Cuando uno dice que quiere cambiar el mundo es porque el mundo que hay no le gusta. No me gusta este mundo porque me discriminaron. Sentir que uno no hace parte de él por ser lesbiana produce una sensación de dolor y soledad adentro de uno. Si ese mundo me está generando sufrimiento, hay que cambiarlo.
Quiero cambiar el mundo y para eso tengo el amor.
Porque a pesar de toda la mierda que pueda caerle a uno, es posible salir y respirar porque el amor está ahí. Eso me ha marcado mucho desde que estoy con Cata. Con Catalina Villa Rosas.
Mi lucha es cambiar el mundo.
Estudié Ingeniería Industrial por casualidad y me hice política por necesidad. Me di cuenta de que el tema de ser homosexual era un tema de lucha política. Un grupo de jóvenes estábamos haciendo activismo cuando nos invitaron a hacer parte del Polo Democrático. Pero ahí también nos rechazaron. Conocí a un hombre maravilloso, Sebastián Romero, un hombre apasionado, convencido y con quien en 2005 fundamos el Polo de Rosa: “Entonces volvámonos los maricas del Polo. Y, como somos los rosaditos del Polo, llamémonos ‘el Polo de Rosa’”.
Y para cambiar el mundo no era necesario hacer cosas gigantes. Sebastián y yo solo éramos un edil y una alcaldesa en Chapinero. Y pude ver cómo los policías dejaban de molestar a los gais del sector porque yo era la alcaldesa.
Se puede cambiar el mundo, sí. Aunque a veces la realidad me golpea un poco.
Fui “la alcaldesa lesbiana” y por eso me contuve de hacer más inversión, porque como me decían que solo pensaba en los maricas, para tratar de demostrar que no era así, fui tímida.
Cata y yo nos conocimos ahí, en el Polo de Rosa, haciendo activismo LGBTI. Estuvimos hablando casi tres años mientras trabajábamos. Ambas habíamos terminado con nuestras parejas cuando me invitó a su cumpleaños en Theatron.
Al otro día fuimos a una besatón, en Gran Estación, para protestar porque a un par de chicos los habían expulsado de ese centro comercial por andar besándose. ¿Vas a ir a la besatón?, me preguntó. No tengo con quien, le respondí. Pues probemos a ver si vamos, me dijo.
Y nos dimos un beso de juegos pirotécnicos.
Salir del clóset me tomó unos cinco años. Fue un momento dramático estando en medio de una familia cristiana y una mamá creyente
Hace más de 15 años, cuando empecé a salir del clóset, apenas se hablaba de homosexualidad. La imagen que se tenía de una persona homosexual era la de un depravado, un enfermo. En el colegio evangélico donde estudié decían que era pecado y yo todo el tiempo luché contra lo que sentía, orando por curarme.
No poder alcanzar los retos que uno se pone en la vida causa una gran angustia. Le tengo miedo a no cumplir mis sueños —y también a los ratones. Pero en esa época tenía miedo a que mi familia, mis amigos y mi entorno me dijeran que yo era una enferma, una depravada, una pecadora. Le tuve miedo al rechazo y a la exclusión. Era una pelea interior. Una pelea en la que yo misma me estaba convenciendo de que solo se trataba de pedirle a Dios que me cambiara. Un miedo que, en parte, una vez estuve afuera del clóset, se cumplió.
Los que dicen que uno escoge ser homosexual no tienen ni idea de lo mucho que uno hubiera rogado por ser heterosexual y seguir una vida normal.
La muerte de mi papá me marcó. Caí en una depresión profunda. Era un tipo parco que me mostraba amor dejándome el café servido. Cuando murió se me acabó el mundo y eso me llevó a pensar en qué quería hacer. Me había graduado de la universidad, había estudiado ingeniería y estaba en una financiera. Ya nada de eso tenía sentido. Y mientras me preguntaba: “¿Qué quiero hacer de mi vida?”, también fui abriendo la puerta del clóset.
Salir del clóset me tomó unos cinco años. Fue un momento dramático estando en medio de una familia cristiana y una mamá creyente. Primero tuve que reconocer y aceptar en mí una cosa que, decían, estaba mal: está mal que a una señorita le gusten las señoritas, y a mí me gustaban.
Soy de mal genio. Y el mal genio me hace impulsiva y me lleva a decir las cosas sin pensar. Un defecto gravísimo en este país, aunque se supone que debería ser una gran virtud.
Mi mamá no es la típica mamá que sabe que uno es homosexual y se calla. No. Un día ella preguntó de frente, porque quería saber. Y quien pregunta se arriesga a una respuesta, y yo respondí.
Y no importa el resto del mundo después de que la mamá de uno sabe.
Ser lesbiana implica una doble discriminación: por ser mujer y homosexual. Mujeres traicionando su naturaleza al ser homosexuales. Todas las dificultades de acceso a la educación, a las oportunidades, a los derechos, al trabajo que tienen los homosexuales en el país, aparecen con el agravante de ser mujeres. Esto debería motivarnos a salir más. A decir: “Mírennos. Estamos aquí. Somos nosotras, estamos transformándonos, estamos amándonos. Queremos a una mujer, y eso está bien”.
Debemos salir, porque la casa puede ser muy cómoda pero ahí no vamos a poder cambiar el mundo.
Cata y yo somos las lesbianas famosas porque se casaron. Pero ante todo somos activistas. Nos gusta protestar y que las cosas no se queden sin ningún tipo de sanción cuando están mal. Lo que más nos gusta es poder mostrarle a otra gente que sí pueden amar a quien quieren amar. Como cuando nos casamos y la señora que servía los tintos en el trabajo de Cata le dijo: “Yo tengo una pareja que es mujer y quiero hacer lo mismo que hicieron ustedes, ¿cómo hago?, ¿eso se puede?, ¿a dónde tengo que ir?”.
Es activismo hacer público lo que hicimos para que todo el mundo se entere de lo que puede hacer.
A Cata y a mí nos une el tema de la discriminación. Cata es feminista, trabaja el tema de género con fiereza. De ella aprendí mucho. No queremos que haya segregación. Creemos mucho en la lealtad, en la solidaridad, en la posibilidad de estar pendientes la una de la otra. A mí me parece que la lealtad es uno de esos valores que uno debería cuidar. Ser capaz de jugártela por algo o por alguien es muy importante en un país en donde todo el mundo está jugándosela por sí mismo.
Hemos tenido momentos muy difíciles, pero hablar nos ha permitido superarlos. Nos gusta hablar. Cada conflicto se ha vuelto una oportunidad para arreglar las cosas que estaban mal. Esa posibilidad de estar dispuestos a cambiar las cosas con tal de estar bien con el otro no la había sentido con nadie.
Busco la tranquilidad. Busco que nadie me joda. Tampoco me gusta ver gente sufriendo a mi alrededor. La gente sufre porque no puede hacer, estudiar, trabajar o amar a quien quiere. Dicen que eso es responsabilidad de cada uno, pero yo creo que además es culpa del contexto: si una persona nace pobre en Colombia, por ejemplo, sus posibilidades de ascenso son mínimas, por no decir nulas.
Por mi parte, soy una mujer que ha decidido pasar por encima de muchas tradiciones religiosas y sociales. Me inspira María Cano. Una sindicalista como ella, de izquierda, feminista, en un entorno tan conservador como el de Antioquia, merece todo mi reconocimiento. O Débora Arango, por ser capaz de usar pantalones con el único argumento de sentirse más cómoda. Algo que en su época no podía hacer una señorita.
Cata marcó un antes y un después en mi vida. Cata es el amor de mi vida. Es la persona que me permite ser lo que yo quiera ser. Me potencia. Con ella me casé en el 2010. Y si las señoritas no se casan con señoritas, sí van al cielo cuando son buenas y a todas partes cuando son malas. ¡Yo ni señorita quiero ser!