Hace una semana en el Festival de Cannes dos italianos subieron al escenario a recibir un premio: Alice Rohrwacher, premiada por el mejor guion de su tercera película, Lazzaro felice, y Marcello Fonte, como mejor actor en la película Dogman, de Matteo Garrone. En el panorama de un festival como el de Cannes, que quiere ser el anti-Hollywood y es, sin duda, el más mundano de los festivales de cine de autor, es un placer ver premiados a dos representantes tan atípicos del cine italiano.
Con esto quisiera hacer una pregunta a quien lee y proponerles una reflexión, así como normalmente reflexiono y pregunto en mis clases sobre el tema: ¿Qué pensamos cuando decimos cine italiano? ¿Qué nombres, títulos, recuerdos nos despiertan estas dos palabras? Como todas las preguntas amplias (y algo vagas), las respuestas pueden ser múltiples, y muy diversas. Pero puedo asegurar que mis estudiantes, generaciones distintas semestre tras semestre, casi siempre me contestan lo mismo, es decir con estos tres títulos: La vita è bella (Roberto Benigni, 1997), Nuovo Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988) y Saló (Pier Paolo Pasolini, 1975). Estas tres película no tienen mucho en común, pero quizás podríamos simplificar diciendo que la última es famosa por el escándalo que generó a su salida y que sigue generando hoy, además que por lo prohibido que ese escándalo específico implica, mientras que las primeras dos, la de Tornatore y Benigni, comparten algo: unas historias conmovedoras (niños, amistad, muerte y amor) enmarcadas en un cuidado estético fotográfico-musical impecable.
El cine italiano, como he repetido muchas veces, es una especie de máquina que traga nuestro cotidiano y lo transforma en películas
Sin embargo estas dos películas no resumen el cine italiano (y por razones distintas tampoco la última podría hacerlo): demasiado equilibradas entre gustos deseables y deseados, entre lo bueno y lo bello, entre narración y mensaje. Hay algo más constante y más experimental que el cine italiano ha puesto en escena desde la segunda posguerra, algo que quisiera llamar lo atípico: es decir, su capacidad de producir películas que logren escaparse del cliché y de lo típico, una enfermedad que padecemos en Italia, país de las góndolas y de las pizzas.
Lo atípico entonces, me atrevería decir, es la capacidad de no caer en el lugar común. Esa belleza formal que los directores, directores de fotografías, compositores, escenógrafos italianos reproducen sin esfuerzo desde hace décadas, tiene que estar al servicio de algo, y ese algo en el caso del cine italiano es la realidad misma, capturada y filmada en una especie de retrato continuo, incesante, de nuestro presente, de nuestros defectos, límites y deseos. El cine italiano, como he repetido muchas veces, es una especie de máquina que traga nuestro cotidiano y lo transforma en películas. La política, la crónica, el escándalo y lo rutinario. La mafia, las peleas de familia, la crisis económica, la crisis existencial, las luchas. No hay hecho periodístico o tema de discusión que no haya pasado por el cine: el secuestro de Aldo Moro, la vida del joven siciliano Peppino Impastato, la crisis de Parmalat, el debate sobre la eutanasia, el paso de los migrantes por la isla de Lampedusa, el G8 de 2001 en Génova, el verano en Roma, los paseos en Vespa. Y sobre todo nuestra insignificante y repetitiva cotidianidad. Cuando Fellini filmaba un trancón romano en la autopista circunvalar, el famoso Raccordo Anulare (en Roma, 1972), lo hacía por supuesto con inigualable maestría, pero sobre todo lo hacía experimentando.
Lo anterior quiere ser una premisa a unas reflexiones y recomendaciones sobre el Festival de Cine italiano en Colombia, Italcine, que se presenta este año en su 5ª edición. Para sus organizadores es claro que la idea que acompaña esta iniciativa desde sus comienzos es la de proponer un cine contemporáneo, capaz de poner en escena temas y cuestiones que tocan la sociedad italiana, pero que también pueden ser entendidas por la sociedad colombiana, como la marginalidad (El contagio, M. Borugno, D. Coluccini, 2017), la exclusión (Un bacio, Ivan Cotroneo, 2016), la inmigración (La bella gente, Ivano de Matteo, 2009). En Indivisibli (Edorado de Angelis, 2016) se cuenta la historia de dos hermanas siamesas: viven en un escuálido caserío al lado del mar, explotadas por la familia que las exhibe como cantantes (el título de la película es también el título de su canción de mayor éxito) en fiestas, primeras comuniones, matrimonios. Todo esto nos podría parecer sólo y únicamente dramático si no fuera que la película cuenta la historia de Daisy y Viola a través de una seductora estética de lo feo y unos exquisitos tonos azules y grises. En esta triste provincia napolitana, los excesos se vuelven surreales y la tragedia se hace absurda: inmigración y explotación, ilegalidad y construcción abusiva, un cura corrupto y unos padres criminales, un estado inexistente y algún bote iluminado, en alta mar, bajo las estrellas, son ingredientes tragicómicos y autocríticos.
Por supuesto no es esto lo que muchos quisieran ver. Y no hablo solamente de los temas, sino de una narrativa inusual, inesperada, quizás atípica.
El ciclo no incluye solo largometrajes. A parte Roberto Benigni quien lee a Dante (primer canto del Infierno) en la registración de un famoso tour de lectura y comentario para los 700 años de la Divina Comedia, Italcine incluye otras dos secciones. Una de documentales, entre los que destaca Il profumo del tempo delle favole (Mauro Caputo, 2016), título exageradamente evocativo para una reflexión sobre la vida, la fe, la memoria, a través de Dostoievski y Kafka, la ciudad de Trieste y su espíritu culto y cosmopolita. Otra sección, de clásicos, que quizás parecería contradecir esa fiebre por lo contemporáneo que se citaba más arriba, aunque esto también podría caber en lo atípico. Son L’Eclisse, de Michelangelo Antonioni (1962), un pequeño teorema sobre el amor y el desamor en los tiempos de la guerra fría y el milagro económico (con un par de escenas muy famosas, una silenciosa en la Bolsa de Roma y otra, el final, ritmada por una pieza musical de Giovanni Fusco). La segunda película clásica es Il sorpasso(Dino Risi, 1962) una comedia amarga, como todas las italianas: en la mitad de un caluroso agosto, dos jóvenes desconocidos (Vittorio Gassman y Jean-Louis Trintignant) terminan viajando juntos en una Lancia descapotable en un road-movie mediterráneo. Se podrían citar muchos detalles de la película, pero quizás uno vale por todos: Gassman al timón, pregunta (serísimo) al compañero: Viste L’Eclisse? De Antonioni? Yo me la dormí. Una siesta. Gran director, Antonioni. Por supuesto, aconsejamos ir a ver las dos, una para entender quién es el personaje que dice estas líneas, la otra para averiguar si tenía razón, o no.
Italcine se proyecta en Bogotá (Cinemateca y Cinemanía), Cali, Medellín, Barranquilla.