adolescentes que tienen una condición de especial vulnerabilidad en el marco de un conflicto armado.
En un escenario de conflicto armado, los niños y niñas son los más vulnerables. Precisamente por su edad, por sus desarrollos psicoemocionales y físicos, están más prestos a atender ciertas dinámicas, costumbres o situaciones en sus comunidades. Ellos normalizan la presencia de los actores armados, ven con fascinación el poder que generan las armas y el control que estos grupos ejercen sobre las poblaciones. Los grupos ni siquiera lo tienen que decir: el poder de sus acciones es palpable, reconocible.
A esto se suma la falta de oportunidades para los niños y niñas en sus territorios, una situación que repercute en las motivaciones que los pueden llevar a irse para la guerra. Los grupos armados no sólo los presionan y los obligan a vincularse ante la posibilidad de poner en riesgo a sus familias. Incluso, hablando con ellos, sabemos que muchos niños y niñas se van porque así son una carga menos para su familia, sobre todo en familias muy grandes donde no hay ni siquiera la alimentación básica para sobrevivir.
El reclutamiento también tiene que ver con las ventajas militares que ofrecen los niños para quienes los reclutan forzosamente. Es triste decirlo, pero por ejemplo, las manos pequeñas de los niños facilitan poner minas en los territorios. Además, son más ágiles, se les puede pagar menos y pueden pasar más desapercibidos en una comunidad que los adultos. A veces, también, es más fácil someterlos a realizar conductas horribles en el marco de la guerra.
Llama la atención que un Gobierno que ha defendido la tesis de que en Colombia no hay un conflicto armado ahora reivindique los principios del DIH para defender acciones bélicas en el marco de la confrontación armada.
Por eso, las responsabilidades de las disidencias y del Estado son diferentes: una es el reclutamiento y, otra, la responsabilidad de tener la fuerza letal del Estado. Haber decidido bombardear, a pesar de los reportes previos que daban cuenta de la posibilidad de tener menores de edad reclutados, demuestra la falla en el deber de protección a esos niños y niñas por parte del Estado.
Tampoco se pueden equiparar las responsabilidades de los actores armados ilegales y las del Estado. El Estado tiene una posición de garante, no sólo frente a las reglas de la guerra sino con la protección, defensa y garantía de los derechos humanos de todos los ciudadanos, deberes que están vigentes tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Si no, ¿cuál sería la diferencia entre el Estado y las disidencias?
El Estado debió haber agotado previamente otras medidas para evitar que los niños y las niñas terminaran como terminaron. Debió tomar, en primer lugar, medidas preventivas frente al reclutamiento: buscar una salida negociada con los actores armados o un acuerdo humanitario para que los niños salieran de los grupos, o fortalecer la respuesta institucional con perspectiva de derechos a nivel municipal para ofrecer otras oportunidades a estos niños y niñas. Lamentablemente, este Gobierno no tiene la voluntad política para buscar este tipo de salidas. La respuesta institucional frente a casos concretos sigue siendo pobre, y los niños y las niñas siguen siendo reclutados forzosamente por los actores armados.
También el Estado pudo haber tomado otras medidas en términos militares. Estrategias de persuasión o de confrontación más controlada. El bombardeo es la medida más fuerte, más drástica, excepcional y definitiva.
Algunas personas cercanas al Gobierno han dicho que un niño en un campamento de una disidencia es un combatiente y por lo tanto, es legal que el Estado los persiga. La discusión, sin embargo, tiene que ver con que un niño, antes que combatiente, es una víctima de reclutamiento. Eso no puede pasar inadvertido. El reclutamiento ilícito es un delito que siempre será ilegal y que nunca podrá ser voluntario, así el niño haya expresado la decisión de unirse al grupo. Ellos no tienen la responsabilidad de estar en ese grupo armado. Entonces, aunque pueda ser legal bajo determinados supuestos, no es legítimo atacarlos. El DIH también contiene el principio de proporcionalidad: si dentro del enemigo hay niños y niñas, se debe pensar cuáles son las medidas proporcionales para confrontarlos. Eso llama a que se agoten otras medidas de manera previa, y que la última acción sea la letal. Todas las acciones que se dan en la guerra tienen limitaciones.
Llama la atención, en todo caso, que un Gobierno que ha defendido la tesis de que en Colombia no hay un conflicto armado, cuando se trata la protección de las víctimas y el reconocimiento de sus necesidades, ahora reivindique los principios del DIH para defender acciones bélicas en el marco de la confrontación armada. Hacemos un llamado a la coherencia. Si hablamos de DIH, hablamos de que la confrontación armada en Colombia se mantiene. Y la respuesta del Estado, en todos los niveles, debe ser consecuente.
Sobre todo porque esta no es la primera vez que se da un bombardeo que afecta la vida de niños y niñas reclutados forzosamente. Nosotros, en la Coalición contra la vinculación de niños, niñas y jóvenes al conflicto armado en Colombia, Coalico, hemos identificado al menos tres situaciones similares.
El asunto es que estos casos se registran como operaciones militares exitosas aunque detrás haya casos de niños y niñas que fallecen y que en muchas ocasiones ni siquiera se puede determinar cuántos ni quiénes fueron.
El primero ocurrió en 2010 la vereda Las Lomas, municipio de San Miguel, en el departamento del Putumayo. Allí, el Ejército bombardeó la zona rural de la vereda donde, según reportó la misma comunidad, se estaba dando una reunión del frente 48 de las Farc. En gran medida, quienes estaban allí eran niños y niñas. Cuando se hizo la visita de verificación en la zona fue imposible identificar cuántos niños eran por dos razones: primero, el estado de desmembramiento en el que se encontraron los cuerpos y segundo, porque muchos de los sobrevivientes huyeron al otro lado de la frontera por el río Putumayo. Los medios, desafortunadamente, no cubrieron esa noticia. Cubrieron, en cambio, que tras el bombardeo se dieron de baja a varios guerrilleros y que el Ejército recuperó a cuatro menores de edad que quedaron heridos y fueron trasladados a hospitales del departamento. Aun así, sabemos que allí murieron varias decenas de niños.
El segundo ocurrió en el 2011 en el norte del Cauca. Allí, el bombardeo afectó a zonas rurales de territorios indígenas y se reportó el fallecimiento de, al menos, una decena de niñas y niños que habían sido reclutados por el actor armado que operaba en esa zona.
El último del que tenemos registro ocurrió en enero del 2018 en zona rural del municipio de Litoral de San Juan, en la costa pacífica chocoana. Allí, tras el bombardeo, una niña de 16 años terminó mutilada. Era una niña indígena que fue remitida a un hospital de Buenaventura donde finalmente murió por falta de atención y respuesta. A partir de su caso nos dimos cuenta de que esa misma familia había sido afectada por una situación similar, cinco años antes, en la que murió su hermana.
El asunto es que estos casos se registran como operaciones militares exitosas aunque detrás haya casos de niños y niñas que fallecen y que en muchas ocasiones ni siquiera se puede determinar cuántos ni quiénes fueron.
La realidad es que los grupos armados ilegales siguen reclutando niños y niñas. Por eso, debemos llamar la atención del Estado para que tome otros caminos antes de decidirse a usar la fuerza letal. Porque aunque la dinámica del conflicto haga parte de la vida de los niños, niñas y adolescentes del país, aunque la presencia de los grupos armados se haya vuelto paisaje en muchos territorios, no se puede olvidar que estas situaciones no son normales. Nada justifica que los niños terminen en la guerra. Sacarlos de allí no sólo es complejo, costoso y toma mucho tiempo para lograr un proceso exitoso. La alternativa de no protegerlos es dejarlos morir y que se conviertan en una oportunidad perdida para sus comunidades y nuestra sociedad.