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La niña de la camisa de rayas

Lina tuvo que soportar el rechazo de sus padres, saltar de un colegio a otro y ver como sus amigos la abandonaban por el simple hecho de no querer ocultar quién era. Una historia que demuestra que, aún hoy, salir del clóset tiene su precio.

por

Valeria Posada Villada


09.12.2011

Fotos: Laura Linero

“Yo sí sabía que Lina era rara, de pronto que era bisexual; pero, ¿lesbiana? Yo no puedo con eso. Odio a las lesbianas”, dijo con severidad Lilia Betancourt recostada una noche en un banco afuera de la cervecería Bogotá Beer Company. “Eso no es natural, así no fue como se crearon las cosas,” añadió. Lilia había llegado allí para celebrar el cumpleaños de su prima Lina María Suárez.

Lina había tomado muchos tragos y se había perdido entre la multitud del bar. Preocupada por ella, Lilia salió a buscarla y la encontró besándose con Adriana Morelo. Tratando de ignorarlo, Lilia volvió a la mesa y esperó. Después de un rato, Lina volvió y se sentó a su lado. Inconsciente de lo que decía o hacía, Lina tuvo por fin el valor de decirle lo que siempre le había escondido a su familia.

“Lilia, lo que pasa es que a mí me gustan las niñas.”- le dijo con cierta seguridad, aunque sus palabras sonaran un poco entrecruzadas por el efecto del alcohol.

“¿Cómo así, usted es bisexual?”, le espetó Luisa y su cara quedó pasmada.

Lina negó con la cabeza. “Lilia, soy lesbiana.”

Lila agarró su cartera y salió del lugar lo más rápido que pudo.

No era la primera vez que Lina se había tenido que enfrentar a este tipo de situaciones.  Su condición sexual la había privado de muchos lugares y muchas personas. Sus papás la habían llevado al psiquiatra, al psicólogo y le habían pagado sesiones de regresión para revertir su “inaceptable” situación.

“Prefiero que sea coja a que sea gay”, le dijo su padre Julio Suárez cuando se enteró que su hija salía con una de sus compañeras de sexto.

“Las cosas sólo se complicaron más a partir de ese momento”, parece decirme entre líneas Lina mientras prende un cigarrillo. Ante el rechazo enérgico de sus padres por su inclinación, ellos intentaban esconder la realidad de puertas para afuera. “Nadie en mi familia se podía enterar. Son muy conservadores y machistas. Mi prima Lilia es prueba de ello”, me dijo Lina.

Sus padres, intentaron por todos los medios posibles deshacer a su hija y la realidad que ella vivía. Con frecuencia le repetían máximas del estilo “el hombre es para la mujer y la mujer para el hombre” o “están corrompiendo a mi hija”. Asimismo, los padres implantaron normas de tácito cumplimiento que mimetizaran su homosexualidad: debía llevar el pelo largo, usar aretes y vestir prendas que rebosaban en flores y colores vivos. Ellos, cree Lina, tenían en la cabeza la idea de que o cambiaba ahora, o cambiaba después. “A mí me encantaban las camisas de rayas y los carritos pero mi mamá no me dejaba tenerlos. En vez de eso, mi clóset estaba lleno de atuendos que mi mamá me compraba y no me gustaban. Me obligaban a ser, me obligaban a ser algo que no era”, dice Lina.

Diplomas en una pared verde oliva

Un lunes a mediados del 2007  Lina estaba en su colegio –el Instituto Merani– y al salón llegó un llamado para que se presentara de inmediato a la rectoría. “Me puse ansiosa”, recuerda Lina reviviendo el extraño estupor que recorrió su cuerpo y el eco de sus pisadas en el corredor. Ella no sabía bien qué esperar y no entendía cuál era la razón del llamado. Era una de las mejores estudiantes de décimo. Cuando llegó a la oficina lo supo de labios del director Julián de Zubiría.

A Lina la habían visto en el Centro Comercial Santafé cogida de la mano de Sandra Andrade, estudiante estrella del colegio. A pesar de que el instituto estaba al tanto de la sexualidad de Lina, les pareció inaceptable que estuviera, según ellos, corrompiendo a la mejor estudiante de décimo. Citaron a los papás de Sandra y de Lina al colegio y les explicaron la situación. Lina fue remitida a donde la psicóloga del colegio.

“¿Cómo así?», le replicó el papá al director en aquella reunión, «¡Yo les entregué a una niña y ustedes me entregaron a un demonio!”.

El consejo directivo y los profesores se reunieron días después para fijar una posición frente a lo ocurrido. A pesar del lema del colegio que promete una “una pedagogía dialogante”, el Instituto Merani expulsó a Lina.

“Lo chistoso era que muchos en el colegio eran homosexuales y me decían que demandará, que apelará… pero no lo hice porque mis papas no querían que se supiera. Ahora que lo pienso, solo me sacaron a mí. A Sandra, la niña con la que me habían visto, no la sacaron porque era la mejor estudiante y porque la «habían visto con un novio antes” afirmó Lina con sarcasmo, “como si uno se pudiera volver de un momento a otro gay… como si eso fuera cuestión de ‘corromper’”.

A sólo un año de terminar el bachillerato, Lina tuvo que buscar otros colegios que la dejaran graduarse. Claro, las razones por las cuales la sacaron se trataron de omitir pero cuando se veían obligados a contarlas, colegios como el Liceo Pedagógico y el Liceo Adonai –entre muchos otros que ella dice no acordarse– la rechazaron.

Mientras Lina me relata su situación, volteo a mirar la pared verde oliva de su cuarto en la que hoy cuelgan varios de sus diplomas. Entre todos ellos busco con mi mirada el diploma de bachiller para averiguar el colegio en el que acabó pero no lo encuentro. Lina me dice que entre toda esa odisea que tuvo que vivir para graduarse, finalmente la aceptó el Colegio del Bosque Bilingüe. “Nos tocó encontrar el hueco más hueco para poderme graduar”, dice.

En el Bosque Bilingüe, cuenta Lina, los estudiantes se drogaban libremente y con frecuencia llevaba cuchillos sin que hubiera control o reprimenda. “¿Por qué crees que tengo todos los diplomas que me han dado colgados en la pared menos el de bachiller?”

El cuchillo y el tenedor

Como único refugio para evadir los estragos de ser rechazada por su sexualidad, Lina empezó a tomar alcohol todos los fines de semana. Parecía a veces que las cosas ya no tenían sentido y que el peso de la realidad la abrumaba. Sentía que tenía que salir corriendo por algún lado y de alguna forma.

“Pensé muchas veces en suicidarme,” me dijo Lina mientras descansábamos sentadas en una silla cerca de la estación de Transmilenio de las Aguas, una semana después de que Lilia salió corriendo del Bogotá Beer Company. Un silencio que se alargó entre las bocanadas de humo del Marlboro que salían de sus labios y que se enrredaban en su cabello alborotado. “Pero tenía miedo de que al tirarme del edificio no me muriera al instante y quedara paralítica”, dijo al final.

Y aunque el mundo de hombre y mujer la marginaba, nada indicaba que el mundo gay fuera a ser más amable. Establecer una relación con una persona del mismo sexo indicaba más retos y más complicaciones. “A los heterosexuales se le dice como se debe hacer una relación. Se miran, se sonríen y van a un restaurante y aunque quieras ir a otro, tú (mujer) no escoges. Al final quedan juntos en su monotonía. Es una cosa que ya está hecha, sólo tienes que seguir la línea. Para nosotros las cosas no son tan lineales”, me explica.

Además, los rumores de promiscuidad estaban lejos de ser mentira y, con frecuencia, el valor de la persona es medida según su capacidad de compra. “El mundo gay es una copia del mundo heterosexual. También hay reglas y códigos que transponen el mismo modelo normativo. Por ejemplo, tú encuentras que las lesbianas están divididas entre masculinas y femeninas. Una femenina no puede acostarse con quien quiera porque es una puta, pero una masculina sí”.

Por eso es ilógico cuándo me preguntan ¿quién es el hombre y quién es la mujer en tu relación? Es como ir a un restaurante chino y preguntar ¿Cuál palito es el cuchillo y cuál el tenedor?

Lina juega con un lápiz golpeando a intervalos la mesa. A veces, cuanod quiere hacer énfasis en algo, lo alza como predicando con la barita de una institutriz. Más que sus movimientos ansiosos son sus palabras las que muestran cierta emoción al poder hablar abiertamente de su sexualidad. Dictamina descaradamente que si tuviera otra oportunidad de vivir, le gustaría ser bruta. Ser bruta para vivir feliz ignorando todo lo que pasa a su alrededor pero que de todas formas ser lesbiana le ha dado una mayor apertura.

Es un proceso, habla ella, porque al fin y al cabo nada te fue dado, “por eso es ilógico cuándo me preguntan quién es el hombre y quién es la mujer en mi relación. Es como ir a un restaurante chino y preguntar cuál palito es el cuchillo y cuál el tenedor”

Una camisa de rayas rojas

Ahora, mientras fuma otro cigarrillo afuera de un pequeño local en el norte de Bogotá y sus bocanadas se vuelven más largas, evoca un día muy especial de un viaje a Canadá. Cuenta que a los dieciséis años –habiendo dejado atrás los difíciles días del colegio pero aún lejos del sosiego en el que vive hoy– un día de febrero, en medio de un  invierno infame, recorría las calles con su pelo café recién cortado. Se topó con la vitrina del almacén Abercrombie en el que un maniquí exhibía aquella camisa de rayas rojas que tanto había querido cuando niña pero su mamá le había negado, y a cambio la había asfixiado de camisas de flores.

Entró curiosa al almacén. Pidió la camisa de la vitrina y, sin dudar un instante, se la compró y se la puso. Esa misma camisa la trajo el día que volvió de Canadá a Colombia y aún la tiene guardada en su closet, junto a los dos carritos de juguete con los que siempre quiso jugar.

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Valeria Posada Villada


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