¿Qué pasaría si, un día cualquiera, nos anunciaran que el país ha decidido cerrar todos sus hospitales? Anestesiólogos, ortopedistas, reumatólogos, endocrinólogos, cirujanos vasculares, neurólogos, dermatólogos estarían quietos en sus casas, en una especie de vacación forzada. La población —ricos y pobres— entraría en pánico. ¿Quién nos va a atender? ¿A dónde vamos si enfermamos? ¿Qué hacemos si nos cortamos una pierna, si tenemos un dolor punzante en el pecho o si sangramos en la orina? Sería una situación dramática.
En cierto sentido eso está sucediendo hoy en Colombia. Estamos viviendo en un país con hospitales vacíos que es casi como vivir en un país sin hospitales. La gente enferma intenta curarse por su cuenta y si no puede, llega a la puerta de un hospital semi-cerrado cuando ya es muy tarde. O muere en casa.
Los hospitales en Colombia están operando en su mínima capacidad. Las habitaciones están vacías, no hay agenda para cirugías no urgentes, algunos aparatos de diagnóstico están apagados, como por ejemplo los equipos de medicina nuclear. La tasa de ocupación de camas en mi hospital en Bogotá — uno de los más grandes— está por debajo del 50%. En otros hospitales, según me cuentan colegas, apenas llega a 30%. En la Fundación Santa Fé tuvieron que bajar los tacos de la electricidad para ahorrar dinero en las áreas desocupadas. En Corferias hay un hospital provisional vacío. Todo, mientras esperamos la avalancha del coronavirus.
La base moral que se ha esgrimido para justificar la cuarentena que ya cumple más de un mes es la de proteger la salud de las personas más vulnerables: personas hipertensas, diabéticas, con enfermedades pulmonares o con cáncer. Pero paradójicamente, la medida para proteger a las personas con estas patologías ha generado un bloqueo no intencional, pero real, de su acceso a los servicios de salud.
La gente enferma intenta curarse por su cuenta y si no puede, llega a la puerta de un hospital semi-cerrado cuando ya es muy tarde. O muere en casa.
Los pacientes con falla renal, por ejemplo, están teniendo dificultades para asistir a sus centros de diálisis por falta de dinero para el transporte o por miedo a contagiarse del coronavirus. Algunos han tenido que reducir sus diálisis de 3 veces a la semana a 2, a 1 o a ninguna. Así, llegan a urgencias descompensados, si logran llegar a tiempo. Otros que tenían programadas cirugías ambulatorias para realizarles las fístulas, un procedimiento de preparación para iniciar diálisis en un futuro cercano, han perdido esa oportunidad, aplazada indefinidamente. Ahora llegan a urgencias para realizarles diálisis urgentes por catéteres temporales los cuales aumentan los riesgos de infecciones o trombosis.
Un pediatra de la Clínica Marly me contó que los niños están llegando al hospital tarde, después de varias semanas enfermos. Por ejemplo, me dijo, recibió una paciente con una infección urinaria avanzada que había sido erróneamente automedicada por los padres en casa. Nada hubiera pasado a mayores si hubiera recibido atención oportuna, en la clínica. En otros casos, cirujanos reportan que están viendo con más frecuencia apendicitis — un cuadro frecuente que no reviste gravedad si se atiende a tiempo— que llegan ya con el apéndice perforado. El riesgo de morir es alto.
Una familia me dijo hace poco en mi hospital: “mi papá tiene hace varias semanas esta herida, no lo queríamos traer por miedo al coronavirus, pero ahora está oliendo fétido”. El diagnóstico: infección que se ha podido evitar con cuidados primarios pero ahora necesita tratamiento más severo y costoso.
La semana pasada me llamó un familiar que sufre diabetes para una consulta médica telefónica, ante los síntomas que me describió, pensé que podría ser una gangrena de fournier, una condición que puede ser fatal en poco tiempo. Mi recomendación fue que se dirigiera al servicio de urgencias lo más pronto posible. Al día siguiente, cuando lo llamé para hacerle seguimiento, me enteré que no quiso salir de su casa por miedo a infectarse de coronavirus.
Qué no los veamos por efecto de la cuarentena no quiere decir que repentinamente se hayan sanado. Nadie se cura por decreto presidencial.
Trabajé hace 15 años con Médicos Sin fronteras en África y en países de otras regiones que requerían asistencia humanitaria por guerras o pobreza extrema. En 2005 en Zinder, una ciudad de 200 mil habitantes al sur de Níger, atendimos una epidemia histórica de malnutrición. Allí teníamos 2000 camas de hospitalización en un centro de nutrición terapéutica, donde tratábamos niños gravemente desnutridos.
Ese año, 2005, Médicos Sin Fronteras atendió más de 50.000 niños en hospitales de campaña y más de 200.000 ambulatoriamente en todo Níger. Un día, mientras caminaba por la ciudad —caliente y seca, típica del desierto del Sahara—, me encontré con tres médicos cubanos que trabajaban para el hospital municipal del gobierno como parte de un programa de cooperación cubana. Me preguntaron qué hacía yo en Zinder. Les dije: atendemos la epidemia de malnutrición. Se rieron y me dijeron —sin ironía alguna— que en Níger no había malnutrición, que en los 3 años que llevaban en su misión médica nunca habían visto malnutrición en el hospital local en el que trabajaban. Tenían razón: la gente nunca lleva a sus hijos malnutridos al hospital para tener que pagar una consulta y recibir un diagnóstico que solo indica lo que ellos ya saben: su hijo tiene hambre.
Cuento esta historia por que aquí tampoco estamos viendo a nuestros enfermos, mientras esperamos a los que no han llegado. ¿Dónde están los miles de pacientes que hasta hace dos meses hacían cola en las EPS y en las puertas de nuestros hospitales? ¿Dónde están los pacientes crónicos, los diabéticos, hipertensos, enfermos renales especialmente en diálisis o con cáncer? Qué no los veamos por efecto de la cuarentena no quiere decir que repentinamente se hayan sanado. Nadie se cura por decreto presidencial. Mucho me temo que un gran porcentaje de ellos se están complicando en casa e incluso muriendo. Y ¿quién los está contando?