En las últimas semanas, la noticia de la violencia sistemática contra líderes, guardias y comuneros indígenas ha captado la atención del país. Son al menos 36 indígenas asesinados únicamente en el norte del Cauca en lo que va del año. Estamos hablando de una matanza. El asunto ha generado escozor y conmoción entre algunos. La indignación es genuina y muchos, desde su conversaciones cotidianas y desde las vitrinas de sus redes, estan haciendo un llamado para emprender acciones de apoyo y acompañamiento directo a las víctimas.
Junto con la población negra, a ningún otro actor social en Colombia se le han asignado tantos apelativos despectivos.
Y sin embargo, el tema pasa desapercibido para la mayoría de la población. Como consecuencia de una multiplicidad de elementos históricos, sociales y políticos, la mayoría asume lo indígena como algo lejano de sus intereses y de su incumbencia. Muchos, incluso, han llegado a adoptar una actitud de displicencia y de profundo desprecio. Esto último se evidencia en las numerosas afirmaciones insolentes, ofensivas y calumniadoras que gente del común publica en distintas plataformas digitales, como respuesta a las publicaciones o comentarios de quienes apoyan la causa de los pueblos indígenas, de quienes manifiestan su indignación por los actos violentos de los que estos son víctimas, o simplemente de los que comparten notas de prensa que informan sobre dichos asuntos. Muchos acusan a los líderes indígenas de ser cómplices del crimen organizado, de ser narcotraficantes o miembros de grupos alzados en armas; y, en esa vía, justifican su asesinato y exterminio. ¿De dónde surge esta animadversión?
Si hacemos un rápido repaso por las maneras como diversos sectores de la sociedad colombiana han denominado a los y las indígenas a lo largo de la historia, nos encontraremos con un listado importante de epítetos: bárbaros, incivilizados, inferiores, de raza degenerada, atrasados, espiritistas y flojos. En tiempos más recientes, los llaman comunistas (en el sentido peyorativo de la palabra), roba tierras, guerrilleros y terroristas. Al parecer, junto con la población negra, a ningún otro actor social en Colombia se le han asignado tantos apelativos despectivos.
Estas prácticas estereotipadoras tienen un origen colonial y han sido atizadas de manera especial por tres agentes particulares: La Iglesia, la Escuela y el Estado. Instituciones civilizadoras, y por lo menos en el caso de las dos primeras, evangelizadoras por excelencia. La Iglesia y la Escuela emprendieron por décadas las que fueron vistas como ‘loables tareas’ de salvación de las almas de los indios e ‘inserción’ de los mismos en los espacios y experiencias de la ‘modernidad’. Como resultado, fueron satanizadas y menospreciadas sus creencias, idiomas, ideas, formas organizativas, posturas políticas, sistemas económicos y liderazgos. Por supuesto nunca fue desaprovechada su mano de obra barata, en muchos casos gratuita, para el trabajo en las haciendas.
Se cree que las transformaciones políticas y normativas a favor de los pueblos indígenas, llevadas a cabo en las últimas décadas, como la promulgación de la Carta Política de 1991 —que reconoció sus derechos políticos y culturales— contribuyeron de manera significativa a la eliminación de los imaginarios negativos hacia dicha población. No obstante, el problema de la discriminación, de la exclusión y del silenciamiento sigue más vivo que nunca, disimulado y enmascarado por los discursos oficiales multiculturales y políticamente correctos de exaltación de la diversidad cultural y étnica del país.
Abordajes académicos recientes así lo demuestran: Sandra Soler, desde los estudios del discurso, ha identificado formas de racismo en textos escolares de ciencias sociales en el período 2002 y 2004. En ellos aparece una tendencia a destacar a los blancos y a los mestizos como los sujetos centrales de la identidad nacional y a borrar a los indígenas y a los negros de momentos cruciales de la historia. En concreto los textos resaltan la homogeneización y el etnocentrismo blanco.
Por su parte, Amada Carolina Pérez, en sus investigaciones sobre el Museo Nacional de Colombia, ha señalado el hecho significativo de que aún durante el año 2000 se encontraba restringida la presencia de los indígenas ‘del presente’ a la sala etnográfica, completamente separada de las salas históricas, como la del Nuevo Reino de Granada, la de la República de Colombia, y la de Federalismo y Centralismo. Esto quiere decir que hasta hace unos pocos años, el Museo Nacional siguió ubicando la cuestión indígena como aspecto del pasado, borrado completamente de la historia reciente nacional. Esto ha intentado subsanarse en el marco de la renovación del museo, sin embargo, solo han sido incluidas de forma marginal algunas piezas indígenas contemporáneas en las colecciones históricas, sin generar una repercusión relevante.
Además de la de cuerpos, afrontamos también otras formas de eliminación acaso más silenciosas, solapadas y aparentemente imperceptibles.
Finalmente, Neyla Pardo, en sus análisis acerca de las formas de circulación del discurso público sobre los pueblos indígenas en los periódicos El Tiempo y El Espectador, después de la promulgación de la Constitución del 91, concluye que dicho discurso responde a una estrategia de legitimación de la xenofobia, en la que “los americanos blanqueados, posicionados en su lugar de propietarios de los territorios, las instituciones y el bagaje cultural occidental, perciben a los indígenas como forasteros con características y costumbres muy distintas que amenazan la estabilidad cultural y propician formas de oposición al régimen establecido”.
Hoy, no solo nos enfrentamos a un recrudecimiento de la violencia material hacia los pueblos indígenas en un período de postacuerdo, a ataques armados, amenazas y asesinatos de su guardia y de sus líderes. Además de la de cuerpos y seres humanos concretos, afrontamos también otras formas de eliminación acaso más silenciosas, solapadas y aparentemente imperceptibles que vienen ejecutándose desde mucho tiempo atrás. Formas de asesinato de lo indígena que conllevan a su eliminación como sujetos políticos relevantes, que pueden hacerse cargo del destino y rumbo de nuestra nación, y no solamente participar como elementos subsidiarios de un Estado blanco monocultural, que solo los reconoce como un plus exótico que favorece el sector del turismo, como patrimonio ancestral a mostrar al mundo, o como pacifistas conservadores naturales del medio ambiente que habitan territorios relegados en el mapa nacional. Un Estado y una sociedad excluyentes que los infantiliza y esencializa como grupos sociales fijos en el tiempo, que supuestamente no cambian, no se transforman y no aportan de manera creativa a la construcción de país.