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Los fantasmas del HK 1803

En 1989, John Gregory murió cuando una bomba hizo explotar el vuelo 203 de Avianca en el aire. Veinticinco años después su nieta reconstruye el rompecabezas del dolor de su familia.

por

Valeria Parra Gregory


21.08.2015

Foto: cortesía El Espectador

A los veinte años conocí a una de mis tías. Supuse que no era algo muy extraño en una familia que siempre había sido distante. Mis primos y yo sabíamos de esa niña a quien nuestra abuela materna no quiso aceptar en la vida de sus hijos pues representaba el final del amor que John Gregory, mi abuelo, le tuvo alguna vez. Y aunque supimos de ella, nunca preguntamos por su paradero, nunca tuvimos curiosidad. Fue ella quien buscó a mi hermana, a dos de mis primos y a mí para conocernos en un viaje que haría a Bogotá.

Esa noche llegamos puntuales a un café en el noroccidente de la ciudad. Juliana, medio hermana de mi mamá, es una joven alta, rubia y de cabello corto que no deja de sonreír.

– ¿Ustedes qué hacen? ¿Dónde viven? ¿Qué estudian? ¿Cuántos años tienen?

Fue una charla que empezó formal pero que después de algunas horas se tornó cálida. Como si nos conociéramos desde siempre. Aunque ella no sabía nada de nosotros, ni nosotros de ella, los cuatro compartíamos la certeza de que la muerte nos había arrebatado al hombre más importante de nuestras vidas. Y digo el más importante, porque aunque no lo conocí, estoy segura que si él no hubiese fallecido ese 27 de noviembre de 1989, hoy nuestra familia sería distinta.

 

Por última vez

Eran las 5:30 de la mañana. John Gregory iba para el aeropuerto, nervioso como siempre. Odiaba viajar en avión, pero su trabajo lo obligaba a regresar a Cali ese lunes. Había estudiado derecho en la Universidad Libre y por esos días trabajaba con la Agencia Internacional para el Desarrollo (USAID, por sus siglas en inglés). Dirigía el Programa de Desarrollo Rural Integral (DRI) en el Valle, por lo que tenía que viajar constantemente a esta ciudad. Sería un viaje de un poco más de 30 minutos.

Dos días antes de partir, este hombre de 46 años –que aparentaba 50 o más– había invitado a cenar a sus cinco hijos. Se reunieron en la casa de Viviana, una de ellos. Luego de comer, se sentaron en una pequeña sala al lado de la ventana. «Mi papá estaba triste, como nostálgico y como algo decepcionado de la vida, su vida, se sentía acaso algo fracasado. Igual, sin orgullo, trataba de no demostrarlo tanto, sólo prudencia y madurez», dice Viviana.

Ese día comieron, rieron, se abrazaron y estuvieron, por última vez, como familia.

Ellos dicen que su papá tuvo un presentimiento. Pero él no creía en Dios. Era ateo, confiado en la ciencia y los hechos. Tal vez por eso, días antes, había comprado dos pirámides además de las que ya adornaban su casa. Una la puso en su cuarto y la otra se la dio a Francy, su esposa.

– Llévala siempre. Es para la buena suerte y la protección.

 

Las Estrellas

Como si todos hubieran decidido olvidarlo, ni en la casa de mi abuela, ni en la de mis tíos, ni mucho menos en la mía, había exhibido algún portarretrato con la foto de John Gregory. Pero para sorpresa de Viviana, una de sus hijas, y luego para mí, entre las cosas olvidadas, muchas intencionalmente, apareció una grabadora con casete adentro. Al reproducirla, la voz grave y pausada del abuelo John se volvió a escuchar después de 24 años declamando un fragmento del libro Las Estrellas de Edgar Morin:

Al fin y al cabo, en las sociedades burocratizadas y aburguesadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es este: vida quiere decir arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad.

– Lo grabó pocos días antes del accidente.

– ¿Cómo sabes? Eso no tiene fecha.

– Además de hablar de la muerte, habla de ella. Le promete que pronto viajará a verla a Cali. Que por favor lo espere.

Cuando hablaba de “ella”, mi tía Viviana se refería a la amante de mi abuelo.

– Se sentía solo porque su relación no funcionaba bien y en ese momento se había vuelto a enamorar. Él no contaba eso pero daba pistas.

Así que no solo el trabajo lo obligó a subirse en esos aparatos que tanto lo atemorizaban. El amor era una motivación mayor. Estaba casado y ya se había divorciado una vez. Pero en esta ocasión viajaría también a ver a su amante, cuya identidad hoy sigue siendo desconocida.

Según dicen sus hijos, él decidió después de los 30 recuperar los años de juventud que había cambiado por una esposa mayor que él y cuatro niños. Así que John se convirtió en un Don Juan, un hombre bohemio que se reunía con sus amigos, muchos de su universidad, para beber un trago de ron o vodka y charlar sobre historia, economía, cine y política. Pero también, vivir esos años perdidos significó para sus primeros cuatro hijos, que él se fuera de la casa para formar una nueva familia con Francy en la que nació Juliana, su última niña.

 

¡Juego mi vida!

¡Bien poco valía!

¡La llevo perdida, sin remedio!

 

Así continúa la grabación que pareciera anunciar su muerte con este poema de León de Greiff.

 

Silla 14-F

Sea cual fuese la razón, John estaba listo para salir. Normalmente, sólo bebía jugo de naranja, pero esa mañana decidió desayunar.

– Récele a su Dios por mí–, le dijo a Francy, su esposa, antes de salir.

Al llegar al Puente Aéreo John se dirigió al personal de Avianca para registrarse y abordar el primer vuelo hacia Cali. Pero había llegado tarde por lo que no lo dejaron ingresar, así que luego de insistir le entregaron un pasabordo para tomar el vuelo 203 que partiría a las 7 de la mañana.

A ese mismo lugar se había dirigido días antes un hombre que se hizo llamar Alberto Prieto, quien compró dos tiquetes para viajar a Cali. Sin embargo, ese día no abordó el avión, pero se aseguró de que la silla 14-F quedara registrada a nombre de su acompañante, Julio Santodomingo, a quién le habían pagado por encender una grabadora cuando el avión estuviese en el aire.

John, Julio y 105 pasajeros más, incluida la tripulación, abordaron el avión. El capitán José Ignacio Ossa recibió el libro de mantenimiento y corroboró que la nave estaba en perfectas condiciones, de acuerdo con el informe de los técnicos que la habían revisado la noche anterior. Se sentó al lado izquierdo de la cabina, junto a Fernando Pizarro, el copiloto. Con ellos también iba el ingeniero de vuelo Jairo Castiblanco.

A las 7 horas y 13 minutos el avión se impulsó a una velocidad de 200 kilómetros por hora y despegó. Dos minutos después, Ossa se comunicó con tierra para confirmar el estado del tiempo e informó que volvería a hacerlo cuando estuviera en Girardot. A las 7:19 de la mañana, mientras la aeronave sobrevolaba la finca Las Canoas, en la vereda El Charquito, al sur de la ciudad, Santodomingo, en la silla 14-F, abrió su maleta, sacó el dispositivo que le habían entregado y oprimió el botón. El Boeing 727, de matrícula HK 1803, explotó en el aire.

El primer estallido incendió la parte trasera del avión y el ala derecha. Cinco segundos después, una segunda explosión, esta vez más fuerte, hizo volar en pedazos el avión y sus pasajeros.

 

El Espectador, martes 28 de noviembre de 1989

 

La ruptura

A pesar de que prometimos que lo haríamos, a Juliana no la volví a ver mientras estuvo en la ciudad. Las cosas continuaron como siempre. Incluso, como siempre, al pasar por esa casa en Quinta Paredes, mi madrina de bautizo, a quien mi abuelo llamaba la pequeña, repetía:

– Ahí vivía tu abuelo.

Parece que siempre olvidara que ya me lo dijo y con la misma naturalidad continúa:

– Todo sería diferente si él aún estuviera vivo. Adriana era su niña adorada, la más inteligente, pero ella no pudo con su muerte y eso fue lo que la puso mal. Cuando fueron a reconocer el cuerpo, a pesar de estar en buenas condiciones, o más bien, reconocible, ella se negaba a aceptar que ese cadáver fuera el de su padre.

Cómo si fragmentos de aquella explosión me hubiesen alcanzado a mi también, aquel día quedé condenada a crecer sin mamá. Nada más que la muerte de mi abuelo puede explicar la depresión que la embargó y la hizo perder la cordura. Esa cordura que recupera intermitentemente, pero esa tristeza que no la abandona nunca, que la llevaron a tomar algunas decisiones no bien recibidas por muchos. No volvió a la universidad; engañó a su novio de toda la vida; conoció a mi padre, tuvieron dos hijas y luego se marchó.

Aunque mis tíos Viviana, Clemencia y Alejandro ya eran adultos y hace años no vivían con mi abuelo, su muerte significó la ruptura del lazo más fuerte que los unía. Como si se tratara de un pacto cada uno decidió hacerse más independiente, tal vez más egoísta, y con los años perdieron casi completamente la comunicación.

La distancia y la diferencia, y ahora la indiferencia, ha reinado mucho más entre hermanos y cada vez es peor en esta familia. Los conflictos, las rivalidades por los afectos, todo eso que viven las familias, quedó sin resolver y cada vez es más difícil abordarlo.

Juliana, con tan solo cuatro años, también tuvo que vivir con las consecuencias de esa trágica muerte. Su madre, Francy, tuvo que criarla soltera y en Colombia es difícil sacar una familia adelante. Por eso viajaron a Estados Unidos en busca de oportunidades para tener una vida mejor. Esto la alejó por completo de sus hermanos y el resto de la familia de su padre.

 

«Era un avión»

Antes que las autoridades, los medios empezaron a difundir lo sucedido. Primero se pensó que era una avioneta. Sin embargo, un habitante del barrio El Lucero llamó a una emisora y dijo que «era un avión de Avianca», pero cortaron la transmisión. En el aeropuerto, la torre de control dijo que no había ningún avión sobrevolando la zona, pero un helicóptero de la Fuerza Aérea Colombiana encontró los restos de la nave. Minutos más tarde, el Departamento Administrativo de Aeronáutica Civil confirmó que el avión que cubría la ruta Bogotá-Cali no se había reportado.

Hacia las 7:45 de la mañana llegaron unidades de policía de Soacha e intentaron acordonar la zona. Luego llegaron los agentes de la Dirección de Policía Judicial e Investigación (DIJIN), miembros de la Defensa Civil, bomberos, hombres del Grupo de Explosivos F2 Bogotá, miembros de la Policía de Cundinamarca y voluntarios de la Cruz Roja. Pero los maleantes ya se habían adelantado. Como aves de carroña se habían llevado lo que quedaba de los pasajeros y el equipaje en ese diámetro de 5 kilómetros, donde cuerpos desnudos e irreconocibles se mezclaban con las latas calcinadas y retorcidas de la aeronave.

Eran ellos, los narcotraficantes, quienes tenían el control

 

1989

El asesinato en 1984 del entonces Ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla y la creación del Movimiento Muerte a Secuestradores (MAS) recrudecieron el conflicto colombiano durante finales de los años ochenta y principios de los noventa. 1989 fue un año particularmente trágico en el que los carteles de la droga y los paramilitares tenían intimidada a la población y habían permeado varias instituciones del Estado.

En enero de ese año, una comisión de jueces fue asesinada en el corregimiento de La Rochela, a manos de unos 20 paramilitares liderados por Alonso de Jesús Baquero. El 27 de febrero, el líder de izquierda Teófilo Forero murió junto con su esposa luego de ser atacado por un grupo de sicarios. Cuatro días después, su colega José Antequera corrió con la misma suerte mientras esperaba un vuelo hacia Barranquilla en el Aeropuerto El Dorado. Los meses siguientes no dieron tregua. En abril fue atacado el exgobernador de Boyacá, Álvaro González Santana, esta vez como una forma de intimidar a su hija la juez Marta Lucía González, quien había ordenado la captura de Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha, Fidel Castaño Gil y algunos funcionarios públicos vinculados a una serie de asesinatos en la región del Urabá antioqueño. El martes 4 de julio, el estallido de una camioneta en Medellín le arrebató la vida al gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur. A finales de ese mismo mes, el Cartel de Medellín ordenó el asesinato de la juez Maria Helena Díaz tras haber ordenado la detención de Escobar Gaviria y Rodríguez Gacha.

A pesar de la crudeza de todos estos actos, el asesinato del candidato presidencial Luis Carlos Galán (18 de agosto) en frente de unas siete mil personas en la plaza principal de Soacha y la bomba que destruiría las instalaciones de El Espectador (2 de septiembre), marcaron la memoria de los colombianos y dejaron claro que eran ellos, los narcotraficantes, quienes tenían el control.

Galán, quien lideraba el movimiento Nuevo Liberalismo, representaba la esperanza para muchos colombianos y su lucha a favor de la extradición constituía una de las principales amenazas para los carteles de la droga. Tras su muerte, César Gaviria Trujillo heredó su causa y el apoyo de muchos compatriotas.

 

 Vuelo 203

“Un avión que iba para Cali explotó en el municipio de Soacha”, dijeron en la radio. Jairo, yerno de John, sabía que su hermano viajaba a Cali ese día, pero no sabía la hora, así que se quedó atento esperando que enunciaran la lista de las víctimas. No escuchó el nombre de su hermano, pero sí el del padre de su esposa Viviana, John Gregory. Ella ya se había enterado a través de las noticias en las que Yamid Amat anunció el accidente. Buscó un teléfono público y llamó a su mamá.

Entre tanto Juliana, de cuatro años, le indicaba exasperada a su profesora que su papá estaba en la radio. Aunque no le entendía nada a la niña, a la mujer no le quedó más remedio que llamar a Francy, la madre, para que fuera a recogerla.

Ella, en ese momento, no sabía que su esposo no había abordado el vuelo que le correspondía, así que se comunicó con la oficina en Cali. La secretaria le contestó y le informó que el avión en el que supuestamente viajaba John había llegado, pero que él no se había presentado a la reunión programada ese día.

–Voy a averiguar y le regreso la llamada–, indicó la mujer.

Minutos después la secretaria llamó llorando y Francy comprendió lo que había sucedido.

Una llamada tras otra alertó a toda la familia y a eso de las 9 de la mañana ya estaban en Medicina Legal, pero las víctimas aún no llegaban. Hora tras hora el sitio se llenaba más y al final de la tarde unas trescientas personas se abarrotaban contra las vallas puestas por la policía para impedir la entrada a la institución.

A las 6 p. m. empezaron a llegar las bolsas negras que contenían los 110 cuerpos en volquetas y camiones. Además de los 107 pasajeros, tres personas más murieron al caer sobre ellas restos del avión.

Cada treinta minutos los médicos salían e informaban a los familiares sobre los pasajeros identificados, labor que se hacía más difícil por el estado de los cadáveres y la ausencia de documentación. Todo había sido robado minutos antes. Para el mediodía del día siguiente ya habían sido identificados 27 de los pasajeros del vuelo 203 de Avianca.

El mismo día del accidente, un hombre llamó a una estación de radio en Bogotá y le atribuyó la explosión a Los Extraditables, miembros del Cartel de Medellín. Según él, la intención de Pablo Escobar era asesinar a dos informantes de la Policía.

Esa versión debía ser refutada o corroborada, por lo que el DAS, la DIJIN, comisiones especiales de la National Trasportation Safety Board, la Federal Aviation Administration, la Boeing y el FBI empezaron las investigaciones. Pero sólo en mayo de 1990, seis meses después del accidente, concluyeron que el avión estalló como consecuencia de una bomba de alto poder.

Además de confirmar la versión de aquel hombre que llamó inicialmente a atribuir los hechos a los narcotraficantes, se dijo que el atentado también iba contra el entonces candidato presidencial César Gaviria Trujillo, quien supuestamente abordaría ese vuelo.

El Espectador, martes 28 de noviembre de 1989

 

No se hizo justicia

Veinticinco años después de lo sucedido, solo una persona ha sido condenada por el atentado: Dandeny Muñoz Mosquera, alias ‘La Kika‘. Este asesino del Cartel de Medellín se encuentra pagando una condena de diez cadenas perpetuas en una cárcel de Orange, en el Estado de Virginia, ya que en aquel vuelo que explotó rumbo a Cali fallecieron dos ciudadanos norteamericanos. Y aunque algunos dicen que por lo menos en el exterior sí se hizo justicia, la evidencia reciente refleja que no es así.

“’La Kika’, el único condenado por la bomba del avión de Avianca, nunca estuvo en el plan». Esto fue lo que dijo en 2014 Jhon Jairo Velásquez, alias ‘Popeye’ y jefe de sicarios de Pablo Escobar, quien le atribuyó los hechos a Fidel Castaño. De hecho, Muñoz Mosquera nunca apareció en la investigación que se hizo en Colombia, pero una grabación en la que supuestamente confiesa lo sucedido, lo tiene preso desde 1995.

Sin embargo, en Estados Unidos ese caso está cerrado y las probabilidades que Dandeny salga libre, como las de esclarecer todo lo sucedido en ese año, son aún remotas.

Algunos años después del accidente, Avianca indemnizó a las familias víctimas del vuelo y con esto el Estado creyó librarse de toda responsabilidad. Pero algunos familiares, liderados por Federico Arellano Mendoza, creador de la Fundación Colombia con Memoria, continuaron una lucha con el Estado, y por fin, recibirán una indemnización de cuarenta salarios mínimos por familia.

– Más de veinte años después sigo confundida, aturdida respecto a ese capítulo de mi historia. No sé de qué se trata perdonar a esos sujetos, si ni siquiera tienen rostro, son como un monstruo fantasma, dice mi tía Viviana.

Y la entiendo, tampoco sé a quién perdonar, ni por qué. Solo pienso en cómo hubiese sido nuestra vida si John hubiera llegado a tiempo al aeropuerto, o si alguien hubiese alertado sobre el atentado. Cómo sería si él no hubiese terminado allí, con el cuerpo rígido entre zarzas y con esa pirámide, que finalmente no lo pudo proteger, entre sus manos.

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