Héctor Everson Hernández, Samurai, fue uno de los nombres más importantes del Hip Hop en Bogotá. Sus amigos, familiares y 40 mil seguidores en redes sociales siguen sin entender por qué apareció muerto en una ladrillera en el sur de la ciudad.
por
Jorge Posada
14.02.2018
Fotos: Harold García
Dicen que Samurai pasaba días seguidos en su casa de la montaña en compañía de tres gatos y un perro. Pero cuando le venían a la cabeza palabras en verso, tenía que salir de su refugio y tocar la puerta de su amigo Panchis porque había que ponerle una descarga de baterías y ritmos a esas palabras.
Héctor Everson Hernández, el nombre verdadero de este bogotano que nació el 4 de agosto 1984, era imparable y un prodigio del hip hop colombiano.
A esa misma casa de La Calera –un municipio cercano de Bogotá– fueron a buscarlo su familia y amigos, después de no saber de él desde el 13 de diciembre. Samurai no llamó a su hija, Cami, no fue a visitar el 24 a su madre ni le dejó un mensaje de “feliz año” en el whatsapp a Panchis, como de cariño le dicen a DJ Criminal o Francisco Mateus, un anarquista, punk, productor y compositor de hip hop.
Panchis guió a la Policía, el 27 de diciembre, hasta la casa de Samurai. El olor fuerte a carne podrida parecía confirmar un desenlace temido durante el último año en el que trabajó al lado de quien se hizo llamar cantor, pintor y poeta.
Cuando los oficiales derribaron la puerta imaginaron que Samurai se había quitado la vida, que su cuerpo yacía inerte en un rincón. Pero no fue así, uno de sus gatos ya era mortecina. Todos los demás animales habían aguantado tres semanas sin comida y agua.
En el cuarto de Samurai estaba el cofre con textos y un libro de Raúl Gómez Jattin, cartagenero, poeta maldito que escribió con las entrañas, visitó sanatorios, hogares de caridad y manicomios, hasta que fue atropellado por un bus.
Jattin lo obsesionaba, no paraba de ver y escuchar la narración de sus poemas en Youtube, como anhelando hallar la certeza del porqué de un dolor incurable. El cartagenero le decía:
Cuando saben que viviste entre ellos
a pesar de que no tenías su entraña
y tu tiempo era trascendente y bello
se preguntan qué llevabas en tu pecho
tan callado
tan serio
tan verdadero
Cuando parecías no existir para la vida
Samurai siempre se acercó al abismo, y con Jattin no fue la excepción. Panchis fue quien los presentó, uno de los días en que estaban grabando un disco. Las letras del álbum tenían que ver con eso que tanto repetía: el amor loco, la calle, el infortunio, la poesía.
Rotar casetes
Pero antes de la poesía estuvo la soledad: a los cinco años su padre lo abandonó junto a su madre Luzmery Beltrán. Vivían en Ciudad Bolívar, una de las 20 localidades de Bogotá. Entonces se fueron a vivir a Villavicencio, luego a Sogamoso, y aún niño regresaron a Ciudad Bolívar. Su madre trabajaba en oficios varios, haciendo aseo o en vigilancia, y Everson permanecía solo y encerrado en la casa. Así fueron sus días hasta los trece cuando conoció a Juan Carlos Urrego en el barrio Boyacá Real de la localidad de Engativá. Los dos empezaron a escuchar rap y hip hop, en casetes regrabados de La Etnia, Gotas de Rap y Control Machete que rotaban de mano en mano en la cuadra.
Juan Carlos recuerda que a Everson antes lo llamaban así, Everson o Ever, a secas, ni siquiera se había bautizado como Samurai. Y se la pasaban en las maquinitas —máquinas recreativas o videojuegos de barrio— o caminando en el centro para intercambiar casetes y acetatos de Tupac y Cypress hill.
Ninguno de los dos tenía dinero en los bolsillos, y eran las bandas, los tiros, o la música. Era la droga, errar por todos lados o la rebeldía que sentían en las manos y en el pecho. Era ser uno más del barrio o bailar break dance, componer y cantar hip hop y que fueran recordados.
Jineth Hernández no olvida que el 15 de agosto de 1999, a su tío, y padre de Samurai, le cayó un puente encima en una calle del norte de la ciudad. A Everson le contaron y fue a verlo al hospital porque estaba grave y ya no importaba que 10 años atrás lo hubiera dejado al garete con su madre. Mientras su padre superaba la tragedia, Everson se quedaba en la casa de Jineth y le hablaba hasta la madrugada de que algún día sería un cantante de hip hop. Desde un principio, su madre y los tíos no estaban de acuerdo con su música ni con su forma de vestir.
En los seis años que vivió en el barrio Boyacá Real de Engativá, Everson también consolidó la amistad con Julián David Ortiz, otro chico de la cuadra. Si en la tarde improvisaba ritmos y líricas de hip hop, en las noches los dos leían poemas de Jim Morrison, Paul Verlaine y Arthur Rimbaud. Ese fue el momento en que llegó la poesía a las manos de Everson. En un principio, él y Julián David no tenían algo en común. Julián vivía más en la casa que en la calle y era rockero. Pero al compartir la misma cuadra, y encontrarse en las maquinitas, empezaron hablar.
Luego intercambiaron libros. Everson le prestó Las venas abiertas de América Latina de Galeano e Historias marginales del escritor chileno Luis Sepúlveda. “En la noche, él tiraba una piedrita a la ventana. Una vez me trajo esos libros, y yo le presté los discos de Bathory y Venom porque le empezó a gustar mucho el Black Metal”, recuerda Julián David.
Una mezcla de hip hop, de poesía, rock y metal, llevaron a Everson a buscar un estilo propio en su canto, que luego fue asociado al Darkness hip hop.
Por esa vida nómada que Luzmery Beltrán acostumbró a su hijo, en 2002 regresaron de nuevo al sur de Bogotá.
Luzmery Beltrán, su madre, buscó a Samurai. Fue a las marchas, pegó afiches en todo lado con una de las últimas fotos de su hijo en la que tenía un poco de barba y el pelo largo. Estuvo en medicina legal, en la morgue, en los hospitales del sur de Bogotá.
Ciudad Bolívar
Ciudad Bolívar es de verdad una ciudad dentro de Bogotá, formada por distintas migraciones, de manera especial por las miles de personas que llegaron hasta esta montaña escapando de la violencia entre liberales y conservadores de los años cincuenta, y del conflicto armado contemporáneo que ahora Colombia busca ponerle un punto final. Desde esta localidad se puede observar, a lo lejos, los grandes edificios del centro de Bogotá donde la vida es muy distinta a la que se logra sortear en este extremo.
Everson y su madre se instalaron en un pequeño apartamento, ubicado al lado de la carretera por donde miles de camiones se dirigen hacia los Llanos Orientales, la región petrolera de Colombia. Ese 2002, la vía no era frecuentada porque la guerrilla de las FARC extorsionaba a los vehículos y tenían parte del control de Sumapaz, un páramo que limita con Ciudad Bolívar. Las cifras oficiales indican que ese año en Bogotá se presentaron 1.898 homicidios y Ciudad Bolívar aportó el mayor número de casos.
Ciudad Bolívar nunca ha dejado de ser la más pobre y conflictiva. Lleva a cuestas la mayor tasa de homicidios, otras muertes violentas y suicidios, y allí,durante décadas, se ha llevado a cabo procesos de aniquilamiento de jóvenes, drogadictos, prostitutas y ladrones por parte de comandos asesinos que dicen hacer “limpieza social”. Así está consignado en la investigación Limpieza social (2016) de Carlos Mario Perea, un reconocido historiador de la Universidad Nacional de Colombia, que se ha dedicado a estudiar los problemas sociales y la violencia del sur de Bogotá.
Luzmery Beltrán, su madre, buscó a Samurai. Fue a las marchas, pegó afiches en todo lado con una de las últimas fotos de su hijo en la que tenía un poco de barba y el pelo largo. Estuvo en medicina legal, en la morgue, en los hospitales del sur de Bogotá.
De los 719.700 habitantes que hoy en día tiene la localidad, según la Secretaría Distrital de Planeación, el 29,3 % padece la pobreza y el 6,3% la pobreza extrema.
Allá fue que en una habitación, con un colchón y una vela, Everson compuso su primer disco “Letras para el alma”, entre 2003 y 2004. Y fueron sus amigos, una novia y una suegra quienes le ayudaron a conseguir el dinero para grabar el álbum en 2005. Lo vendió en bares, en pequeños conciertos en las localidades de Engativá y Fontibón, hasta que no paró de sonar en la escena del rap y hip hop colombiano. “Cuando salgo de mi casa y me despido de mi hija no se me olvida que hay algo prestado, y eso es la vida. Le doy un fuerte beso por si acaso no regreso, que vea mi rostro alegre y no mis huesos, en una caja de madera (…)”, es la letra de Haiku, esa canción en la que se declara como un Samurai, un guerrero de la calle que regresa para alertar a los vivos.
Un CD de “Letras para el alma” también estaba en el cofre esa mañana en que Panchis, con la Policía, fue a buscar a Samurai. Eran tres semanas sin saber de él, sin subir hasta su refugio en la punta de la montaña. Tenían cosas por hablar, de conciertos, y grabar un par de canciones. Los treinta y cuatro mil quinientos sesenta seguidores que Samurai tenía en su fan page de Facebook hablaban de él, de su ausencia, de exigirle a las autoridades hallarlo con vida porque la última vez que lo vieron fue en el barrio San Joaquín de Ciudad Bolívar, donde también tenía enemigos de antaño.
Panchis cuenta que muchas veces, cuando salían al escenario, sentían miedo de que algo les pasara. En una oportunidad, en pleno concierto, se armó una balacera, y en medio de los tiros Samurai siguió cantando. Si uno revisa los videos en vivo en Youtube, Everson parecía el mismo, así le cantara a treinta personas en un local destartalado o a 80 mil chicos en el festival Hip Hop al Parque. Pero el miedo nunca desapareció. Por lo menos Panchis lo sentía en tarima. Una enemistad no clara, de barrio, les hacía pensar que la tragedia estaba cerca de la banda. También Jattin le decía a Samurai:
Esos libros los perturban
los asedian
¿Por qué los nombras tan oscuros?
¿Por qué no figuran como héroes?
Cuando saben que viviste entre ellos
tal vez se preguntan: ¿por qué no lo matamos
cuando aún no era conocido?
¿por qué?
La ladrillera
Luzmery Beltrán, su madre, buscó a Samurai. Fue a las marchas, pegó afiches en todo lado con una de las últimas fotos de su hijo en la que tenía un poco de barba y el pelo largo. Estuvo en medicina legal, en la morgue, en los hospitales del sur de Bogotá. Parecía imposible que quien se había dedicado a cantar, y sacar a jóvenes de la delincuencia, tuviera un desenlace fatal.
El 9 de diciembre Samurai la visitó, de sorpresa, en Ciudad Bolívar: “me dijo, ¿cómo está de linda mi pequilla?”. Luzmery, sentada en una silla de la sala de su pequeño apartamento, cuenta que ese día se comieron un pollo asado, hablaron del regalo que le iba a comprar a su hija Cami, de un concierto que tenía el 17 de diciembre, y de una platica que le iba a regalar para fin de año. Ahora, en esa misma mesa, saca de una bolsa fotos de Everson y trae a la memoria cada una de las historias de esas imágenes que atesora. Ese fue el último día que lo vio con vida.
Entonces los tabloides populares registraron su desaparición, la insistencia de Luzmery apareció en los noticieros televisión y radio, otros cantantes de hip hop se sumaron, como Askoman, quien venía trabajando en un álbum con Samurai que sería lanzado con el sello discográfico que él mismo creó, Sangre Oculta Records.
“Sangre sobre el pentagrama” (2009) fue el segundo trabajo, y “La edad de la demencia” (2013) y “El funeral del tiempo” (2015) fueron los discos que logró grabar Panchis con Samurai. En los dos últimos álbumes –y en otro que estaba grabando con Askoman y que se llamaría “No te quemes en mis versos”– volvieron las letras descarnadas, inspiradas por la lectura del Necronomicon de Lovecraft, en la que el poeta dejaba ver que esperaba un desenlace cercano de su paso por esta vida.
Everson parecía el mismo, así le cantara a treinta personas en un local destartalado o a 80 mil chicos en el festival Hip Hop al Parque.
Panchis empezó a recibir llamadas de espiritistas, videntes y brujas que aseguraban haber tenido contacto con Samurai. Le dijeron que estaba amarrado y siendo torturado por un hombre. Que en sueños lo vieron caminando solo en Muzo. Que andaba de fiesta en el centro. Que los nazis lo tenían confinado en un cuarto.
Pero el 4 de enero las autoridades hallaron un cuerpo en una ladrillera de Ciudad Bolívar. Los documentos de identidad decían que era Héctor Everson Hernández. Su familia y amigos no lo creyeron. El cuerpo estaba maltrecho e irreconocible, no tenía el tatuaje de Nosferatu en su brazo derecho y la ropa y tenis eran extraños.
A Luzmery le contaron que Samurai andaba de fiesta ese 13 de diciembre, que se agarró a trompadas con alguien del barrio –cerca de una plaza de vicio–, que cogió un ladrillo y se lo lanzó en la cara. También le aseguraron que salió corriendo, que alguien le dio una droga que le nubló la razón, que saltó de pared en pared hasta caer de una terraza y romperse la cabeza, y que inconsciente llegó hasta donde una mujer; le pidió ayuda y le habló de quién era: el cantor, pintor, poeta. También en el barrio escuchó que a su hijo lo atendió una ambulancia porque tenía sangre en su cuerpo. Otros dicen que Samurai volvió a correr, gritó “vienen los cuervos, vienen los cuervos, vienen los cuervos”, y masculló palabras confusas. Minutos después, dicen, subió a la cima de una colina y trepó a una roca de cinco metros e intentó hacer un movimiento de murciélago. Fue a dar al abismo.
Ha pasado más de un mes. Héctor Everson Hernández, Samurai, apareció muerto como si fuera nada. Fue uno más, dirán. Para su familia, amigos y miles de seguidores no fue así.
Pero también a Luzmery le contaron que a su hijo le tendieron una trampa esa noche. Alguien que perseguía a Samurai por un tema de celos.
Todas estas versiones están bajo investigación. Carmen Torres, coordinadora de fiscalías de Bogotá, aún no tiene una conclusión sobre la causa de la muerte de este ídolo de Ciudad Bolívar. La familia y sus amigos tampoco saben qué pasó.
El 13 de diciembre, Samurai alcanzó a dejar un mensaje en su cuenta personal de Facebook: “Buen día, perdí mi celular con mis redes sociales abiertas, si les han publicado o enviado mensajes desagradables no soy yo, un fuerte abrazo a todos”. Al parecer lo escribió en el barrio San Joaquín donde habría ocurrido una riña, como le contaron a Luzmery.
Una riña, es decir, una pelea en la calle, un bar o una tienda, tan cotidianas en Ciudad Bolívar. La Secretaría de Seguridad asegura que de los 210 asesinatos que hubo el año pasado de esta localidad, 190 fueron la consecuencia de una pelea entre vecinos, gente del barrio que estaba borracha. Pero al parecer eso no importa, o se normaliza porque en esta zona de Bogotá la mayoría de asesinatos suceden en medio del hermetismo y el miedo y en el que pocas veces hay denuncias.
Así lo asegura Carlos Mario Perea, quien recuerda que en cierta ocasión, en uno de los barrios de la localidad, un padre y una madre se negaron a recoger el cuerpo de su hijo. El cadáver quedó abandonado en la calle porque la familia temía a los asesinos.
Una indolencia y temor, secundadas por la poca celeridad de la justicia para esclarecer este tipo hechos, ya que está atrapada, según Perea, en la idea de considerar la muerte de jóvenes de barrio, de drogadictos y ladrones, como algo justificado. Ser joven, asegura Perea, es una amenaza en Ciudad Bolívar; así se lo han contado durante años decenas de personas que sobrevivieron al estigma.
En el caso de Samurai no se sabe si habría sido un homicidio por discriminación o por venganza. A diferencia de Medellín, en Bogotá no existen registros de asesinatos sistemáticos contra raperos, pero esto no excluye que la muerte violenta de jóvenes no esté arropada por un manto de impunidad.
Perea habla de que el Estado colombiano solo lograr esclarecer el 5 % de los homicidios, de ahí que poco se interese por aclarar la muerte de un joven rapero.
Como nada
Ahora, Luzmery repasa las fotos de su hijo, coge su gorra preferida y se le lleva a su rostro. “Todavía huele a mi negrito”. Llora, no lo puede soportar y siente rabia porque en su corazón cree que a Everson lo mataron, y también siente una melancolía incontrolable porque durante muchos años le tuvo miedo a su música. “Yo sabía que él cantaba sobre su vida, pero no sabía que eso fuera tan valioso”.
Ha pasado más de un mes. Héctor Everson Hernández, Samurai, apareció muerto como si fuera nada. Fue uno más, dirán. Para su familia, amigos y miles de seguidores no fue así. Tantas veces leyó Samurai:
Tal vez digan: ¿qué hace tu miseria
tu tristeza
como símbolo de un pueblo?
Nunca es tarde para hablar de ellos
para recordarles que tú no eras el tonto
para revivir algo que el arte siempre
le ha tenido a la bruta vida:
ODIO
*Jorge Posada es Periodista con experiencia en temas de derechos humanos y memoria. Ha escrito para Arcadia, El Espectador, Semana y El Colombiano.