Veo los parlantes al entrar, uno a cada lado de escaleras tipo Rocky, de esas escaleras en las que Stallone trotaba y en las que sonaba Eye on the Tiger cuando llegaba exhausto al final. Éstas son mucho más cortas, mucho menos desgastantes. Adentro, luego de subir más escaleras y escaleras, ya con el manuscrito en la mano, manos forradas en guantes de látex, me sobresalto. Un ruido fuerte, sísmico. El ruido de un reactor de avión que hace vibrar las ventanas y las mesas de madera firme. Es un sobresalto ligero, pero suficiente para casi rasgar una de las páginas mecanografiadas. En el susto me levanto y sigo a la guardia de la sala, de uniforme vinotinto ceñido al cuerpo y acento costeño, que se asoma a uno de los ventanales y mira hacia la calle.
Qué es, pregunto. Es un ruido, dice, lo ponen a las once y a las cuatro. Vuelvo al asiento y luego me enteraré de que es la Semana del Sonido y el ruido es un homenaje. Una obra minimalista y conceptual, a lo John Cage, del músico y profesor Mauricio Bejarano para celebrar esa semana. Estoy en la Biblioteca Nacional y al fondo, por la ventana que da a la calle veinticuatro, se ve uno que otro transeúnte sorprendido bajando hacia la séptima.
Camilo Páez, coordinador de colecciones, es alto, delgado y no pasa de los treinta y cinco años. Tiene la cabeza rapada y le sobresalen las orejas y las gafas pequeñas de marco dorado. Habla rápido, pero sabe pausar en el momento adecuado haciendo énfasis en las palabras que quiere resaltar. Mueve las manos, señala y muestra lo que habla. Conversamos en la escalera ancha que da al lobby, una sala de más de cinco pisos de alto, llena de vitrales al mejor estilo Bauhaus de principios del siglo XX. Cada cierto tiempo se interrumpe y saluda a algún conocido que se atraviesa en el camino. Continua en el punto exacto en que dejó la conversación, por alguna extraña razón evita mi mirada.
-Hábleme del edificio, de su construcción.
-Lo inauguraron 1938, un solo edificio para una biblioteca, qué más quiere que le diga. En esa época ni los ministerios construían sus propios edificios y mucho menos de tal magnitud. Eso sólo se comenzó a hacer mitad del siglo XX, cuando idearon el CAN, antes no.
-El ruido que acabó de pasar, parecía que los vidrios se fueran a romper.
-[Risa] No creo que ocurra, pero al edificio se le notan lo años. Usted mismo ve la grietas aquí y allá. Hay que hacerle mantenimiento, sobre todo si pensamos en las reformas sísmicas que hay que hacerle, además de las ampliaciones.
-¿Se quedan sin espacio?
-Estamos que nos quedamos sin espacio. El otro día salió un artículo en El Tiempo. Antonio Morales vino e hizo un recorrido con la directora de la biblioteca. Se acabó el espacio en la Biblioteca Nacional, puso en el encabezado. Tocaba hacerle al amarillismo a ver si nos ponen atención.
-¿Cómo es su relación con el Ministerio de Cultura?
-No existimos para ellos. Quedamos lejos de la calle decima y se olvidan de que somos una dependencia suya.
El manuscrito que tengo en mis manos es de la novela El camino en la sombra, de José Antonio Osorio Lizarazo. El papel es amarillento, de un gramaje intermedio y está escrito a máquina. Se nota que usó una de las primeras máquinas electrónicas del país. Seguramente una IBM, porque en las letras se puede percibir ese granulado que recuerda, ahora, a las impresoras de punto famosas en los computadores de los ochenta y noventa. El manuscrito no está fechado, pero debe ser de principios de los 60. Cada dos páginas alguna palabra u oración está tachada y reescrita con pluma y una caligrafía temblorosa. Otras veces tachada con bolígrafo. De esa novela hay dos manuscritos, uno con nombre diferente y grandes cambios estructurales (seguramente anterior), otra más cercana a la versión de 1963 que ganó el extinto premio Esso de novela (del que también fue ganador Gabriel García Márquez con La mala hora).
Las hojas huelen a químicos tóxicos. Un olor rancio y acre que hace estornudar y toser. Antes de dar cualquier manuscrito del archivo de Osorio Lizarazo, el bibliotecario, bajito, de bata blanca y voz aguda, pregunta si el solicitante tiene guantes de látex. Sin los guantes no entrega ningún material. Los químicos son para la preservación, dice, pero son tóxicos a largo plazo.
-¿Cómo les llegó el archivo de Osorio Lizarazo?
-En ocasiones los familiares saben de la importancia del archivo de un escritor y lo ofrecen. Nosotros lo compramos, con todo y el bajo presupuesto y el papelerío legal que hay que hacer.
-¿Es difícil que ustedes compren libros o archivos importantes?
-Sí, no sabe cuánto. Dependemos completamente del Ministerio de Cultura. No somos como el instituto Caro y Cuervo, que es una entidad adscrita y tiene mucha más libertad administrativa. A nosotros nos toca ir y hacer lobby en el ministerio y luego llenar formas y más formas para incluso comprar un tóner de impresora. Pasa eso con las colecciones y los libros.
-¿Qué otras colecciones tienen?
-Tenemos la de José Asunción Silva, la de Rufino José Cuervo (colección con la que Vallejo escribió su última biografía, El cuervo blanco), la de German Arciniegas.
-¿Cuál es la que más le gusta?
-Eso dependen de cada uno, usted sabe. Yo soy historiador y la de Arciniegas me llama más la atención porque tiene mucha correspondencia, no sólo con gente del país, sino con intelectuales internacionales. Cartas con Borges, con Stefan Zweig. En México y en Argentina hay mucha gente así, con correspondencia extensa e importante, nosotros tenemos pocos y tenemos que aprovecharlos.
-Y con el deposito legal, ¿no les llegan buenas cosas?
-Se supone, pero es una ley sin dientes. Según esa ley (¡vigente desde 1834!), cada editorial debe enviarnos como mínimo dos ejemplares de cada libro, revista o periódico que publica. Pero si el editor desconoce la ley o se hace el de la vista gorda, no nos manda nada y nosotros no tenemos cómo sancionarlo.
-¿Tienen una primera edición de Cien años de soledad, por ejemplo?
-No, tenemos ese hueco. Nos tocaría comprársela a algún coleccionista, pero se asuntan con tanto pápelo y deciden vendérsela a un mejor postor.
José Antonio Osorio Lizarazo hace parte de esos escritores colombianos olvidados, escritores que sólo leen estudiantes de literatura y cuyos libros sólo se consiguen en librerías de viejo. Su calidad es discutible. No se lo puede igualar a García Márquez y su lenguaje es un poco anacrónico y rimbombante. En su narrativa, sin embargo, se cimienta la literatura urbana en Colombia. Con una Bogotá llena de pobreza, excrementos, suciedad e injustica. Nació en 1900, estudió en el Colegio San Bartolomé, sufrió allí y desde temprano colaboró en la prensa nacional. Se movió entre el periodismo y la literatura, y dirigió el periódico El Heraldo de Barranquilla. Volvió a Bogotá, siguió escribiendo y se exilió en Buenos Aires durante el régimen de Laureano Gómez. Escribió cerca de doce novelas, muchas de ellas imposibles de conseguir a no ser por el archivo de la Biblioteca Nacional.
Si se pregunta en una librería comercial por algún libro de Osorio Lizarazo sólo le darán Barranquilla 2132, uno de los libros fundadores del la ciencia ficción en Colombia. El libro fue editado recientemente por Laguna Libros, una editorial independiente que ha comenzado su colección de literatura rescatando algunos clásicos nacionales. Según el editor de Laguna, Felipe Gonzáles, el libro de Osorio Lizarazo ha sido el más vendido en su colección de literatura (abierta en 2011 con tres títulos fundadores de la ciencia ficción en Colombia). Dado el éxito, la editorial piensa publicar tres novelas más del escritor: La casa de la vecindad, Garabato y El camino en la sombra. Ya están en proceso de transcripción de los originales de la Biblioteca Nacional y se publicarán en unos meses.
-Se están quedando sin espacio. ¿Cuánto les queda?
-Nos queda un año de libros y unos pocos meses de hemeroteca.
-¿Cuántos?
-Seis meses como máximo.
-¿No se pueden expandir?
-No hay para dónde. Tampoco hay el dinero ni la voluntad. Ya le decía de nuestra relación con el Ministerio.
-¿Qué los diferencia de la Biblioteca Luis Ángel Arango?
-Para empezar son dos misiones diferentes. La Luis Ángel, además de tener presupuesto y de estar adscrita al Banco de la Republica, es una biblioteca pública para que la gente vaya, consulte y lea los libros. Si los daña, por ejemplo, pues se compra otro ejemplar o no importa y se deja así. Nuestra misión es diferente, la nuestra es de archivo, la obligación de preservar el patrimonio y dejar registro de ello. A nosotros nos importa que el libro se conserve, que no lo rayen o no lo pierdan. Por eso no prestamos y por eso no pueden entrar menores de edad.
-¿Eso no los aleja del público?
-Sí, por supuesto. Si usted le pregunta a un taxista que lo lleve a la Biblioteca Nacional, lo lleva a al Luis Ángel o lo lleva a la Hemeroteca Nacional. La gente no sabe que existimos y por eso tampoco le importamos al Ministerio.
-¿Qué están haciendo para cambiar eso?
-Estamos organizando exposiciones y actividades (lo de la Semana del Sonido, por ejemplo), pero no son las exposición del Museo Nacional con pendones de BBVA o de Gas Natural. Son exposiciones cerradas y de temas que no se quedan únicamente en la historia de la telenovela. Pero si usted se pone a pensar, está bien que no seamos una biblioteca masiva. Lo nuestro es preservar y no mostrar. El problema es que en el gobierno no parecen recordar esa misión.
El lenguaje de Osorio Lizarazo es barroco y el primer párrafo está construido con dos oraciones de seis líneas cada una. Subordinación tras subordinación. Una construcción muy común en el español arcaico que se puede rastrear hasta la Edad Media, donde no existía el punto seguido sino el punto final. Es un naturalismo crudo y duro, de inmigrantes de las Guerra de los Mil Días en una Bogotá que termianaba en el barrio Las Nieves. El olor del manuscrito penetra la nariz y se imprgena en los guantes que con sólo tocar las hojas ya se ponen amarillos en las puntas. El silencio, ahora que han pasado los cuatro minutos que dura la obra sonora en la calle, es completo. No hay nadie más en la sala y el silencio sólo se rompe cuando pasa algún funcionario en bata blanca de laboratorio o llega un visitante dispuesto a conocer el edificio pero no su contenido. Se quedan mirando la sala, con sus mesas inclinadas y sus sillas de cuero. Algunos más inquietos pasan, miran por las ventanas hacia el patio interior, se vuelven y miran de reojo las pinturas de próceres mal pintados, leen las inscripciones (Santander, Sucre, etc.) y siguen de largo.
-¿Cuál es el libro, para usted, más valioso que hay en la Biblioteca?
-La Biblioteca se crea en 1777. Fue la primera biblioteca de este tipo en Latinoamérica, cuando el Virrey del momento expulsa a los Jesuitas. La biblioteca se arma, entonces, con los libros que le confiscan a esa comunidad y entre ellos algunos incunables bastante importantes. Los más relevantes tal vez son una edición del Amadís de Gaula de 1539, de la cual sólo se conserva cinco ejemplares en todo el mundo, y una primera edición de las Novelas Ejemplares de Cervantes. Mi preferido es el Amadís.
-Volvamos al edificio, ¿qué significa el edificio para usted?
-El edificio es muy especial. Como le dije al principio, fue un edificio pensado exclusivamente para ser una biblioteca, con mucho espacio y un sentido estético que raras veces se ve. El lugar en el que estamos, el que hoy es el lobby, fue diseñado para ser una sala de lectura. El arquitecto se basó en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El techo es alto, con ventanas en paredes y techo y con el mismo nivel de iluminación esté nublado o haga sol. Fue un lugar que se hizo para leer y eso es muy importante. Pero hay que pensar a futuro, nos estamos quedando sin espacio. Por ahora vamos a usar ese espacio de manera mucho más eficiente. Pensamos donar algunas colecciones de revistas extranjeras, en ruso o en checo, a la biblioteca de la Universidad Nacional, por ejemplo. Así tendríamos más espacio para las publicaciones nacionales. Pero hay que pensar en hacer una segunda sede que funcione como depósito.
Suena otra vez el ruido a lo John Cage. Parece que un avión a acabara de aterrizar en plena calle 24. Durante cuatro minutos los vidrios vibran casi hasta estallar. Las mesas tiemblan otra vez. Entrego el manuscrito al bibliotecario que me devuelve el carnet y la ficha para que pueda salir y sacar la maleta del casillero. Le doy las gracias en voz baja, siempre con el miedo de incomodar, pero él responde en tono normal y sin amagos. En las escaleras, donde hablé con Camilo Páez, me detengo. Miro otra vez el gran lobby, de más de cinco pisos de alto, y me fijo en sus grandes ventanales por los que el sol que se cuela y da en las lámparas que cuelgan tan Bauhaus como la biblioteca misma, con sus líneas geométricas y majestuosas. De pronto, me siento en otro lugar. En la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, por ejemplo, que ha salido en tantas películas y en tantos libros. Con héroes a lo Dan Brown y misterios sin resolver. Acá todo es más pequeño y sufrido, sin embargo, con grietas, falta de espacio y presupuesto. Acá todo es más miserable y olvidado. Fotografío el lobby y sigo hacia la puerta.