Un hombre de chaqueta azul se recostó contra el marco de la puerta. Nos miró con recelo. En su cabello negro despuntaban varias canas, tenía la mandíbula cuadrada y piel morena. La juez se presentó y anunció que veníamos a hacer la diligencia de entrega del edificio. El hombre respondió que el abogado nos estuvo esperando, pero que, como no habíamos llegado, se había ido. Igual, no era necesaria su presencia. La diligencia se haría de todos modos.
La juez es una mujer delgada, de cabello negro y corto, con ojos oscuros. Para las diligencias no tenía que usar la toga, así que la había dejado en el perchero de su despacho, cubierta por un plástico de lavandería. Usaba un vestido de gamuza café, botines del mismo color y una chaqueta amarilla. Esa mañana, mucho antes de llegar al edificio, me sorprendió cómo su chaqueta contrastaba con el gris de su despacho. Mientras nos alistábamos para salir, me mostró un documento.
–Mira la última con la que salieron para buscar el aplazamiento –me dijo, sonriente.
Era una solicitud para aplazar a la diligencia porque una de las inquilinas del edificio, una mujer de 73 años, había sido hospitalizada esa mañana. Sin embargo, la historia clínica que adjuntaron era de dos meses atrás. No probaba nada.
–También me denunciaron penalmente –agregó la juez.
No era la única. El juez que la había comisionado también había sido denunciado. Además, el abogado de los dueños del edificio había interpuesto tres tutelas y cinco recursos.
Naturalmente a la juez no le gustaban las diligencias de entrega. No por la entrega en sí, sino el hecho de echar a alguien de su casa. Me contó que en una de las entregas pasadas estaban vaciando una casa cuando llegó una niña con su uniforme escolar puesto y maleta al hombro. Ya se le había advertido a los padres que debían desocupar el lugar, aclaró la juez, pero no lo habían hecho, así que la niña lloró en la sala mientras la gente entraba y salía con cajas.
–Eso nunca se le va a olvidar –dijo la juez, pensativa.
A los dueños del edificio que íbamos a visitar ese día se les había hecho la misma advertencia el cuatro de octubre del año pasado. La juez siempre hacía dos visitas. La primera iba a dar un aviso y una fecha, antes de la cual el inmueble debía quedar desocupado. La segunda vez regresaba con policías, agentes del Bienestar Familiar e incluso policía ambiental porque nunca se sabía qué podía pasar. A veces las personas, para evitar que las desalojaran, metían niños, animales e incluso familiares enfermos. Ese día íbamos a hacer la segunda visita.
Había dos carros distintos. En uno íbamos la juez, Andrés, Juan Carlos Prada, y yo. Andrés trabajaba en el despacho. Era un hombre joven y alto, usaba un traje azul con una bufanda del mismo color y tenía el pelo negro peinado con gel. Prada, uno de los abogados que iba a recibir, iba al volante. En el otro carro iba su colega, el abogado Mario Aristizábal, y el apoderado que iba a recibir oficialmente el inmueble. Llegamos antes que ellos y los esperamos frente a la puerta del edificio, bajo la mirada fulminante del hombre de chaqueta azul.
—No podemos aplazar más la diligencia —dijo la juez—. Tuvieron cinco meses para preparase. La vez pasada que estuvimos aquí la niña no estaba. Había una señora mayor y un niño, pero no la niña.
Era un edificio bajo, de tres pisos. Las paredes estaban sin pintar. La puerta principal estaba abierta e Isaías Herrera, el hombre de chaqueta azul, estaba recostado ahí. Era uno de los dueños y nos estaba esperando. Junto a él había un hombre mayor con un traje de lana viejo. Un botón pendía de un hilo de la manga y se bamboleaba con cada movimiento del brazo. En la cara del hombre había varias arrugas, debía tener más de ochenta años. Su ojo derecho parecía estar cubierto por una fina película blanca. Cuando nos dio los buenos días, noté su mal aliento. Era el padre de Herrera.
Llegaron ocho agentes de policía con escudos antimotines y bolillos, pero con las cartucheras vacías, una mujer con el chaleco del Bienestar Familiar y un hombre de la Secretaría de Integración Social. El padre de Herrera se acercó a la juez y le pidió que les dieran un mes más.
–No tengo a dónde ir, doctora.
La juez respondió que Bienestar Familiar le podía ayudar, pero que les habían advertido sobre la diligencia con anterioridad e incluso habían colgado un aviso dentro del edificio. No se podía aplazar más. El hombre de Integración Social se acercó al padre de Herrera y con tono suave le hizo algunas preguntas, al final concluyó que como el hombre tenía hijos adultos que trabajaban, no lo llevarían a un ancianato.
Pronto llegaron los del otro carro y, detrás de ellos, el abogado de Herrera. Vestía un traje gris y corbata verde claro, su cabello blanco y gris estaba peinado y tenía una verruga en el cachete izquierdo. La juez dio inicio a la diligencia. Me pasó su Código General del Proceso para que lo sostuviera, mientras ella leía el expediente. Andrés la grabó. Detrás de él, Prada y el abogado de Herrera discutían.
–Nosotros hemos sido muy pacientes –le decía Prada–. Hemos esperado diecinueve meses. Ya no se pudo por las buenas.
El otro abogado le sugirió que conciliaran, lo cual, como señaló Prada, no tenía sentido. Sin dejar de filmar, Andrés les indicó con un gesto que se quedaran callados, como si fueran niños en un salón de clase. Cuando la juez terminó de hablar, entramos al edificio.
Tuvimos que entrar en fila india porque el pasillo era estrecho. Vi a un niño correr y desaparecer escaleras arriba. En cada piso, a excepción del tercero que también tenía una terraza, había dos apartamentos custodiados por puertas metálicas. Entre puerta y puerta había un espacio en donde apenas cabían tres personas codo a codo. El techo era bajo y de concreto, el aire húmedo se pegaba a la ropa y la única luz venía de una ventana en el segundo piso y un bombillo naranja en el primero. Todas las paredes estaban sin pintar. La juez indicó que debíamos subir hasta el tercer piso. Avanzamos en fila india.
–Aquí hay gente –anunció Prada desde el tercer piso.
En la terraza había tres cuerdas repletas de ropa. Al lado contrario había un apartamento abierto. Adentro había una mujer y una niña.
La niña, de piel morena y ojos oscuros, estaba sentada en una especie de silla ortopédica. No era una silla de ruedas, pero los tubos blancos que hacían de patas recordaban a una camilla de hospital. Sobre el metal había manchas de óxido como salpicaduras de pintura. La niña estaba cubierta desde el pecho hasta los pies por una cobija rosada. Tenía el cabello recogido, a excepción de un mechón ensortijado que le caía sobre la frente. Debía tener unos trece años, quizás más. No podía caminar. Tampoco hablar. Solo dejaba salir pequeños “ah” angustiados que se iban prolongando a medida que más personas entraban a la habitación. Me quedé en la entrada. Me miró y dejó salir un quejido. Le sonreí como pidiendo perdón.
La madre estaba en una cocineta en la misma habitación. Lloraba. Se acercó para hablar con la juez. Dijo que su compañero era uno de los dueños, pero que no le había dicho nada sobre el desalojo.
—Aaaaaaaah —se quejó la niña.
—Tranquila, princesa —dijo suavemente una joven agente de policía que se encontraba junto a su silla—. Tranquila. Todo va a estar bien.
Dejamos a madre e hija en la habitación y nos reunimos en la terraza. La agente de policía preguntó si no había forma de darles más tiempo.
—No podemos aplazar más la diligencia —dijo la juez—. Tuvieron cinco meses para preparase. La vez pasada que estuvimos aquí la niña no estaba. Había una señora mayor y un niño, pero no la niña.
—Sí, la vez pasada recorrimos todo el edificio —respondió la mujer del ICBF— y ella no estaba.
—No podemos aplazar más —insistió la juez, con más resignación que convicción.
Regresamos a la habitación. La madre comentó que había alguien que las podía recoger. En menos de diez minutos una camioneta Renault Duster se parqueó frente al edificio, de ella se bajó una mujer de unos treinta años. La camioneta parecía fuera de lugar junto a los carros destartalados parqueados a lado y lado de la calle, en especial con un viejo Renault rojo cuya alarma se disparaba cada vez que alguien le pasaba en frente. Junto a la camioneta estaba el camión de mudanza, rodeado por los hombres contratados para recoger y guardar todo.
—Primero que salga la niña —dijo la juez.
Mientras bajaban a la niña, oí la conversación de los policías que esperaban recostados contra la fachada.
—La vez pasada que estuve en una de estas, me lanzaron las ollas desde el segundo piso— le dijo uno al de al lado.
—A mí una vez me echaron pólvora —le respondió el otro.
—Entonces, ¿estudia derecho?
La pregunta me sorprendió. No me había fijado en que Aristizábal, uno de los abogados que venía a recibir, se me había acercado. Me volví hacia él. Tenía una nariz gruesa y rugosa en cuya punta rojiza crecía una cana solitaria.
—Sí señor.
—¿En qué universidad?
—Andes.
Aristizábal sonrió y se me acercó como si estuviera a punto de revelarme un secreto.
—Con papá rico qué se va a poner a litigar.
Me quedé desconcertada y respondí lo único que se me ocurrió: —Litigar es chévere.
—Sí, es chévere —dijo, dando un paso atrás —. Pero es mejor no hacerlo. Le vuelve a uno el corazón de piedra.
Esperamos hasta que un hombre salió cargando a la niña contra su pecho. Se veía más tranquila. Sonreía. Lo siguió la mujer de la camioneta. Subieron a la niña en el asiento trasero de la Duster y la mujer se sentó al volante. La madre no bajó.
Mientras la camioneta arrancaba, Andrés se reunió con los embaladores del camión de mudanza. Les informó que debían comenzar por el piso de arriba y que, hasta que este no quedara vacío, no podían seguir con los demás. El orden era crucial para asegurarse de que la juez estuviera siempre supervisando el proceso.
—Se estrellaron —dijo de repente uno de los policías.
Nos volvimos hacia la calle. La Duster tenía una pequeña pero pronunciada abolladura debajo de la luz trasera derecha. Se había golpeado con la camioneta de platón de la Policía Ambiental.
Ellos eran los crueles. Ellos tenían que serlo porque, de lo contrario, éramos nosotros.
Poco después llegó el cerrajero en una moto desvencijada. Fui a avisarle a la juez. En el segundo piso me encontré con el niño que había visto al principio. Usaba una camiseta blanca manga sisa, que dejaba al descubierto un par de brazos delgados. Iba sonriente. Detrás de él venía la mujer del ICBF, preguntándole por qué no estaba en el colegio. Respondió, distraído, que lo habían dejado salir temprano. Siguieron escaleras abajo y yo llegué al último piso.
Encontré a la juez y a Prada en la terraza, descolgando la ropa de las cuerdas y empacándolas en bolsas negras. Uno de los hombres de la mudanza iba de salida. La juez se quejó porque los hombres que había contratado Prada se habían rehusado a ayudar.
—Es que esa es la ropa de alguien más —dijo el hombre de la mudanza—. ¿Cómo la voy a tocar yo?
Me dispuse a ayudar. Guardamos la ropa indiscriminadamente en bolsas negras. La mayoría de prendas estaban ya secas, otras seguían húmedas. Recogí camisas, pantalones, shorts, camisetas, calzones variados, medias y ganchos de plástico. Al final solo quedó una finísima tanga rosada amarrada a la cuerda del centro. Nadie la quiso recoger. Yo tampoco.
Los hombres del camión sí accedieron a sacar los muebles. Solo pudimos seguir con el segundo piso, donde esperaban dos apartamentos cerrados, cuando quedó vacío el tercer piso.
El cerrajero, que había pasado al menos una hora esperando instrucciones, subió al segundo piso apenas lo llamaron. Abrir las puertas sería una cuestión de minutos con su herramienta eléctrica, lo difícil era encontrar dónde enchufarla. Tuvo que buscar una extensión y pasó más de media hora luchando con la toma más cercana. Abrió el primer apartamento. Cerca de la entrada había una pila de sillas, cojines, tablas, maletas, hieleras y bolsas plásticas, coronada por un peluche mugriento.
Herrera le indicó a su padre y al niño, su sobrino, que empacaran. Me quedé afuera junto a la juez. Sin embargo, después de que la esquina de uno de los colchones que estaban bajando me golpeara el hombro, me acerqué a la entrada del apartamento para no estorbar, pero sin atreverme a pasar del marco de la puerta. Desde allí vi al niño apoyar una pequeña maleta azul y roja sobre la pila de chécheres. La abrió y guardó una camiseta blanca y un saco verde. La maleta era demasiado pequeña como para empacar más que un par de mudas, así que él empujaba la ropa para hacer espacio. Se veía serio. Concentrado. Mientras tanto, al fondo, en una de las habitaciones, se podía ver al abuelo guardar ropa en una tula azul que había apoyado sobre la cama. Los podía ver al mismo tiempo desde el marco de la puerta. Como si fueran parte de una misma pintura. Cuando terminaron salieron uno detrás del otro y, sin hablarse, sin siquiera mirarse, bajaron, cada uno con su maleta.
En el otro apartamento encontramos un colchón tan descompuesto que solo quedaban retazos mohosos de espuma y tela colgando de los resortes. Había también una cama destendida y una hilera de botellas de Póker, vacías. Sobre una mesa de madera había un frutero con una manzana y unas uvas de plástico. Un olor a humedad y orina invadían el lugar, tanto así que Aristizábal, el abogado, tuvo que ir a comprar tapabocas para todos.
Herrera le había arrendado otro de los apartamentos a una patrullera. La agente que antes había consolado a la niña la conocía y se ofreció a llamarla, ahorrándole trabajo al cerrajero. Veinte minutos después llegó la patrullera, en jeans y saco, junto a dos hombres que le ayudaron a sacar todo. Le preguntó a la juez si había algo que se pudiera hacer y ella respondió que no.
Subí a la terraza junto a la juez. Había empezado a lloviznar. Le pregunté por qué había empezado el proceso, cosa que no había hecho en todo el día.
—Hipotecario.
Me explicó que todo el edificio había sido rematado desde hacía casi un año. Me asomé por la terraza. Desde allí se veía la calle. La camioneta Duster seguía en el mismo sitio en el que se había chocado con el carro de la Policía Ambiental unas tres horas antes. Pensé en la niña. Probablemente seguía en el asiento trasero. De la puerta principal vi salir al niño de la mano de la mujer del Bienestar Familiar. Se detuvieron un momento mientras ella hablaba con el hombre de la Secretaría de Integración Social. El niño miró hacia arriba. Lo saludé. Él me saludó sin prestar mucha atención. Lo vi cruzar la calle con la mujer. Me quedé en silencio.
—Es…es muy…cruel —dije, casi sin darme cuenta—. Usar a la gente así.
—Sí, es eso —dijo la juez—, usar a la gente.
Miré a la mujer de la camioneta con rabia. Soplé por la nariz. Sí, ellos eran crueles. Ellos, que habían arrendado los apartamentos a sabiendas de que los iban a desalojar. Ellos, que habían sacado al niño del colegio para que estuviera en el edificio cuando llegáramos. Ellos, que habían traído a una niña que no podía moverse ni hablar, a quien no le podíamos explicar que la policía estaba entrando a su habitación a la hora del almuerzo por una hipoteca. Ellos, que habían hecho todo con la esperanza de conseguir más tiempo, quizás siguiendo el consejo del mismo abogado que había interpuesto tres tutelas, cinco recursos y dos denuncias penales, y quien seguramente les había cobrado por cada una. Ellos eran los crueles. Ellos tenían que serlo porque, de lo contrario, éramos nosotros.
*Esta nota se produjo en la clase Crónicas y Reportajes con Lorenzo Morales